Senderos
Inmortales
del Recuerdo
Julio Ernesto Salas Viteri
Windmills International
Editions Inc.
California - USA – 2015
Senderos Inmortales del Recuerdo
Autor: Julio Ernesto Salas
Viteri
Writing: 2014
Edition Copyright 2015: Julio Ernesto Salas Viteri
Diseño de Portada: WIE
Dirección General: Cesar Leo Marcus
Windmills International Editions Inc.
ISBN 978-1-312-86155-8
Renuncia de Responsabilidad
International Windmills Edition, sus directores, empleados y
colaboradores, no se responsabilizan del contenido de este libro. Los puntos de
vista, opiniones y creencias, expresados en el mismo, representan
exclusivamente, el pensamiento del autor, y propietario del Copyright.
Todos los derechos reservados
Es un delito la reproducción total o parcial de
este libro, su tratamiento informático, la transmisión de ninguna forma o por
cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u
otros métodos, su préstamo, alquiler o cualquier otra forma de cesión de uso
del ejemplar, sin el permiso previo y por escrito del titular del Copyright.
Únicamente se podrá reproducir párrafos parciales del mismo con la mención del
título y del autor.
All Rights Reserved
It is an
offense to reproduce any part of this book, its processing, transmission in any
form or by any means, electronic, mechanical, photocopying, recording or
otherwise, your loan, rent or any other form of cession of the book, without
the prior written permission of the copyright holder. Partial paragraphs may be
reproduced only with the mention of the title and author.
En memoria de mis padres:
Carmelita Viteri de Salas
Enrique Salas Caicedo.
Julio Ernesto Salas Viteri
Nació en Pasto, Nariño, Colombia, el 13 de Junio de 1938.
Estudios Universitarios en las Universidades de Nariño, de Pasto, en la
Santiago de Cali, de Cali (V) y en la San Buenaventura de Bogotá. Realizó
varios cursos de mejoramiento académico en las universidades mencionadas.
Profesor TITULAR e Investigador en la Universidad de Nariño
Es MAGISTER en Etnoliteratura en la Escuela de Posgrados de la Universidad
de Nariño.
Producción Investigativa y Literaria: Investigaciones varias en el contexto
de la Etnoliteratura: Mitos, Leyendas, Décimas, Coplería, etcétera. Escritor en
las áreas de la Poesía, el Relato y la Novela.
Publicaciones:
-Breves anotaciones Etnoliterarias en Condagua, Putumayo.
-Tras la Literatura Oral del Pacífico, Barbacoas, Nariño.
-Múltiples trabajos en diferentes revistas y periódicos.
-Publicaciones de relatos y Poesía en varias revistas.
-Contextura e Interpretación Simbólica de la Décima Popular en Tumaco.
-Senderos Inmortales del Recuerdo
-La Manigua, Embrujo Selvático
INDICE
Introducción… 07
La Estancia de los Capulíes
Primera Parte... 08
I... 09
II... 18
III... 27
IV... 33
V... 37
VI... 42
VII... 47
VIII... 51
Persecución Imaginaria
Segunda Parte... 62
IX... 63
X... 70
XI... 77
XII...
83
XIII... 90
XIV... 96
XV... 105
XVI... 114
XVII... 120
En Los Claustros Universitarios
Tercera Parte... 131
XVIII... 132
XIX... 139
XX... 147
De La Adolescencia A La Madurez
Cuarta Parte... 155
XXI... 156
XXII... 165
XXIII... 183
XIV... 190
INTRODUCCIÓN
No todos los caminos de la vida conducen a la
inmortalidad de los seres que se aman. La visión cósmica de lo humano conceptúa
sobre la permanencia intangible del amor en los infinitos espacios del Deber
Ser.
El protagonismo de los personajes, en los hechos reales
de la existencia y en los territorios imaginarios del pensamiento, constituye
siempre un contexto simbólico ineludible y virtual que vuelca, endógena y
exógenamente, la creación dramática literaria hacia la lectura del mundo, al
retomarlos en la expresión sintética de la unidad.
Allí, el autor pretende conducir al lector, para la
comprensión de lo biográfico, como figura literaria, continente de seres que
engalanen su poética, a plenitud en los amplios y, ¿por qué no?, muchas veces,
indescifrables territorios de la Literatura.
La intención de la narración busca, entonces, en parte,
constituir una escena algo primigenia sobre los orígenes, quizá de recónditas
raíces de lo humano, en el contexto virtual de la existencia, de naturaleza
cósmica, que reivindique la fortaleza de la lucha por la vida, por la formación
de los protagonistas, en espacios tal vez negados por las formalidades
citadinas.
Con esta concepción, el lector será libre para leer y, de
hacerlo, producir sus propias conclusiones que, con seguridad, no vayan más
allá de la intención del autor, en la simbolización de lo real, en los
territorios imaginarios del querer literario.
PRIMERA PARTE
LA ESTANCIA
DE LOS CAPULÍES
I
La Estancia de perennes remembranzas, desde la distancia,
en el Valle de Botana, se observa rodeada de fértil vegetación, de árboles
frutales, de aradas y sembradíos, que sensibilizan la espiritualidad de quienes
se asoman a su existencia, para cantar sus principios, sus alegrías, sus
esperanzas, sus amores, sus riquezas, sus rumores de cementerios, de vieja
vigencia ancestral, de huacas inexploradas, de leyendas y de fábula, que tocan
el fondo de los lugareños vecinales como parte intrínseca de sus vivencias.
Al recorrer sus senderos, cuyas veras visualizan espacios
plenos de verdes potreros, fructuosos criaderos de vacunos y de equinos, de
ovinos y porcinos, de diversidad de aves, donde todos y cada uno armonizan, con
sus voces, con la grandeza cósmica del muy pequeño ámbito de la infinitud del
Universo y la concepción incorpórea de un creador de eternidad, de Dios, de
Jehová, de Alá, de la humanidad, concentrados en el paraíso terrenal, que
inmortaliza la felicidad de lo humano, coexistente con los seres en plenitud de
subsistencia.
Día tras día, el campesino laborioso, con la palendra, la
pica y el azadón, cultivan la vereda con ahínco; el arado de madera y punta
piramidal de hierro, aproximadamente de sesenta centímetros, halado por la
yunta de bueyes, uncida por el yugo amarrado al pescuezo y a sus cuernos, con
cabestro fuerte, elaborado de cuero de res, dirigido, desde la esteva, por el
gañán, que aviva con el perrero, con el látigo, también de cuero retorcido, o
la vara de puya, a los dos animales, rompe la tierra para formar los surcos o
guachos que hacen poroso el suelo negro, rico en nutrientes naturales, en que
se han de sembrar las semillas de clima frío. Todos ellos conforman la peonada,
que cultivará el agro de la Estancia centenaria más conocida del Valle, por
trascender de generación en generación, en el tiempo y en el espacio.
La vieja casa amplia, de tapia fuerte de tierra pisada,
de suelos, con dormitorios y corredores cubiertos con ladrillo cuadrado, de
tejas de barro quemado; con una enorme troje de piso afirmado para la crianza
de los cuyes y en cuyo soberado se guarda, generalmente, la papa pequeña,
dispuesta para la formación de las semillas, y algunos otros productos propios
de la región.
Hay dormitorios, respectivamente, para el mayordomo y el
vaquero, con su familia; cocinas, con tulpas de tres piedras, para leña;
hornilla de ladrillo y de piedra, con bocas de ladrillo recortado, la
principal, para los dueños de casa.
Letrinas de hondos huecos y tazas de madera; aljibe,
también hondo, para subir, mediante sistema arcaico, desde su fondo el agua que
cubre las necesidades cotidianas; patios de piso afirmado y empedrado,
suficientemente amplios, para la diversión de quienes crecen en este paraíso.
Amplios corredores en escuadra, sujetados por vigas,
soleras y pilares de madera, con bases de piedra roca; puertas en madera,
construidas a hacha y machete, y andenes, también de tierra fuertemente pisada,
alrededor de la estancia, es todo lo que conforma el escenario, en principio,
de esta narración.
En varias ocasiones, el solar apetecido, en especial, por
los críos del hogar, entre tantos lugares para sus juegos, para el desarrollo
intenso de su creatividad, era el de los capulíes, en el que, de vieja data, de
muchos años atrás, se sembraron sus semillas o se plantaron sus cogollos,
muchos que, constantemente, mantuvieron su abundante producción. Los dos
hermanos mayores, amén de sus padres y de sus empleados, gozaron de la calidad
excelente de sus productos, que jamás faltaron mientras existieron.
Heriberto y Guillermo (en adelante Memo), diariamente,
trepaban a los árboles para recoger la fruta que, además de satisfacer sus
paladares, vendían en pequeños platos de losa metálica, proporcionada por su
amorosa madre, a las gentes del vecindario que, con frecuencia, llegaban al
lugar y compraban a precio de un centavo por platillo.
Memo, siempre más hábil para subir a las copas y ramas de
los frutales, lograba mayor dinero que su hermano mayor, mientras el tercero,
el pequeñín travieso, Enrique (en adelante, Quique), se contentaba con recoger
las frutillas que caían y, así, también completaba su parte, ya sea para comer
o para vender; nunca a los tres les faltaban sus centavos para la alcancía,
como también las frecuentes caídas en sus intentos. Su actividad creativa y
productiva nunca había tenido un no de sus padres, Enrique y Carmelita, quienes
jamás descuidaron, a través de todo, sus travesuras y sus invenciones o
descubrimientos, la formación digna de sus hijos.
A cualquier hora, cuando su voluntad variable de niños
los impulsara, recreaban múltiples juegos. ¡Cuántas veces, elaborando carritos
de ladrillo y haciendo de los andenes carreteras, recorrían con ellos,
alrededor de la Estancia, imaginando viajes por su mundo conocido!
Las varadas, los arreglos de sus vehículos, nunca
faltaron en su imaginación creadora. Quique, contando apenas con dos añitos,
era el ayudante, sujeto a las órdenes de los dos mayores que, para entonces,
contaban con cinco y seis años y medio, respectivamente, o los tres quizá menos
o más.
El Sultán, la Diana, el Cóndor y en raras ocasiones el
Káiser, todos perros guardianes de la finca, fueron, también, objetos de sus
juegos: los cargaban con pequeños ladrillos, como lo observaban en las cargas
de los animales de tal uso, fueran bueyes o caballos. Hacían pequeñas albardas,
carga-lazos, cinchas y demás partes del oficio, que los mayores cotidianamente
realizaban.
El Káiser casi nunca se prestó para esto; no obstante su
mansedumbre, en el medio interno de los predios, gruñía amenazante cuando lo
trataban igual que a los otros y los niños, temerosos, habían aprendido a
respetar su forma de ser; el Káiser siempre fue el jefe de la manada.
Su juego continuaba hasta cuando los perros se cansaban y
se negaban a su labor inaudita, o cuando los pequeños, variables en sus
conductas, descubrían otras formas de vivir intensamente estas hermosas edades
del género humano.
Otros tantos días afloraban en sus mentes diversas formas
de entretenimiento. Heriberto, con enorme tendencia de constructor, iniciaba su
labor primero con ladrillos rectangulares pequeñitos que, al igual que los
grandes, también se quemaban en el horno de la casa y construía casitas
techadas de paja, tal cual lo había observado en las pocas casas campesinas del
Valle; después, con paredes de bahareque, debidamente preparado el material con
barro, tamo y trocitos pequeños o astillas, sobrantes que rebuscaba de lo que
quedaba de las labores del día. El barro pisado, con caballos o a pie, por los
trabajadores, le insinuaban que también podía hacerlo con las manos. Así, sus
casitas eran verdadera arquitectura a pequeña escala. Poco a poco perfeccionaba
su labor, hasta cuando supo llegar a su mejor estilo constructor con adobes,
producidos en pequeñas formaletas que, su tierno y amoroso padre, había
prefabricado para que su hijo cumpliera su cometido. De esta manera, elaboraba
los adobes y conseguía realizar su mejor obra, con varios dormitorios, un
zaguán y un techo de tejas pequeñitas.
Memo, por otro lado, amante de las armas, se empeñaba
siempre en la elaboración de pistolas de madera, con cañón, a partir de las
cápsulas sobrantes de la carabina de papá, que rellenaba de munición con
pequeñas pepas de achira, muy fuertes para tal fin y, amarrado con un resorte a
un clavo torcido que hacía las veces, con la cabeza, de disparador, que
golpeaba un fósforo, utilizado como fulminante.
Con ellas disparaba a la perfección y denotaba, desde
entonces, su afinidad con las armas; de no estar en esto, retornaba a sus
hermanos, a los árboles de capulí, ya que la clientela de niños campesinos era
frecuente y él era el mejor vendedor.
Quique se dedicaba, también, a la recolección de los
huevos de las gallinas ponedoras, que había en gran cantidad, pero un día tuvo
mala suerte, pues un gallo, aunque runa, bravo, por defender a sus féminas, le
saltó con sus espuelas a la cara y lo hirió, no tan levemente; entonces, su
padre, dolorido con esto, aprisionó al gallo, le retorció el pescuezo y allá
fue, de inmediato, a la olla.
En la Estancia había unos caballos: el Centenario era un
caballo fino, regalo del abuelo a su hijo Enrique; el Retinto, también fino; el
Bayo, de carga y de montura, y la yegua, bien enrazada, conformaban los equinos
más útiles de la finca paraíso; los demás se destinaban, junto con los bueyes,
a la carga.
En sus salidas a la ciudad, don Enrique, muy bien aperado
de zamarros, fusta y ruana, gozaba con
el trote de su caballo Centenario que, junto a los árboles frondosos y las
múltiples plantas florecidas de sus ilusiones, forjaban más su voluntad de
lucha, y cantaba, a menudo, canciones de esperanza, plenas de vida por lograr.
Heriberto, entre todos, era el más amante de los
caballos; constantemente atravesaba con ellos por distintos lugares, hasta tal
punto que un día, a pelo, montó a la yegua y, con una gran carrera, desde el
potrero de los equinos llegó hasta la entrada de la casa, en la que había un
árbol espléndido de nogal con amplias ramas, saltó de la yegua y se lanzó sobre
la más fuerte y larga, la tomó con gran habilidad y dejó que el animal llegara
hasta el patio de entrada.
Las expresadas y otras travesuras más constituyen el
origen de la virilidad y de la complejidad de la personalidad de una familia,
por cierto, siempre unida en el contexto de la virtualidad humana.
El momento del ordeño de las vacas era, a la vez, de
contenido novelesco. La Pintura, regalo de su abuelo a Heriberto; la
Golondrina, quizá la más mansa, montada a menudo por los muchachos; la Mulata,
tal vez la que más leche daba, conformaban las preferidas de este ganado. A la
Mulata la escogían para tomar leche casi de su misma ubre. Enrique y Carmelita,
primordialmente, la ordeñaban, y de su leche todos tomaban su espuma, en hojas
de chilca, o de la planta a la que, en otros lugares, le dicen nacedero.
Siempre la leche, determinada para el consumo, era la de
esta vaca; la que las demás producían y, ordeñadas por los vaqueros, se vendía
por pedidos a los citadinos y a los vecinos que la necesitaran diariamente y la
transportaban en las cantinas necesarias para el caso.
A todos los terneros se los dejaba, con sus madres, en el
potrero, hasta las cuatro de la tarde, para que continuasen con la succión de
la leche que aún quedaba en las ubres; a esta hora, el vaquero tenía que
achicarlos y ubicarlos en un corral apropiado, llamado chiquero, hasta la
mañana siguiente, a la hora del ordeño. No faltaban vacas a las que, por su
enorme producción, las ordeñaban hasta dos veces por día.
A Heriberto le gustaba molestar a los terneritos, les
tocaba la cabeza, dizque para volverlos bravos y posteriormente torearlos con
una chalina roja de Beatriz, la esposa de Pacho Cuchala, el vaquero de ese
entonces.
Cuando ya eran casi becerros, pero aún amamantados, uno
de ellos, a la hora del ordeño, le propinó un fuerte golpe en la cara a Don
Enrique, lo que le causó una pequeña herida en la cara; como era de esperar,
Heriberto recibió un estricto llamado de atención por parte de su padre, pero,
desobedeciendo las justas advertencias de sus mayores, continuó en su empeño de
torear a los animalitos y trataba de hacerlo lo mejor que podía, sin embargo
llegó el momento en que, después de realizar varios pases, bien hechos, se vio
vencido por el becerro y corrió, lo mejor que pudo, para librarse del ataque;
casi alcanzado, saltó al otro lado del potrero, por encima de la primera zanja
que vio, bastante ancha y jamás supo cómo pudo hacerlo; luego, varias veces lo
intentó, ya sin la persecución, y nunca lo logró; el miedo, solo el miedo de
que lo corneara y golpeara el becerro había logrado lo que para su yo cotidiano
resultaba imposible.
Después de la faena, todos regresaban a la casa, a la
hora del desayuno, y su madre se ocupaba de tener a sus hijos siempre bien
alimentados, para lo que les daba leche, huevos y tantos otros alimentos,
producidos en ese paraíso; luego, en este lugar, rodeado no solamente por los
árboles de capulí, que eran varios, productivos y decorativos, para familiares,
ajenos y residentes, sino, también, de tomate, de chilacuán variado, denominado
en otros lugares papayero; los morales, los motilones, los mortiños, los
eucaliptos, los arrayanes y los lulitos, amén de innumerables plantas exóticas,
rosas, claveles, helechos, alelíes, cartuchos, margaritas; peces barbudos en la
quebrada, que corría por los linderos vecinales y en la que, a menudo,
pescaban.
Había una cuadra completa de sembrado de cebollas de alta
calidad; otras de rábanos, nabos y repollo, arveja, fríjol, poroto, acelga,
coliflor, ollucos, habas y otras tantas plantas, propias de tierra fría,
cultivadas con amor y entrega.
Hectáreas enteras de cultivo de papa, de maíz, de trigo,
de cebada; también había variadas plantas de hoja de achira, para los tamales;
plantas medicinales, como la hierbabuena, el poleo, la albahaca, la manzanilla,
el cedrón, el toronjil; de plantas condimentarias, como el ají, el perejil, el
cilantro; en fin, se podría hacer una casi inacabable relación.
Habría de suceder otras tantas acciones que, previstas o
no, eran connaturales con el espacio florido y variable, en el contexto de la
hermosa campiña, en la que moraban unos campesinos conscientes de su propia
índole, plena de encantos floridos y de costumbres heredadas de sus
antecesores, jamás ajenos a la belleza de los campos, al verdor de sus
praderas, de los sueños consecuentes con sus vivencias, sin confines del
horizonte lejano y presente, en estas instancias de perenne permanencia.
II
No siempre la tierra, de excelente capacidad productiva,
era ajena a los cambios climáticos y a las leyendas, agüeros y rumores que los
moradores de la región y los ancestros familiares hubieran referido.
En tantas ocasiones, en tiempo de verano, era necesario
regar con suficiente agua, por ejemplo, la papa, más delicada en su cultivo.
Jamás podría negarse la presencia de la acción humana, integrada a las bellezas
de la campiña campesina.
Por las noches, en esta época, Miguel, el mayordomo,
Pacho y su familia y los dueños de casa, papá, mamá y sus dos hijos mayores,
auxiliados por regaderas incipientes, por otro tipo de vasijas, todas en ese
tiempo anacrónicas, regaban con suficiente agua, guacho por guacho, hasta una
hectárea de cultivo de papa. Este aparente sacrificio jamás fue en vano,
porque, a más de hacerlo con humor, a Don Enrique no le faltaban momentos para
hacer el chiste gracioso, apropiado a la acción que desarrollaban; muchas veces
se hizo esto hasta tarde, en horas de la noche.
Llegado que había el día de la recolección, de la
cosecha, había para todos. Los cosechadores, que frecuentemente eran mujeres,
recogían hasta dos canastadas del producto, por mata; algunas de ellas, con sus
guagüitas, con la chalina, terciados a la espalda. Los hombres se encargaban de
llenar los costales de cabuya y calculaban que fueran de sesenta kilos, los que
se pesarían luego en la balanza. En esta labor participaban todos los lugareños
del Valle de Botana, quienes requirieran de alguna forma de trabajo para su
subsistencia y la familia entera encargada del chacualeo.
Evidentemente quienes chacualeaban, detrás de las
recogedoras, conseguían incluso bultos completos de los sobrantes; no era
necesario dudar de ellos, pues se trataba de gente conocida, que tenía en alto
aprecio al niño Enriquito, como lo llamaban, a su patrón, en la región; lo
hacían con plena honradez, además del cuidado que se les tenía. Esta labor se
daba comienzo a las siete de la mañana y se terminaba, si se alcanzaba, a las
cuatro de la tarde; mientras tanto, las hornillas y las tulpas de leña ardían,
para cocinar la papa que, como de costumbre, de vieja data, era, en el
entredía, la merienda de la peonada. Las encargadas de la cocina no solo
preparaban la papa, sino el ají, bien cargado, y el café negro, para el evento
intermedio, en el que surgían el chiste, el juego y las chanzas, en la tertulia
de todas las trabajadoras y trabajadores, unidos en la cosecha, sin que, en
ningún momento, mediara el disgusto o la ofensa. Se trataba de una vieja
costumbre, que todos acogían con alegría y era, más que un trabajo, un goce
campesino, de la alegre campiña que, con un cielo despejado, invitaba siempre
al amor.
Una vez llegaban las bateas, varias bateas llenas de
papa, hacían un círculo para dar inicio a la merienda; con satisfacción,
agarraban su papa, con harto ají y con café y gozaban a plenitud del momento de
jolgorio fortalecedor y del merecido descanso de austeridad del campesino.
Con la tarde, terminada la laboriosa tarea, con el ocaso,
el pequeño tumulto de labriegos se retiraba a sus cercanos hogares y llevaba
consigo el fruto de su chacualeo y unas pocas papas, que no alcanzaron a comer,
amén de su canastada de papa, ración diaria de su trabajo, jamás sin el deseo
de vivir, por una eternidad, el placer de su laborioso y de antaño accionar de
sus ancestros.
Era tan peculiar y tan propicia esta actividad que, de
existir todavía, habría que documentarla; constituye momentos que se deben
guardar en la Historia, con satisfacción y reconocimiento de lo valioso del ser
humano, ajeno, entonces, a la maldad que hoy se despliega. La, por ellos
considerada, vida de esperanza y de pleno amor, se revelaba en la grandiosidad
de la naturaleza que los cobijaba, con sus árboles, con sus variadas plantas,
que simbolizaban la continuidad infinita del ser. En una de las cosechas, de
aquellas que se tuvieron que regar en la noche, se obtuvo un resultado quizá
inesperadamente abundante; en muy cerca de una hectárea de terreno, se
recogieron trescientos bultos de papa, de 60 kilos; y es más, papa que, por su
calidad y tamaño, se llevó a concurso, entre los paperos de la ciudad, para
resultar la ganadora. Aún los terrenos de Botana, y específicamente los de la
Estancia de los capulíes, continúan su enorme productividad y, hoy en día, se
utilizan allí solo abonos orgánicos.
Todas las mañanas, los perros guardianes esperaban, en la
puerta de la habitación principal del hogar, su ración de cada día, que
complementaría su alimento, más tarde, al
iniciar la preparación de los quesos con cuajo, para resultar de esta
actividad un delicioso suero azulado que, en vasijas distintas, tomarían, con
apetitoso empeño para mantenerse fuertes y alentados.
También, muy temprano se traía a casa el alimento de
tantos cuyes criados en la troje; su alboroto, al sentir el sonido de las
hierbas, era una verdadera función, propia de otro espacio de la imaginación;
desde todos los rincones de su ámbito, salían para el consumo de una variedad
de alimentos: pasto alto, lengua de vaca, kikuyo, cáscara de papa y de plátano
y demás sobrantes alimenticios del diario, todos para una excelente manutención
y bocado.
Así, siempre estaban gordos y a punto para que los
pelaran, lo que se hacía con frecuencia, cada vez que un familiar o algunos
amigos o allegados visitaban el hogar; a menudo se festejaba, con algarabía,
cuando alguien de las familias invitadas tenía un miembro que cumplía años o
simplemente en los onomásticos; a estos animalitos se los asaba en tulpas, a
propósito alistadas en el patio principal de la casona.
Para tal evento, se prefería a las hembras ya no
productivas o a algunos caris o machos, suficientemente robustos y sanos; al
calor de la leña, ensartados por la boca y a través de todo el cuerpo, se los
pinchaba, de continuo, con trinches y se los rociaba con una cebolla, rajada en
la punta, como brocha especial, untada de un compuesto de cebolla, sal, ajo,
algo de picante y achiote.
Se les hacía dar vueltas sobre el fogón, hasta cuando
estuvieran sus cueros muy bien tostados; al servirlos, se los acompañaba con
papas cocidas, buen ají de huevo y cebolla y algo de licor, para complementar
el ritual que se llevaba a cabo en la comida; en realidad, era una gran fiesta
del cuy, de la que todos quedaban muy satisfechos.
Asimismo, se cosechaban los maizales tiernos, esto es,
como choclos, o se dejaban madurar, para varias funciones; de los choclos,
granos molidos en piedra de moler o en molinos rudimentarios, se preparaban,
con queso, envuelta su masa en hojas de los mismos frutos, los conocidos
envueltos de Botana, muy apetecidos por las familias y los amigos de casa; la
tusa, que quedaba del desgrane, se utilizaba para alimento de los marranos,
animales por excelencia omnívoros.
El maíz, propiamente dicho, después de un largo proceso
de secado, se vendía encostalado, siempre preferido por la clientela, en el
mercado de la ciudad; bien fuera morocho o capia, lo apreciaban una enormidad.
Desgranado en casa o quebrado, servía, respectivamente, para preparar el mote
de sopas de sal o de dulce, con leche, o la mazamorra, igualmente llamada
morocho, con panela y también leche, apetecida en todo tiempo y lugar.
Alrededor de las múltiples actividades de la finca,
Heriberto, Memo y el pequeño Quique no descansaban de sus juegos y tampoco de
sus cosechas, ya fueran de moras de Castilla, mora común, lulitos y toda clase
de frutillas, abundantes en el sector, advertidos de nunca tocar la huamuca,
por ser venenosa. Pese a las embarradas en las acequias o en la quebrada en
procura de barbudos, no olvidaban la recolección de sus preferidos, los
capulíes; aquí viene al recuerdo la frase de alguno de los lugareños, quien, al
buscar frutillas, le preguntaban qué hacía y él respondía: “aquí, comiendo
lulitos”.
Al final de la jornada, los padres los acostaban, después
de una buena sacudida de sus cuerpitos, para que no ensuciasen las sábanas,
pero los tres esperaban una buena bañada al siguiente día; en efecto, después
de las primeras obligaciones cotidianas, mamá y papá procedían, en el potrero,
al baño en agua fría de sus críos, con la convicción de que eso les fortificaba
los nervios y los hacía más activos. Una vez, completamente desnudos, o
pilingos, al decir de los lugareños, listos para el baño, emprendían la carrera
para no dejarse alcanzar por el papá y quien le ayudaba, lo que figuraba un
gracioso accionar de fábula, con la gritería y el balido de los animales,
porque, entre ellos, sin ningún temor, se escondían; al meterse entre los
chiqueros de los terneros, estaban más sucios aún que el día anterior; menos
mal que esto, y en este clima, no era de todos los días, una vieja costumbre de
entonces. Una vez atrapados, y lanzando chillidos, recibían el baño del caso;
después, envueltos en toallas y amorosamente consentidos, los vestían con sus
ropas de diario y, con afán, continuaban, muy alegres, sus juegos de diario y
su venta de capulíes. Libre ya de esta primaria labor, el ama de hogar,
Carmelita, se dedicaba a sus cultivos preferidos: recorría corral por corral,
para alimentar a sus aves con maíz y otros desperdicios; el corral del
gallinero tenía más de ciento cincuenta, entre unos pocos gallos y gran
cantidad de gallinas, unas ponedoras, otras que abarcaban sus polluelos, y
algunas ya culecas, en espera de abarcar; la labor nunca era fácil, porque
todos se apresuraban, para tratar de comer primero.
Junto a Quique, recogía los huevos de la mañana, para
llenar recipientes completos, para la venta o para regalar a la familia, sin
que jamás se agotaran; había tantos, que muchos se podrían. Continuaba con el
corral de los chumbos, donde hacía labor igual; luego, a la cocha de los patos
y de sus crías, que nadaban felizmente y en espera de su dueña. Esta
cotidianidad era hermosa y trascendía todo tipo de espacios de incalculable
belleza; jamás faltaron alrededor de 50 chumbos y unos 40 patos.
Por otra parte, después de dejar el cultivo de la tierra,
de abandonar los arados, el patroncito se dedicaba a alimentar a los cerdos y
las ovejas de reconocida raza, apetecidos por los moradores del vecindario y
los foráneos que visitaban la finca, para la realización de distintos negocios,
susceptibles de efectuarse, en todos los aspectos de la productividad, porque
es claro que todo no era para el consumo interno, sino de la ciudad y de los
alrededores de la región y siempre hubo el cuidado específico de aquellos
animales, dispuestos para padrones de cría, para que mejorasen las razas
criollas.
En este transcurrir quizás monótono, rutinario a veces,
no habían faltado algunas dificultades, que hicieron que desmejorara la
felicidad del hogar. En cierta ocasión, Quique, el más travieso, el perseguidor
de las gallinas, en busca de los nidos, de donde salían cacareando las aves
ponedoras, signo inequívoco de que habían puesto un huevo, corrió hacia allí,
lo tomó y se lo llevó a la mamá, hasta la cocina, pero allí solo se hallaba
Carmelita, quien se encontraba en la cocina, en cumplimiento de sus labores culinarias,
ayudada por una de sus empleadas, María, con tan mala suerte que el niño, luego
de deshacerse del huevo, curioso, volteó, sin quererlo, una olla con agua
hirviendo, dispuesta para cernir el café y la regó sobre su cuerpecito, por lo
que se quemó desde el cuello hacia abajo.
La conmoción por tan imprevista circunstancia fue enorme;
todos los presentes, sin demora, juntaron hojas de lengua de vaca y, luego de
desnudarlo, lo cubrieron con ellas totalmente, pues, por tradición, sabían que
las hojas frescas de esta planta amainarían el dolor producido por las
quemaduras y evitarían, en gran medida, que las partes ofendidas se ampollasen
más de lo que ya estaban. Así pareció ser y, tras estos primeros auxilios que
le prestaron, se renovó la calma. Aquel día, Enrique, su padre, había salido a
caballo hasta la ciudad para la realización de sus negocios de costumbre y, una
vez concluidos, decidió el regreso a casa, sin tener la menor idea sobre este
doloroso accidente que allí se había producido; al llegar a su hogar y notar la
inquietud en el ambiente, pero sin oír aún de qué se trataba, porque siempre
había tenido algo de sordera, lo primero que pensó fue que algo había ocurrido
en el aljibe. De todos modos, este evidenciaba peligro, ya que no se habían tomado
las precauciones requeridas para evitarlo, por ejemplo, al rodearlo de rejas,
las que solo los mayores pudieran abrir, para la toma del agua de consumo
diario.
Sin que mediase nada ni nadie, porque era inevitable, en
un impulso irreflexivo, se introdujo en él, bajó por las pequeñas gradas de las
paredes, algo irregulares, esto es, unas más anchas que otras, que él mismo
había construido; en ningún momento pensó en el peligro que esto significaba y,
en razón de su sordera, en ningún caso atendió la gritería de los que vieron lo
que iba a hacer, pues tenía la certeza de que el niño más pequeño había caído
allí y su recia voluntad y esperanza lo había impulsado al sitio para sacarlo
vivo. Nunca recordó que, en una finca cercana, otros dos labriegos habían perecido
en el intento del uno por sacar al otro; allí los dos murieron, no ahogados,
sino asfixiados por los gases que muchos aljibes producen.
Denotadamente exhausto y algo desesperado, después de
algún tiempo, con gran dificultad, salió a la superficie y, al fin, cuando pudo
ver al niño, envuelto en las hojas y, también, en una sábana, recuperó en algo
su calma y, en el mismo caballo en el que había llegado, tomó a Kike y partió
con prontitud rumbo a un hospital de la ciudad, en el que lo atendieron de inmediato
y procedieron a realizarle las curaciones del caso y a la formulación de las
medicinas pertinentes.
Toda la región se enteró del accidente y, en ascuas,
durante algunos días sus pobladores esperaron el regreso del Patrón, con el
niño Quique debidamente curado, pues los médicos, a excepción de las
quemaduras, no habían observado que se hubiesen interesado otros órganos
vitales. Por fortuna, el restablecimiento no fue muy largo y Quique volvió
prontamente a todos sus juegos, a veces repetitivos, pero que satisfacían sus
infantiles propósitos. Desde entonces, y hasta su prematura muerte, a Quique lo
apodaron «el negro», que fue el amor de todos, tanto de familiares, como de
amigos y ajenos, que lo conocieron. Ahora vive excepcionalmente para todos, los
familiares y los amigos, a través de los recuerdos de sus acciones.
Así, con la pronta recuperación de «el negro», la vida
continuó en la campiña y nuevamente todas y todos retornaron a sus labores, en
variadas ocasiones continuadas, más, a veces, onerosas, aunque en ocasiones de
digna remuneración pecuniaria luego de su esperado desarrollo.
III
Los principales bueyes de trabajo, el Galeras, el Chivo y
el toro Dictador, eran constantemente, entre los novillos y novillonas del
ganado vacuno, los mejores servidores de carga para los productos de la
campiña, requeridos para el transporte de papa, maíz, trigo, cebada, cebolla,
entre unos lugares y otros.
Cuando se trataba de traer a Botana, desde Juandayán,
desde El Campanero o desde otros lugares más lejanos, llamados, por el abuelo,
en sus épocas de conquista, Gramalote o Casanare, tierras montañosas, frías y
de difícil acceso, por su irregular geografía, estos tres vacunos eran los
preferidos para la cargas de papa, de un peso de 60 kilos cada bulto. En una de
las ocasiones del transporte de este producto, desde Juandayán hasta la
Estancia, se dio un suceso digno de mencionar, referente al imaginario
campesino y, de seguro, que don Enrique observó, como también lo hicieron su
hijo Heriberto y Carlos, el arriero de turno. Una vez preparados los bueyes y
el toro, con sus respectivas albardas, sostenidas en sus cuerpos por la cincha,
la retranca, el carga lazo, el tiro de cabuya retorcida o lazo amarrado a la
argolla en el hocico, denominada nariguera, y otros aperos, subieron por el
empinado camino real, de tierra amarilla y resbaladiza, hasta el lugar de
recolección de la papa, ya fuese chaucha o guata.
Al salir muy temprano de la hacienda, de regreso,
debidamente cargados los bueyes y acompañados, también, por el Káiser, quizá el
perro más fiel y de compañía, se emprendió el descenso; en la parte alta, desde
donde ya se veía Botana, esto es, al bajar, un trueno, y en seguida un rayo,
asustaron gravemente a los bueyes; Carlos, en quien confiaban plenamente, desapareció
igual que el rayo, pese a la luz que iluminó el camino; solo era posible
observar los bultos, unos desbaratados, y las papas regadas, pero por ninguna
parte se veía ni a los animales ni al arriero.
Don Enrique, que jamás tuvo miedo de nada, amén de que
conocía los imaginarios territoriales de los campesinos y de muchos citadinos,
se dispuso, de inmediato, en medio ya de la oscuridad, a la búsqueda de todo;
su hijo Heriberto, con mayor razón, en estas circunstancias, no objetó sus
órdenes y esperó, en el lugar que le asignó, sentado en un borde del camino, al
lado de algunos bultos. Pronto, muy pronto, su padre estuvo de regreso, casi
halando de las orejas a Carlos y tirando de los tres vacunos.
— Patroncito, — decía el arriero —, estas son cosas del
otro mundo; ¿no oyó cómo mugían los bueyes y echaban espuma por las bocas y
narices? — El patrón no le dio importancia alguna a esto, ya sea porque no oía
o porque no creía; sin embargo, Heriberto se percató levemente de lo dicho por
el arriero. El caso fue que tuvieron que recoger la papa regada; arreglar, con
aguja arriera, los costales rotos; llenarlos, juntar los caídos y volver a
cargar las bestias, para continuar el camino y llegar sanos y salvos a la
hacienda. Como era de esperar, los pormenores de este suceso cundieron entre
todos y produjeron aún más admiración de la existente hacia el valiente patrón.
Siempre comprensivos, papá y mamá hicieron caso de la
susceptibilidad alegórica y de ultratumba del suelo que pisaban. ¿Cómo no, si
al preparar la tierra con los arados, se enterraban y abrían huecos en
cualquiera de los lugares escogidos para los cultivos? Era, entonces, el
momento para dejar a un lado las yuntas y empezar, con picos y palendras, a
cavar con afán, pues se despertaba la expectativa por ir al encuentro de algo
extraño; siempre se pensaba en los infieles o en las huacas, entierros así
llamados, los primeros, por la Curia, de los muertos sepultados sin bautizar;
los segundos, por la posibilidad de las riquezas que allí quizá se contenían.
Por las diferentes hendiduras que aparecían, se cavaba y se encontraba de todo,
pero nada de valor en oro u otro metal precioso; solamente sarcófagos, ollas,
con esqueletos humanos y alrededor pequeñas ollitas, que parecía que hubieran
contenido alimentos para el viaje a la otra vida de los muertos, debidamente
decoradas con esquemas que hacían que pensaran en la Cultura Quillacinga;
fueron muchas, que se guardaban con cuidado en la Estancia, en un lugar
apropiado para ellas.
En otros lugares, se encontraron piedras de moler y
figurillas de piedra, todas muy bien elaboradas y de diferentes estilos; así
mismo, los lugares más hondos de las excavaciones, en forma torneada y con
ilustraciones muy poco visibles; en algunos casos, algunos huesos humanos y, en
otros, una olla sarcófago que contenía un cráneo o calavera que, por mucho
tiempo, se mantuvo encima de una de las tapias del horno. Quizá por el poco
conocimiento sobre el valor cultural de estas piezas de orfebrería indígena,
varias fueron, poco a poco, desapareciendo, tomadas por un familiar cercano al
hogar, a quien llamaban «El ñato», sin que se les prestase la atención
necesaria, que era de esperar. Cuando el patrón decidió arreglar la vivienda
menos antigua de la Estancia, en el patio principal de la casa, en el que se
preparaba material de construcción y estaban, como de costumbre, jugando los
pequeños, uno de ellos, con una peinilla, picó el piso y esta se hundió
increíblemente, pese a la firmeza aparente del terreno; los peones, ante el
grito de Memo, saltaron del tejado para observar el suceso.
Don Enrique, al enterarse, sin pensarlo dos veces, ordenó
la excavación, con la certeza de que, en esta ocasión, sí encontrarían la
huaca, por todos tan anunciada y esperada, en toda la región, pues manifestaban,
incluso, que esta familia era muy adinerada por los entierros que había
encontrado. Era vox populi, también, que allí, de vieja data, había existido un
convento de monjas ricachonas, que algo valioso debieron guardar en las viejas
tapias, de antaño construidas; se pensaba, especialmente, en la de la parte del
sur, que colindaba con las demás propiedades del Valle.
A Pedro Winchín, el patriarca de la zona de Botana, Nabor
Gelpud y otros, de la comunidad, que así lo manifestaban, muy a menudo, dignos de
confianza, por su trascendencia en la comunidad campesina, nunca los
descreyeron o les negaron sus afirmaciones; ellos, por otra parte, constituían
la palabra mayor de los botanas.
Esta certidumbre permitió que, con gran empeño, se
adelantara, con entusiasmo, la excavación; el hueco era cada vez más hondo y la
tierra de sus paredes mostraba colores diferentes, que evidenciaban que se
trataba de un relleno; la orientación los dirigía hacia la troje de la parte
más antigua de la vivienda y, por consiguiente, hacia la tapia trasera del
lugar. Cuando habían alcanzado ya tres metros de profundidad, Doña Carmelita
les gritó que subieran a tomar el café, que ya era hora; hambrientos, como
estaban, salieron con afán, pero uno de ellos, el considerado más ambicioso del
grupo, no lo hizo; de pronto, al estar Carlos dentro del hoyo, se oyó un enorme
estruendo y el grito de los niños, cuya curiosidad en ningún instante los había
alejado del lugar.
— Se tapó el hueco, se tapó Carlos, — gritaban, y todos,
a un tiempo, salieron a auxiliar a su compañero; por fortuna, la tierra estaba
más floja que cuando empezaron a excavar y, con una laboriosidad de desespero,
sacaban tierra a diestro y siniestro, la amontonaban casi sobre la totalidad
del patio, como si fuera más, aparentemente, de la que antes habían retirado.
Con indudable desesperación, uno gritó:
— ¡Lo encontré, lo encontré, aquí está la cabeza! — y,
con prontitud y mucho cuidado, uno lo jalaba, otro hacía a un lado la tierra
que lo cubría, hasta que, por fin, pudieron sacarlo, pero desmayado y sin
respiración, aparentemente muerto.
Don Enrique, con el susto, la preocupación y la rabia que
denotaba su rostro, auxiliado por Doña Carmelita, quien lo tranquilizaba y lo
animaba, empezó su acción de primeros auxilios, le dio aire boca a boca y
presionaba repetidas veces su pecho. Todos los compañeros observaban, muy
afligidos y temerosos, pero con muchas esperanzas, la labor para tratar de
revivir al infortunado. De pronto,
— Patroncito, — dijo uno —, Carlos empieza a respirar, lo
salvó usted; ¡bendito sea Dios! —. Efectivamente, el trabajador dio muestras de
vida; en definitiva, estaba vivo, pero muerto del miedo, del susto y de la
vergüenza; cuando pudo ponerse en pie, todos le gritaban:
— ¡Bruto, animal, cómo se te ocurrió hacer eso! —
Tartamudeando aún, les contestó:
— Agradezcan que no les tocó a todos; si no, ¿quién los
sacaba? Den gracias a Dios que fue de este modo.
Sin meditarlo, Don Enrique ordenó que ya mismo se tapara
el hueco y se pisara fuertemente la tierra removida. Que nunca más, pasara lo
que pasara, dijeran lo que dijeran, volverían, por la ambición, a la búsqueda
de lo que jamás iban a encontrar.
Palabra dicha y acción cumplida; había sucedido
simplemente un hecho más, de otros tantos que iban a acontecer. Nada era
imposible de creer o de negar en este suceder cotidiano de la campiña, de
tantos recuerdos y vivencias. El campesino siempre ha sido la expresión del
sentido, indiscutible en los significantes, del territorio imaginario de los
objetos de la mente creadora.
Desde entonces, desde su vieja historia y entre los
familiares, algunos ya desparecidos, continuaron los rumores sobre la huaca de
la Estancia, pero allí seguía todavía en pie la casa, rodeada de cultivos, de
árboles frutales, de hermosas plantaciones, de jardines y de grandes potreros
de cría de animales. El patrón siempre expresaba:
— Lo que es de Dios para Dios y lo que es del César para
el César. Solo con el trabajo alcanzaremos todo lo que nos sea permitido.
Ciertamente, con los variados productos de la finca había
iniciado la construcción de dos casas en la ciudad y había comprado otro lote
adjunto, al que denominó El Sitio, con el que amplió los potreros para los
ganados; con esta adquisición, tuvo que, también, conseguir más vacunos; en
especial, vacas lecheras.
IV
La bondad de esta familia jamás entró en demérito. A
todos los familiares, de parte y parte, les hacían llegar lo que más podían de
lo producido en este paraíso de fertilidad, de amor y de solidaridad con todos.
Los más pobres de la región sabían perfectamente a quién acudir cuando era
preciso y no hubo un solo día en el que les faltara lo estrictamente necesario.
En la peonada, en las vecindades, si bien ya no circulaban los rumores sobre
las huacas, sobre los infieles, sí se conocía ampliamente el valor de don
Enrique.
Muchas veces, manifestaban ellos:
— Nadie como el patroncito, para todo: si se trata de
cargar un bulto, sea de trigo, de maíz o de papa, a la espalda, él lo hace; nos
da el ejemplo, muchas veces; para cargar un caballo, debidamente enjalmado,
encinchado, con bozal, barbiquejo, grupera y demás aperos, él solo puede
hacerlo, tantas veces que, con el carga lazo en los bultos de 60 kilos cada
uno, los ponía encima del animal, sin dificultad alguna.
Una noche oscura, con su lámpara Petromás, de petróleo o
gasolina, medio de alumbrar todos los hogares en esa época, llegó Santiago
Umanda, muy cariacontecido y triste, acompañado de su perro, por fortuna
conocido de los perros de casa, porque de otra manera lo hubieran matado,
bravos como eran.
— Patroncito, por favor, ayúdenos; el lobo se está
comiendo las ovejitas, no deja ni los cueros; en este momento, está en la finca
de don Floro, rodeado por las vacas y el toro que no lo dejan salir; creo que
es el momento para matarlo y solo usted lo puede hacer, pues nosotros no somos
capaces.
Ni corto ni perezoso para servir al vecindario, tomó su
revólver, Smith & Wesson, 38 largo, de cinco tiros de tambor, y se dirigió,
con Santiago y los seis perros, al lugar. Allí, ciertamente, estaba el animal,
que la comunidad de Botana llamaba lobo, pero en realidad se trataba de un
animal grande y feroz, lleno de rabia, que aumentó notablemente ante la llegada
de sus presuntos captores.
Los perros, dirigidos por el Káiser, en un santiamén
iniciaron el ataque, pese a las dificultades que representaba el ganado, que
estorbaba. Don Enrique esperaba que el lobo se cansara algo con el ataque
furibundo de los perros, pero el animal se mostraba muy fuerte y de cada
manotazo que les lanzaba hacía rodar a aquel que alcanzara. Al observarlo, don
Enrique decidió entrar en medio de la manada y, con el arma en mano, muy ágil,
se ubicó frente al animal, para no herir al ganado ni a los perros, los que, a
sus órdenes, le abrían el espacio requerido. El animal lo atacó de frente y él
le disparó el primer tiro, que hizo rodar al lobo, pero este de un salto atacó,
por segunda vez; otro tiro y nuevamente fue al suelo; los tiros habían sido
efectivos, pero no suficientes; la bestia, mal herida, fue capaz de otro
ataque, al que don Enrique respondió, sin darle tiempo para que volviera a
atacar, con tres tiros certeros que, en definitiva, acabaron con la bestia.
— Gracias, patroncito, — le expresaron los ofendidos y
los curiosos de la peculiar acción desarrollada —. Ahora, los perros ya no
mordían al animal; solamente lo olían con curiosidad, sabedores, sin lugar a
dudas, del peligro que habían corrido y se acercaban a su dueño con gusto, le
lamían las manos, tal vez en señal de agradecimiento; dos o tres habían
resultado levemente heridos y luego todos se echaron en el potrero,
notoriamente cansados; el Káiser casi exhausto.
Santiago le pidió que le regalara el cuero.
— Claro, — le dijo —, es tuyo y es una piel muy bonita —;
para entonces, la luna llena estaba ya en pleno y alumbraba la escena; una vez
que lo pelaron y enterraron en el mismo sitio de la batalla, todos se retiraron
a sus hogares y Santiago cargó con satisfacción el fruto de la inolvidable
faena.
Así como esta, no faltaron otras acciones intranquilizadoras
en la zona, pero que no afectaron de fondo a los miembros de la Estancia, sino
más a la vecindad; en la finca, se presentó uno que otro robo de papa, de
gallinas, pero a los ladrones los encontraron y los sancionaron como se debía.
Con frecuencia, hablaban del “comegente”, que vivió en la
vereda de Botanilla, muy cercana al valle de Botana, a quien se culpaba del
robo del ganado, más aún en la finca colindante, por el sur de la Estancia, que
carecía de cuidadores, a pesar de que en ella pastaban varias reses finas.
Este, tenía por costumbre matar a las reses en el mismo sitio de sus fechorías
y dejaba en el lugar solo las cabezas y se llevaba consigo las pieles y la
carne; sin embargo, nunca lo acusaron, por miedo o por carencia de testimonios,
no obstante que habían oído, de varios de los pobladores, que habían visto
mucha carne, que vendía en su casa.
De los equinos de la finca de don Enrique, estaba el
llamado Centenario, un caballo entero que, por su estado, no se podía tener
quieto en los potreros y al que, para evitar que saliera de su lugar, muchas
veces lo amarraban de alguna parte; no podían hacerlo del bramadero, porque
este era útil solamente para los machos del ganado vacuno. En muchas ocasiones,
el vaquero olvidaba hacerlo y una noche, en su calidad de entero, saltó
alambradas y zanjas, pasó a otros sitios de la vecindad, coceó a otros caballos
y los afectó en su integridad, razón para que se quejaran los dueños ante el
patrón. En consecuencia, no había otra solución que castrarlo; lo hizo
personalmente Don Enrique, quien, como se ha dicho, sabía de todo. El animal no
sufrió en absoluto y, por el contrario, con el cuidado que se le brindaba, cada
día estaba más hermoso, hasta tal punto que ya fue posible jinetearlo con
facilidad.
Al parecer, el caballo tenía enemigos o algún otro entero
entró a la finca y lo atacó en forma horrenda; conocido su estado, Doña
Carmelita decidió matarlo, para que no sufriera; tomó su revólver, le propinó
un tiro con el 38 en la cabeza y ordenó que lo enterraran, para evitar los
gallinazos que son, en abundancia, frecuentes cuando hay olor de mortecina.
V
Don Enrique frecuentemente viajaba a la ciudad, para sus
negocios, la vigilancia de las construcciones que adelantaba o cualquiera otra
cosa que se requería en el hogar; cuando había cosecha de papa, salía para su
venta en el mercado principal. En otras oportunidades, iba al mercado de
ganado, con la intención de hacerse a otras reses; prefería salir como jinete
en su bello caballo el Retinto y acompañado de su más fiel perro, el Káiser.
Cualquier día, de ese entonces, salió al mercado de
ganado, para la compra y venta de algunos animales y una hermosa yegua, todavía
potranca, aún sin amansar, le llamó la atención.
— ¿Cuánto vale la potranca?, — preguntó —.
— Mil pesos, — le respondió el dueño.
— Está muy cara; con ese precio, no la venderá; tiene que
amansarla, domarla, primero; de otro modo, ninguno le ofrecerá precio alguno,
hasta tanto alguien la monte, porque denota mucho brío.
A don Enrique, además de ser buen jinete, le encantaban
los desafíos, y uno de sus conocidos le dijo:
— Patroncito, ¿por qué no la monta usted?
Otro señaló:
— Él no es capaz. — La situación se había tornado algo
tensa; entonces, don Enrique, muy deseoso de hacerlo, dijo:
— ¿Que no puedo? ¿Cuánto quieren apostar a que sí lo
hago?
— ¡Vale, Don Enrique!, — le contestó uno —; yo apuesto
cien pesos a que no lo hace.
— Apostados, — contestó y, seguidamente, prepararon la
potranca para la peligrosa monta.
En un dos por tres, en un ¡juás!, el patrón saltó encima
de la potranca; el equino corcoveó todo lo que pudo, para tratar de desmontar
al jinete, que se agarraba lo mejor que podía y resistió todos los intentos de
corcoveo de la potranca, que empezaba a dar muestras cansancio y a corcovear
menos. Al final, dominada por el chalán, desconocido como tal, poco a poco
empezó a aceptar que la dominara. Luego, los apostadores de Don Enrique y otros
gritaron vivas al jinete, muy entusiasmados por la faena vivida, otra de tantas
del fortuito amansador. Los aplausos eran fuertes y sonoros y la felicidad del
patrón muy evidente con su triunfo. El dueño de la potranca se le acercó para
darle un fuerte estrechón de manos, con expresiones de admiración. El
apostador, también, se le acercó para pagarle los cien pesos de la apuesta y
los curiosos y asistentes a la singular demostración gritaban: “¡Viva, don
Enrique!”
Así se dio otro de sus hechos y pronto se apresuró a
regresar a su hogar; montó su caballo y, seguido por el Káiser, vía camino de
herradura, llegó a la casa con la noticia que compartió con todos, que oían,
muy contentos y, también, lo aplaudieron y lo abrazaron, con gran amor, porque
tanto Doña Carmelita, como sus hijos tenían claro quién era el esposo y el
padre, al que jamás le faltaron al respeto. Ciertamente, su dignidad, su moral,
su ética, sus valores, jamás se pusieron en tela de juicio; aún sus
descendientes lo recuerdan como el mejor padre habido y nunca olvidado. Como en
toda campiña, en la que los pobladores guardan cierta afinidad, hasta para el
chisme, la noticia del hecho se hizo general, se hizo público y, en varias ocasiones,
le llevaban caballos o potros cerriles, para que los amansara, los domase y los
sacara de paso, de buen caminar, al estilo de los caballos finos, de los
caballos de silla, de casta, a lo que nunca se negó y, desde entonces, de
alguna manera, se convirtió en el domador de confianza de la vecindad. No era
algo nuevo en él porque, cuando se trataba de domar becerros, de castrar toros
o caballos y de amansarlos, para el servicio de carga, o de trasquilar ovejas,
de diaria utilidad en los terrenos de la finca, con frecuencia lo había hecho
sin que jamás se equivocara; igual procedía con los cerdos de engorde, que
negociaba por lo común en la población más cercana o en el mismo lugar de las
marraneras.
Los pequeños de este hogar sin igual fueron testigos de
tantas faenas, que no ofendieron, en lo más mínimo, su inocencia de niños; es
más, con la dirección y orientación sana de sus padres, su curiosidad
constituía el pilar fundamental para la formación crítica y creativa de su
cotidianidad transformadora, que se evidenciaba, permanentemente, en sus
juegos, sin que tuvieran que exigir de sus padres juguetes diferentes a los que
la naturaleza misma de la campiña les deparara y descubrir, por lo tanto, su
mundo cambiante. No obstante, su padre, cuando regresaba de la ciudad, les
traía otro tipo de juguetes, que despertaran más su inventiva, y el “no dañes,
o eso no debes hacer” era ajeno a las palabras de orientación que los padres
utilizaban, convencidos, perfectamente, de su buen actuar formativo, desde muy
temprana edad. Las fiestas de Navidad, de Año Nuevo, de cumpleaños o de simples
onomásticos eran, quizá, demasiado sencillas; jamás se dieron a la ostentación,
aunque, con frecuencia, los abuelos, además de sus visitas, les obsequiaban
bonitas prendas de vestir.
Don Manuel, por ejemplo, el abuelo por parte de madre,
convivió con la familia, en muchas oportunidades, mostrando su amor, su
consentimiento, hasta tal punto que, cuando era un bebé, arrullaba en sus
brazos, cubierto con su ruana, a Quique, el más pequeño del hogar. Ni su yerno,
ni su hija objetaron la voluntad del patriarca, con la convicción de que lo
hacía sin perjudicar su desarrollo.
Las salidas a la capital, unas veces a pie, por el camino
de la loma, otras por las trochas, para el acarreo de los alimentos a lomo de
caballos, de mulas o de bueyes de carga, eran la ocasión para captar la
expresión simbólica de la belleza y de la grandeza de la naturaleza, que abarca
con el panorama de floridos caminos y de veras de arboledas de eucaliptos, de
arrayanes, de cipreses y de pinos, que consolidan el pensamiento humano, hacia
la comprensión cósmica del universo.
Pese a haber tanta belleza, la descomposición social, surgida de las
injusticias con los excluidos, con los menos favorecidos, surge en los caminos
de la vida, con los maleantes de todas las épocas de la Historia, ansiosos de
satisfacer sus tendencias delictivas, que aparecen, por sorpresa, en procura de
cumplir con sus supuestas o quizá verdaderas necesidades.
En camino, de regreso a casa, montado en su caballo
Retinto y acompañado de su perro inseparable, después de haber tomado solo un
poco de licor, para que le aminorara el frío de la tarde, don Enrique fue
sorprendido por unos asaltantes, en el camino viejo, quienes, sin que le dieran
tiempo a la defensa y en lucha contra el Káiser, pudieron desmontarlo y robarle
lo poco que en sus bolsillos tenía, para, luego, correr hacia el monte, porque
les fue imposible dominar al caballo y al perro, que no cesaron en su relincho
y su ladrido de defensa.
Golpeado en la cabeza, don Enrique cayó al piso
inhabilitado para retomar las riendas de su corcel, que se desprendían de su
cuello, solo para que el perro las cogiera con la boca y así lo condujera hasta
el hogar; en la penumbra, perro y caballo llegaron a la entrada de la finca,
desde donde ladró el Káiser para avisar de su presencia y en procura, sin duda,
de ayuda. Con prontitud, salió el vaquero, montó en la noble bestia y, al
seguir el instinto animal del perro, llegó en su montura al lugar en el que, presumía,
se hubiera producido un accidente.
Allí, con revólver en mano y sentado al borde del camino,
el airado patrón esperaba que apareciesen de nuevo los ladrones, para vengar su
ataque, pero nunca retornaron y, en cambio, antes de que cantara el gallo,
apareció Pacho a auxiliarlo. Sin dificultad, montó de nuevo en su corcel, subió
al anca a su vaquero y, seguidos por su fiel canino, orientaron la ruta de
regreso, sin calmar todavía su rabia. La bondad de Jesús y de sus singulares
animales le evitó lo que pudo haber tenido un mal fin.
Con expresiones de inquietud y de dolor, su esposa y sus
hijos, todos, con impaciencia, esperaban el retorno y bendijeron y agradecieron
a Jesús, cuando lo vieron que llegaba. Igualmente, don Enrique mostró algunos
signos de alegría y de contento, junto ya a sus seres del alma. Al contar el
suceso y pleno el espíritu de bondad y de satisfacción, cayeron en los brazos
de Morfeo.
VI
Como de costumbre, todos los días, el hogar de la
Estancia se entregaba, con denuedo, a sus labores y siempre prestos a atender a
las visitas, que eran frecuentes, por parte de sus familiares y más cercanos
allegados, a quienes siempre recibieron con enorme satisfacción. Cada ocasión
tenía sentido de enorme trascendencia y fiesta, la que se adelantaba con
excelentes preparativos. Quizá, una de las más entusiastas y alegres se dio
cuando unos familiares de Carmelita visitaron la Estancia, en sus tiempos
mozos.
Daniel, médico homeópata, cuñado del ama de casa, sus
hermanas Tinita, Rosita y Nenita y demás pequeños, quienes los acompañaban,
gozaron de la estadía, al disfrutar de las variedades, tanto alimenticias
especiales, como la carne de cordero, acompañada de papas cocinadas, ají de
maní y huevo y de las frutas y habas crudas que, por insinuación de Daniel,
comieron con pan de sal.
El dueño de casa, como un verdadero veterano tanto del
sacrificio del cordero, como de su preparación, en tulpas de leña, debidamente
organizadas para tal fin, procedía al efecto, con satisfacción de inigualable
anfitrión; acompañado de sus empleados, trasquilaron el animal y procedieron al
sacrificio, como si se tratase de un experimentado matarife de plaza de
matadero, de los existentes en todo lugar; despresaron el animalito y, con la
participación de todos, sobre las llamas de una fogata eficiente, escogieron
presas, auxiliados por utensilios, preparados por Don Enrique para tal fin, y
empezó el jolgorio, pleno de chistes, consejas, chismes, todo en el contexto de
una sana alegría y humor. Así transcurrió el día sin que el tiempo, aparte de
ser soleado, sin nubarrones, esto es, lleno de luz, que incidía en los
espíritus con amor, con felicidad y familiaridad, acelerase su transcurrir.
Presa en mano, con buen apetito, siempre repitiendo, devoraban las deliciosas
carnes; no faltó uno que otro trago de aguardiente, que avivaba más el
entusiasmo, sin que, en ningún momento, se extralimitara su ingestión; todos
los que portaban cámaras fotográficas registraban los distintos momentos del
festejo; no podía ser de otro modo, porque era preciso dejar, para la Historia
de la familia, los testimonios de los eventos felices de su existencia.
Jamás faltaron ocasiones de diversión en la Estancia;
fueron varias, por no decir muchas, en las que no solamente se sacrificaron
corderos, sino cerdos, becerros y cuyes, el plato preferido en estas zonas;
Eugenio, el cuñado preferido de Don Enrique, su hermano menor Campito; Afranio,
su único hijo, acompañaban felices toda actividad festiva que se adelantara en
Botana; con frecuencia se ubicaban en los sembríos de papa, para que los
captaran con la cámara entre tanta belleza campesina.
Campito, muy joven aún, hermano menor de Carmelita,
captaba a sus sobrinos, Heriberto y Memo, en la Corota de La Cocha, la de los
patos, y organizaba los juegos habidos y por haber, tanto para mayores como
para menores; no faltaban el de la gallina ciega, el de la sortija, el de las
escondidas y los que no conocía se los inventaba; de igual modo, varias veces
captó a su cuñado Enrique y a su hermana Carmelita, en medio de los hermosos
papales de la finca.
Afranio era feliz al jinetear los caballos y, pese a su
corta edad, tal vez unos 12 años, no lo hacía mal; un triste recuerdo de esta
acción se finca en la caída desde el caballo bayo, el que nunca dejó de ser
tropezador y pajarero; de pronto, en medio de todos, apareció trastornado, o
haciéndose el loco, porque el célebre caballo lo había desmontado; su padre,
muchas veces incomprensivo con su hijo, le llamó duro la atención, quizá al
olvidar que todo niño es travieso y quiere hacer su voluntad, sin contar con el
peligro.
La mejor distracción de quienes llegaban a Botana era
observar con detenimiento el cultivo del agro, la cría de los vacunos, los
equinos, los perros y demás animales y las actividades que se sucedían de
continuo en la finca. A propósito, para este entonces, se había agregado un
nuevo empleado, Efraín, y un nuevo perro, el Dante, de raza bóxer; los dos
hacían una gran pareja e iban y venían por el campo, para controlar todo lo de
su competencia; infortunadamente, esta raza no es sedentaria, ni muy fiel a sus
dueños; por tal razón, de seguro, un buen día desapareció, para llenar de
tristeza a los niños, quienes insistieron para que consiguieran otro perro;
entonces, apareció el Faquir, de una raza de total fidelidad y compañía, que
vivió por mucho tiempo y sobrevivió a los demás que, poco a poco, ya fuera por
la edad o porque los envenenaron por su bravura, llegaban a su fin.
Las visitas, en esta época y posteriormente, también
fueron frecuentes, por parte de los familiares de don Enrique; nunca faltaron
sus hermanos, cuyas propiedades cubrían todo el valle de Botana y otras en las
montañas ya citadas, pero cultivadas solo las de Juandayán y El Campanero; en
esta última, también tuvo una finca su cuñado, Eugenio, quien, jinete en su
hermoso caballo, el Singo, lo visitaba con frecuencia, para gozar del hermoso
paisaje de campiña que el mundo de la existencia le brindaba a sus atentos
ojos, llenos de satisfacción.
Los terrenos, de aproximadamente 60 hectáreas, de
propiedad de Gerardo y de Enrique, los hermanos, recibidos como herencia de sus
padres, ubicados y llamados, por el abuelo, Gramalote y Casanare, con el
transcurso del tiempo se vendieron a los indígenas, pobladores de la zona, por
«El Curco» Pérez, esposo de una de las primas, propietarias de la finca que
colindaba con la Estancia, por el norte.
Hasta donde se sabe, nunca los dos hermanos iniciaron
ninguna acción de fondo tendiente a su recuperación, por cuanto los sectores
negociados habían pasado ya por varias manos de los nuevos propietarios. En fin
de cuentas, podría pensarse que estas propiedades retornaron a las manos de
sus, antaño, dueños, los indígenas. Pese a todo, el sentir de la felicidad
compartida por parte de la familia, tanto de Enrique como de Carmelita, siempre
fue una presencia material y espiritual en la Estancia, cuya existencia se da
alrededor de 100 años atrás, contados a partir de la época de esta narración y,
es más: contaban los abuelos que, desde sus orígenes, nunca dejó de ser la casa
madre, lugar de esparcimiento, de recreación, de unidad, amén de la variada
producción de clima frío.
La mamá, Raquelita, como siempre llamaron sus
descendientes a la abuelita, madre de Don Enrique, tanto como de todos,
convivió también en esta época dorada de Botana, contexto de innumerables
actividades en los espacios y tiempos objetivos e imaginarios de los
incontables parientes, muchos de cuyos nombres se escapan al relato, pero que
el lector, con el poder de su fortaleza imaginativa y creadora, va a recrear,
al perfilar en su mente interminables sucesos, factibles de que pudiesen haber
acontecido.
VII
El tiempo ha permitido la continuidad de esta instancia,
pero ahora los niños ya habían crecido y había llegado el momento de dirigirse
a la ciudad, lugar de la formación de los pequeños, y a la espera de otro por
venir, a pesar de que la construcción de la nueva vivienda aún no se había
terminado y, por consiguiente, era preciso arrendar una casa donde vivir la
nueva vida, sin abandonar las estadías de fin de semana o de vacaciones en la
Estancia. Don Manuel, el herrero, les arrendó la vivienda, suficientemente
cómoda, en el Barrio de Santiago, en la que vio la luz el cuarto hijo de
Enrique y Carmelita, al que se bautizó con el nombre de Alfredo.
Las actividades del patroncito, o niño Enriquito, cuya
denominación no quedó atrás en el trato de sus fieles trabajadores, continuaban
en el campo, sin merma de los resultados; a diario, bajaba la yegua cargada de
cantinas de leche y arriada por el nuevo vaquero; de igual manera, y con la
constante actividad, Don Enrique negociaba los productos de la finca en los
mercados. Ahora, el mayordomo, Miguel, había envejecido y perdido relativamente
el oído; a Pacho lo había reemplazado Leonidas en la vaquería y era necesario,
pensaba Don Enrique, poner a prueba su valor y atención en el cuidado de la
Estancia.
Un fin de semana, cuando Alfredo contaba ya con un año de
edad, la familia fue, como de costumbre, a la Estancia, a hacer lo acostumbrado;
el tío Francisco, o Pacho, como toda la familia lo llamaba, dueño de un taxi de
la Flota Galena, era el encargado de los viajes a cualquier parte que fuese
necesario.
La felicidad de los muchachos en el campo renacía y
también su acción acostumbrada en los árboles de capulí, los que, para su
satisfacción, estaban completamente cargados de su fruto preferido; para
entonces, Quique, ahora el tercero de los hermanos, intentaba también treparlos
y, al no lograrlo, maldecía con groserías su incapacidad, que lo limitaba solo
a la recolección de los que caían.
La primera noche, Don Enrique, aproximadamente a las 12,
tomó una pesada barra de construcción y, sin oír las advertencias de Carmelita,
la arrastró ruidosamente alrededor de la casa, repetidamente y tratando de oír
los llamados que, entre el Vaquero y el Mayordomo, de dormitorio a dormitorio,
se hacían. Con la certeza de que se hubieran puesto de acuerdo para salir y ver
qué era lo que pasaba, el patrón se paró dentro de la letrina de atrás y esperó
el paso, por allí, de sus asustados empleados; lo hizo primero Miguel, quien no
se percató de su presencia; luego, Leonidas, mucho más atento y cuidadoso,
tanto que, al observar el bulto escondido en la letrina, alzó la peinilla y
atacó.
Don Enrique no estaba descuidado, sabía qué podía suceder
y, listo al embate de Leonidas, alzó con sus dos manos la barra, sobre su
cabeza, y recibió en ella el peinillazo, a la vez que gritaba:
— Leonidas, soy yo; magnífico, eres valiente; ya no te
volveré a asustar.
— Patroncito, por Dios, casi lo mato; ¡qué susto!
Satisfecha su inquietud, Enrique retornó a su dormitorio
a recobrar fuerzas para las labores del día siguiente y, luego, emprender el
regreso a la ciudad.
La construcción de la vivienda en la ciudad se acercaba a
su terminación y la familia debía iniciar su trasteo, para comenzar un nuevo
estar, sin demérito de otras realizaciones que, en principio, aparecían, en
objetivos y proyectos, como realidades por cumplir, en el contexto de una
continuada felicidad.
Así, llegó el momento de la etapa estudiantil de
Heriberto y de Memo y, con la concepción de que requerían una formación de
excelencia, los matricularon en el que suponían era el mejor colegio. Los dos
hermanos mayores iniciaban así otra etapa de su vida, fortalecida en la
instancia fundamental de la niñez vivida, por fortuna, integralmente. Este
nuevo recorrido por el sendero de la existencia no era nada nuevo; sus
parientes, todos, tenían la certeza de que hacían parte de una sociedad
aristócrata, que les procuraba un status distinguido en la comunidad.
Día a día, los hermanitos se fueron integrando a la
pequeña, entonces, vivencial edad urbana; no fueron pocos los obstáculos que
debieron enfrentar, pero sus padres nunca descuidaron la orientación y la dirección
del camino que tuvieran que recorrer. Sí era preciso asumir, en esta nueva
condición humana, una limitada política de austeridad, sin que esto significase
que los ingresos de Botana hubiesen mermado; todo lo contrario; en la medida en
que los gastos aumentaban, Enrique y Carmelita distribuían mejor su peculio,
extensivo a la totalidad de sus asociados, familiares, empleados y ajenos. De
ahora en adelante, su generosidad habría de limitarse y procurar
permanentemente una mejor producción de sus haberes.
El mundo moderno se mostraba más difícil y, en
consecuencia, cambiante; sus hijos, a diario recibían de sus padres cinco
centavos para el recreo, de los que les correspondían a cada uno dos y un
centavo le regresaban a su mamá. Jamás, obviamente, como resultado de su
formación inicial, faltaron a este compromiso.
Pese al nuevo estado de cosas y, con el objetivo de
mejorar, aún más, su comodidad, Don Enrique adquirió una camioneta de cajón,
marca Mercury 100, último modelo, 1955, con la convicción de que serviría a sus
nuevos intereses de transporte de sus productos y para movilizar a su familia,
los fines de semana, hasta la Estancia.
VIII
Han transcurrido quince años desde el principio de esta
historia en la Estancia de los Capulíes, donde las mejoras eran, por demás,
notorias: el camino de herradura de acceso, a la finca y a las fincas aledañas,
era ahora un carreteable y, por ende, susceptible para que algunos vehículos
motorizados llegaran hasta el mismo patio de la vivienda. Para entonces,
Heriberto y Memo asistían al bachillerato y Quique terminaba la primaria;
Alfredo la iniciaba y otro hermano, nacido en 1953, que aparece en la historia,
con dos años de edad, era Edgar, el pequeñín y el último de los componentes del
hogar. De regreso a casa en la ciudad, los fines de semana, era la admiración
ver al Faquir, que acompañaba, junto a la camioneta, a sus amos hasta la vía
principal; jamás, mientras vivió, dejó de hacerlo.
La camioneta había significado un gran cambio, afortunado
tanto para los paseos, como se ha expresado, como también para dirigirse los
fines de semana hacia Botana y el rendimiento, muchas veces diario, del
transporte al mercado, especialmente de la papa. Aparentemente, si había
progreso en este singular hogar, pero era necesario hacerse a otras formas de
ingreso; para tal finalidad, Don Enrique, asociado con un campesino rico de
Juandayán, decidió comprar una chiva de transporte de pasajeros, marca Ford,
también último modelo, que iban a pagar por cuotas.
Una vez conseguido el conductor, que era muy joven, de la
misma edad de Heriberto, de unos diecisiete años quizá y no suficientemente
hábil para la conducción de una chiva 350, se inició el negocio de transporte
de pasajeros, en el vehículo, que se afilió a Rápido Nacional. Reca, el chofer,
en principio, lo conduce con cuidado, pero era notaria su inestabilidad; se
debe decir que fue, también, el chofer de la camioneta, y Heriberto, quien ya
conducía, tuvo que librarlo de accidentarse en una ocasión, en un paseo a una población
cercana, a Consacá, dada su pequeña estatura, amén de lo ya expresado. Esta
población, traída a colación, significó el lugar adecuado para las familias
que, por temporadas vacacionales, iban a residir allí durante uno o dos meses,
no precisamente cada año, pero sí con alguna frecuencia. Valga, entonces,
señalar que uno de los descendientes, Heriberto, vivió durante seis años
felizmente en ella, con su familia, como se verá posteriormente.
Con la compra de la chiva se presenta el principio del
fin de esta parte de esta narración; daba la impresión de que la suerte de esta
familia hubiera cambiado y coincidía con la época de mayores gastos; pese a
todo, aunque el rendimiento de la explotación del carro no era el esperado,
algo se hacía, como mínimo para pagar las cuotas mensuales de amortización de
la deuda de la compra de la chiva.
Una de las viviendas, la más grande, la arrendaban, al
principio a familiares y posteriormente a familias debidamente acreditadas en
el cumplimiento de sus obligaciones; sin embargo, hubo quien faltara al pago
del canon de arrendamiento, incluso con obstaculización de su desalojo y
desmejora de la casa, lo que trajo, como consecuencia, más gastos para su
mantenimiento.
La situación económica, en definitiva, había cambiado. Reca,
de regreso de un corto viaje, por fortuna con el cupo vacío, solo con la
compañía de Don Enrique, estrelló la chiva y la afectó gravemente, pero sin
consecuencias personales que lamentar. Carmelita, con sus oraciones, pretendía
un cambio y muchas veces se lamentó, para conformarse, al fin, con una frase
acuñada por la costumbre, que dice: “En la viña del Señor, todo es posible”.
Así, llegaron los grados de bachilleres, respectivamente
en 1956 y 1957, de los dos hijos mayores, a quienes festejaron, relativamente
con esfuerzo, pero con la unidad familiar y de amistades, sin contar todavía
con lo que se pudiera venir encima.
Como en toda familia con hijos varones, la ausencia se
hizo presente: Heriberto, el mayor,
alzó vuelo a la capital del país, con la esperanza de conseguir trabajo y
educarse, ya que en su tierra natal esto no era posible; la Universidad local
solamente contaba con programas de Derecho y Agronomía y su espíritu lo habían
golpeado con dureza, con la negativa del ingreso a la Escuela Naval. En cambio,
Memo, el segundo hijo, corrió con mejor suerte al poder calificar como
aspirante a la Fuerza Aérea, desde luego con todos los gastos que esto había
significado; sin lugar a dudas, al parecer se daba el principio de un relativo
progreso en su caminar por el mundo y, con posterioridad, una gran fuerza de
apoyo para sus padres.
Para Enrique y Carmelita, quienes, con sus hijos menores,
vivían en la residencia más pequeña, había llegado el momento de toma de
decisiones que, quizá, nunca afectaron su espiritualidad, su bondad, su don de
señorío, sus valores, pero que, de todos modos, ahora, iba en demérito de sus
haberes. Jamás esto afectó su fuerza moral y ética y las firmes creencias en el
Señor Jesús, pero sí la salud de Don Enrique, que se lastimaba día a día. Hubo,
muy pronto, necesidad de intervenirlo quirúrgicamente de una úlcera, que se le
reventó al llevar, desde la primera planta al segundo piso, dos bultos de papa,
halados con un lazo; por fortuna, salió bien librado de la operación y su
recuperación fue rápida.
Una familia consolidada con principios humanos, contexto
de altruismo, de haberes espirituales, que siempre fue más allá de lo común, no
podía desmayar en la lucha por sacar adelante, primordialmente a los hijos.
Evidencia de este continuar por el sendero luminoso de la esperanza de siempre
era la belleza de su hogar que nunca, en sus años de vida, faltó, en su
limpieza, en el cultivo de bellas plantas floridas, ya sea en lo propio y más,
sin serlo, en lo ajeno, porque era de sus hijos, pero una construcción de su
entereza y voluntad de vida y, ¿por qué no?, de añoranza.
Así, empezaron por vender, por fortuna a buen precio,
difícil de calcular hoy en la escritura, su casa, la más grande y hermosamente
construida, con la tecnología de entonces; afortunados sus nuevos dueños, una
familia de Guaitarilla, los Solarte, quienes brindaron una gran y sincera
amistad a los vendedores, del hogar vecino.
La Estancia, en Botana, iniciaba su detrimento; ya los
perros, a excepción del Faquir, que se alimentaba de lo que pudiera encontrar
en sus alrededores, habían terminado su, entonces feliz, vivir; ya no se veían
los patos, los chumbos, los cerdos, las gallinas, como en otro momento; solo
los árboles de capulí seguían con su historia.
La Mercury 100, modelo 55, tuvo también su fin, a un
precio inferior al de su compra, no obstante la época de valorización de los
vehículos; su costo de compra, devaluado por la necesidad, no fue ya el mismo;
si costara $7.500.oo, se la negociaba por $5.000.oo. Indefendible e indetenible
acontecer histórico de una floreciente sociedad de familia, caída en los
inmedibles e incalculables avatares de la existencia humana, pero al fin
humana.
Si la salud del patroncito decrecía, la vida y la firme
voluntad de vivir continuaba, pero se acrecentaban las necesidades y la venta
de haberes se hacía más urgente; las entidades bancarias oprimían a quienes
hubieran requerido de sus préstamos de capital; se asomaba ya un
neo-liberalismo, destructivo de la sociedad colombiana.
Jamás, Don Enrique pidió misericordia; su personalidad,
su formación de conducta, el orgullo de varón de estirpe, sus orígenes sin
discusión, el apoyo de su digna esposa, fiel compañera de su existencia, amante
perenne de la firmeza de virtualidades, fortaleza de la dignidad, se lo
impedían; sin conocer los tejemanejes de la politiquería dominante, imperaba en
su personalidad el compromiso, el cumplimiento estricto, de cualesquiera que
fueran sus obligaciones. Creyó tanto, que cayó en los esquemas, en los paradigmas
estatales de las oligarquías, de los gobernantes de turno, a tal punto, sin ser
obsesivo, que defendió siempre a su Partido liberal, pero con la convicción de
su máximo líder, Jorge Eliécer Gaitán, y dosificadamente, no creyente en
Iglesias, para su forma de ver, no válidas para la integralidad de su espíritu,
que forjó en el porvenir la ideología de sus descendientes.
La mirada de Dios estaba presente en la fuerza de la
naturaleza que lo rodeaba; en los árboles, primos del hombre, en los de capulí
que construyeron la fuerza de voluntad de sus hijos, allá en la Estancia; jamás
podría olvidarla, porque se aproximaba ya la posibilidad imperiosa de venderla,
de olvidar, quizá para siempre, tanta belleza constituida en el imperio de
felicidad de su familia, la que nunca dejó de amar, con intensidad de dioses,
fortaleza de alma, de vida y de corazón.
Así fue para la historia esta digna familia, plena de
esperanzas; el acontecer de sus acciones consagra la vitalidad indestructible
de sus virtudes y valores; no pudo actuar de otro modo, porque la
responsabilidad de continuidad de sus valores tendría que ser el objetivo precioso
de sus ilusiones.
Con hondo dolor y tristeza, primero vendieron El Sitio,
lugar, en algún momento, de algunas de sus futuras ilusiones; luego tuvieron
que abandonar la continuada vivencia, generación tras generación, de la
Estancia, la de tantas historias, la finca de Botana, que así terminaba, al
fin, con haber estado vinculada a la historia de varias generaciones.
Por último, hasta su última vivienda, la de sus primeras
ilusiones, habría de venderse y comprar, con la humildad de sus valores, una pequeña
casa que consolidaba el fin de las esperanzas, jamás perdidas, de un hombre
que, por último, terminó creyendo hasta en las loterías; el destino lo había
conducido a una vida que quizá nunca hubiera querido vivir, que jamás pudo
dirigir. Jamás se muere, esta es la esperanza vital de la existencia; una nueva
vida lo espera; morir para vivir quizá, es una frase de Santa Teresa de Jesús,
y si creyente fue, va a vivir eternamente sus creencias, modelo de lucha por la
construcción de una familia, fundamentada en los máximos valores del ser
humano.
Hoy, 2013, al mirar hacia Botana, con la ilusión del
reencuentro de su pasado, aparece la Estancia solo como el recuerdo de su
existencia; habría de venderse y solventar los últimos recursos de la
continuidad de una estirpe que jamás le dijo no a la esperanza, a la
continuidad de los valores, a la franqueza indiscutible de su formación. Así
tuvo que ser; como ya se señaló, primero se vendió El Sitio, por veintisiete
mil pesos y, luego Botana, por todos sus dueños en el valle, la Estancia,
Botana, por treinta mil míseros pesos, unos pobres precios, aun en esa
época.
En su nueva vivienda, continuaba aún la esperanza de
lograr una situación mejor, para lo que tuvo que solicitar trabajo en una
empresa cigarrera, de la marca Sucre, trabajo que le permitió, por algún
tiempo, cumplir con obligaciones siempre existentes, pues sus hijos menores
estudiaban y la vida se había tornado cada vez más difícil. En síntesis, don
Enrique, al rememorar el trabajo que había tenido en Piedecuesta, había pasado
de ser patrón a ser, ocasionalmente, un empleado. Carmelita y él, en seguida,
tuvieron que amoldarse a vivir, junto a sus hijos, donde les tocara, y
disimular, muchas veces, algunos ultrajes que tuvieron que asumir con la paciencia
propia de quienes han sufrido el detrimento de sus haberes, pero sin jamás
debilitar su fortaleza moral, su espiritualidad y, en varias ocasiones, sin que
fuera notoria la esperanza fincada en su nostalgia y sus añoranzas.
En Bogotá, después de varios intentos, Heriberto había
conseguido un trabajo y estudiaba; Memo había logrado ya su primer título en la
Fuerza Aérea y lo trasladaron a la capital, lo que hizo que se tomase la
decisión de la venta, también, de la pequeña casita de sus padres y buscar la forma
de llevarlos, con los pequeños, a vivir a la capital del país; así se hizo; se
arrendó una casa y Enrique, Carmelita y sus tres hijos, Quique, Alfredo y Edgar
se trasladaron y llevaron, con sus enseres, los recuerdos gratos de su vida en
el campo y en la provincia.
Quique y Alfredo, infatigables siempre, resultado de la
formación que habían recibido en su niñez, continuaron sus estudios con ahínco,
en procura de un porvenir; luego, estaba el menor, Edgar, que seguía su
ejemplo. Pese a las dificultades que se les habían presentado, ahora su
progreso era evidente y llegaría la hora del grado como bachilleres y su
ingreso a la Universidad.
Mientras tanto, con el dinero sobrante de la venta de la
última casita y, quizá, como cuota inicial, Memo había adquirido otra casa en
Cali, en la que, también, vivirían sus padres por una temporada, dados los
traslados o cambios de trabajo que asumían Heriberto y su hermano, que
determinarían momentos y lugares distintos de residencia de Enrique y
Carmelita.
A la vez, con éxito, Alfredo conseguía continuar sus
estudios en Hamburgo, Alemania, donde formaría su hogar. Quique había conseguido trabajo en Bogotá y
formaría, también, su propio hogar, sin dejar sus estudios, por lo menos, en
principio; Edgar, asimismo, había logrado, como todos, ser profesional y
constituir su hogar, amén de otras actividades educativas en el país y en el
extranjero.
Todos los hijos de Enrique y Carmelita apoyaron con
decisión a sus padres; Alfredo, por ejemplo, llevó a su mamá, por una temporada,
a Alemania; Memo siempre se ocupó de ellos, con denuedo; en el hogar de Quique,
por largo tiempo, vivió Carmelita, donde, muy a menudo, la visitaban sus hijos.
En especial, en el hogar de Heriberto, Enrique vivió por una temporada;
posteriormente, y en su calidad de viuda, Carmelita también lo hizo.
En este ir y venir de esta amorosa y resignada pareja,
padres de hijos responsables y luchadores, por excelencia, es de anotar que
nunca, ni unos ni otros, escatimaron esfuerzos de convivencia, como la verdadera
familia constituida, con esfuerzo y consolidada desde el mismo instante de su
existencia, de preferencia en la Estancia de los Capulíes.
A la edad de sesenta y dos años, don Enrique, con una
afección arterial, dejó de existir, en el Hospital Militar, lo que implicó el
dolor, que es natural, para toda su familia. No es extraño escuchar de sus
nietos que fue “el mejor padre del mundo”. Menos Alfredo, por estar ausente, en
Alemania, todos sus descendientes, hijos y nietos, asistieron a su funeral,
para recordar, junto a él, el caminar por la ruta del supuesto destino. Volvían
a sus mentes las instancias felices vividas en el paraíso construido en la
Estancia, de perennes recuerdos y principio formativo de sus descendientes.
Carmelita, en cambio, alcanzó la edad de ochenta y cinco
años y murió, mientras dormía, de viaje a una consulta médica a Cali, con su
hijo Memo. Ninguno de sus hijos, excepto Alfredo, faltaría a rendirle tributo
en este doloroso suceso; todos se reunieron junto al cadáver de la querida
madre, compañera en múltiples ocasiones de sus vicisitudes y de sus alegrías,
pero el momento de la natural despedida había llegado y era preciso darle el
último adiós hacia la eternidad y conservar su presencia en la memoria.
De nuevo, vivieron la natural tristeza y el dolor de
todos los suyos que se expresó ante su ausencia física, porque, en lo
espiritual, los dos, Enrique y Carmelita, vivirán por siempre, en los corazones
de sus descendientes, infinitamente agradecidos por la formación que les habían
heredado. Valga, en este momento, recordar la frase que dijo una muy querida y
apreciada tía, Irenita, en 1973: “Mi hermano no dejó fortuna material, pero sí
cinco millones de pesos representados en sus hijos”.
Con honradez y honestidad, sus cinco primeros vástagos
organizaron sus vidas, sin permitir jamás que las hermosas vivencias de su
niñez, más para los dos mayores, se sumaran al olvido.
En manos de otros dueños, allí está Botana, allí está la
Estancia, sus terrenos debidamente cultivados, pero sin animales, sin expresión
de vida, con una expresión fantasmal; sus dormitorios convertidos en trojes;
sus patios, sin conservar; sus corredores, con ladrillo destrozado; sus tapias
y puertas, sin colorido.
El mejor lugar de la niñez, sus árboles preferidos, los
capulíes, allí están, pero solo sus troncos, como prueba de su existencia;
ahora, pareciera que expresan el dolor de quienes los amaron, la historia de
quienes vivieron en la Estancia. De la espiritualidad del lugar, quizá ya nada
existe, pero la memoria está vigente. En las noches, el murmullo alegre de las
oraciones de las monjas, que allí vivieron, se confunde con el murmullo triste
de quienes hoy, desde el más allá, observan su abandono, o de quienes, tal vez,
como fantasmas, aún rondan por allí.
Para en algo parodiar la canción: ya no vive nadie en
ella, los que fueron la alegría y el calor de aquella casa se marcharon unos
vivos y otros muertos, se marcharon para siempre de la casa; se secaron los
frutales, se cortaron los capulíes; ya no cantan los gallos en los corrales, ni
muge el ganado en los potreros; ya nadie grita en ella; sus puertas y ventanas
se cerraron; las flores se acabaron y solo lo silvestre testimonia su
presencia. Esa fue la Estancia, la casa de la armonía y la belleza que solo en los
recuerdos, en las memorias, sigue vigente.
Así termina la existencia y solo los modales perduran en
el mundo infinito de la vida; trascienden las vivencias y, entonces, la
esperanza de volver a vivir lo ya vivido se perfila en la posibilidad de narrar
lo recordado.
SEGUNDA PARTE
PERSECUCIÓN
IMAGINARIA
IX
La simbolización de una historia biográfica supone la
lectura permanente de territorios imaginarios, continentes de variadas
acciones, en múltiples espacios y tiempos, de los protagonistas de una
narración, considerada valiosa, para verter al complejo mundo de lo literario.
Por allá en el año 1957, después de obtener su título de
Bachiller, cuyo diploma recibió en la ciudad capital, Bogotá, a la que
Heriberto había viajado con el objeto de aventurar, tanto en el deseo para
adelantar sus estudios a nivel profesional, como para conseguir un trabajo que
le permitiese consolidar un futuro que, todo ser humano con ideales,
pretendiera, aun sin gozar de los medios necesarios para tal fin.
Los primeros días fueron de enormes dificultades, porque
no se puede vivir sin tener los recursos básicos para alimentarse y pagar el
canon de arrendamiento de la pieza, que le permitiera el descanso de la difícil
actividad que, cotidianamente, adelantaba en procura de iniciar el proceso que,
eventualmente, le había deparado su accidentada existencia. Por cierto, la
lucha por la vida nunca acaba; si algunos días desayunaba con una botella de
leche, no almorzaba, y otros ni lo uno, ni lo otro.
No obstante, y acorde con la formación que había recibido
de niño en su hogar y algunos
conocimientos logrados como Bachiller en Filosofía y Letras, pudo conseguir su
primer trabajo como profesor de varias áreas, en especial de matemáticas y
lenguaje, en un colegio del noroccidente de la ciudad, privado, el San Agustín, de la familia
Solórzano. Mientras le llegaba su primer sueldo, no lo puede negar, lo ayudaron
algunos amigos paisanos y cualquier otro tipo de trabajo, muy temporal, que se
le presentara.
Su salario, entonces, fue de 250 pesos mensuales, pero
suficientes para pagar 30 de alimentación, 15 del arriendo, 7 del lavado de
ropa y, de vez en cuando, adquirir algunas prendas de vestir y vivir en la casa
de quien, por varios años, llamaron, con mucho aprecio, La Viejita, todos
quienes habitaron en ella. La alimentación del mediodía la tomaba en el barrio
San Fernando, lugar de ubicación del colegio.
En principio, su situación la había solventado, sin que
esto se entendiera como la continuidad de su labor, sin que buscara otras
alternativas que mejoraran su situación económica, en pro de acceder a los
Estudios Superiores, ilusión que jamás podría desaparecer de sus ideales.
La cercanía del establecimiento educativo a la vivienda
de un tío, en el Barrio Gaitán, lo animó a aceptar el traslado a su casa, lo
que mejoró sus posibilidades económicas. Entonces, tuvo su primera oportunidad
de estudiar, al presentarse a una beca, que se ofrecía en Ingeniería de
Petróleos, para adelantar estudios, primero en Colombia y posteriormente en
Alemania; sin pensarlo dos veces, se presentó a los exámenes de admisión, que
se adelantaron en Belencito, Boyacá, sin que los resultados lo favorecieran.
Vale recordar, para esta época, que, si bien su voluntad
de salir adelante jamás se había debilitado, su certeza y congruencia con lo
que hacía era muy variable e insegura. Obviamente, esto le trajo problemas, al
regreso a casa, y precisó, por algunos disgustos con el tío, que volviera al
hogar de La Viejita, en el centro de la ciudad capital, exactamente en un
barrio cerca al de Las Cruces y cerca al Capitolio. Su permanencia en este
lugar siempre ha sido digna de recordar en forma positiva; jamás hubo un
disgusto y el cariño y la amistad primaron como fundamento de sana convivencia,
entre todos los que allí vivieron.
Tampoco puede olvidarse que el protagonista de esta
narración, en otra hora, desde su hogar primigenio, por locuras de su
adolescencia, había partido, a espaldas de sus progenitores; para lograrlo,
vendió su guitarra y se ausentó, por una temporada, de viaje a la ciudad de
Cali, lugar en el que vivió una más de sus correrías.
Conoció allí, en la plaza de mercado del Barrio Santa
Rosa, al boxeador, excampeón ecuatoriano, Arnulfo Pedreros, quien le dio
trabajo como vendedor de papa, que traía, en especial de Manizales; su trabajo
consistía en vender papa, por kilos o por libras, hasta que los dedos, las uñas
de los dedos, le sangraran. Vivía en un hotelucho, de los que denominan de
“mala muerte”, y antes de la consecución de su empleo, por fortuna, un buen
amigo, que trabajaba en un restaurante, le llevaba comida, frecuentemente
carne.
Con Pedreros mejoró sus conocimientos de box, que había
iniciado en su niñez y adolescencia, en su ciudad natal; su empatía con los
demás mercaderes y las habilidades musicales, que nunca progresaron, le
significaron que lograra un buen status en la plaza, aunque esto no duró mucho,
pues, denunciado por un paisano, que también vivía en Cali, pronto su padre y
un tío lo encontraron y, como es obvio, su retorno a Pasto fue inmediato; de no
ser así, tal vez no hubiera terminado su bachillerato. Para entonces, ya tenía
novia, a quien siempre quiso con pasión, pese a las tantas dificultades que, a
veces, interfieren los supuestos sanos noviazgos, pero, en este, no hubo poder
humano que pudiese separar a los enamorados.
Su mentalidad aventurera jamás tuvo término y, en otras
ocasiones, también en procura de lograr un mejor vivir que le permitiera
conseguir su máximo ideal, la constitución de un hogar con su querida novia,
viajó por diferentes lugares del país; desde donde estuviese, le dirigía
misivas, que nunca le respondieron, lo que afectaba su corazón enamorado.
En el hogar de la estimada Viejita, tuvo la oportunidad
de compartir alcobas contiguas con Ernesto, un funcionario de Avianca, de
origen huilense, apreciado por todos; su sinceridad, su nobleza, incluso su
fortaleza física, lo ubicaron en el contexto del mejor amigo y del aprecio de
sus compañeros; una excelente amistad, que fue el origen de una mejor vida para
el protagonista.
Evidentemente, un buen día le manifestó que si quería
trabajar en Avianca, él estaba dispuesto a ayudarlo; que vería la forma de
entablar las relaciones requeridas para este propósito; así, pronto Ernesto
invitó a Heriberto para que se presentara en Avianca y realizara los exámenes
requeridos para optar al cargo disponible. Un día lunes, a primera hora,
presentó a Heriberto en la Institución y allí lo sometieron a un cuestionario
sobre máquinas eléctricas de contabilidad y otras, tales como sumadoras,
calculadoras, todo lo que se precisa, en una sección de contabilidad, del
Departamento de Contaduría de la empresa. Todo fue exitoso y recibió las
instrucciones para que preparara la documentación requerida para que se
posesionara del empleo.
Llegó el momento de renunciar al cargo de profesor en el
Colegio San Agustín, establecimiento en el que tuvo muy buenas relaciones hasta
el final. Allí, precisamente, sus calidades de escritor, ayudado por un colega,
inician su virtualidad, no obstante no puedan considerarse de óptima calidad;
escribió su primer poema acróstico, dedicado a su querida novia, en el tiempo
en que todo parecía haber terminado, por cuanto no había contestado sus cartas.
La liquidación de prestaciones tuvo sus contrapesos y, en
persona, se vio en la necesidad de lucharla, sin abogado y en contra del
Rector, quien era jurista; de todas maneras, triunfó, porque siempre estuvo
dispuesto a vencer en todo aquello que fuese necesario.
Llegado que hubo el momento de iniciar sus labores en
Avianca, lo asignaron a la sección de cuentas de personal, para manejar, junto
a Ruiz, una de las dos máquinas contabilizadoras de once columnas, Cuenta 1180,
auxiliar en la que se contabilizaba lo que tuviese que ver con los valores de
los empleados de la empresa, por ejemplo, anticipos, uniformes, etcétera.
Jamás en su vida había visto una contabilizadora de tal
tamaño y funciones, a la que llegaban todos los documentos producidos en el
departamento y referentes al personal, para que los introdujesen en el libro
auxiliar que estas significaban; por fortuna, su habilidad y la eficaz
instrucción recibida de Ruiz, incluso después de las horas normales de trabajo,
hicieron que el aprendizaje, la comprensión y el manejo lo lograra muy pronto,
hasta que alcanzó la velocidad de manejo de su compañero.
De igual modo, había cuatro contabilizadoras más, pero de
menor tamaño, que manejaban las cuentas auxiliares de la contabilidad de la
Compañía, referentes al movimiento nacional y extranjero de la institución; su
trabajo era arduo y, a diario, en virtud de tal, asumían horas extras de
trabajo, bien pagadas en esa época.
Con este vínculo, su sueldo aumentó notablemente, de los
250 pesos que ganaba en el colegio San Agustín, a los 475 en Avianca; consiguientemente,
daba principio a un futuro mejor que, incluso, le servía para el apoyo de sus
padres, quienes, después de tenerlo todo, con la educación de sus hijos y las
infortunadas decisiones en los negocios, habían perdido sus tenencias y habían
visto sus ingresos reducidos a un salario bajo, producto de los trabajos
eventuales de su padre.
Por otra parte, se abría la posibilidad de acceder a sus
Estudios Superiores, la que, anteriormente, se había frustrado cuando pretendió
ingresar a la Universidad Libre, al Programa de Derecho, no por su posición en
los exámenes de admisión, en que fue tercero, sino por la imposibilidad de
conseguir 150 pesos, que era el costo de la matrícula, y la solicitud que le
negaron, por parte de un pariente de una tía, Eduardo, residente en Bogotá.
Ahora, su labor, en su nuevo empleo, se desarrollaba
exitosamente, hasta tal punto que, al existir en la empresa la modalidad de
horas extras, Ruiz y Heriberto siempre buscaron la posibilidad de ganar; sin
embargo, con el conocimiento ya consolidado, tanto el uno como el otro,
principalmente Ruiz, trataban de salir a las 6 de la tarde para poder atender
los caprichos de Cupido.
La aceleración de las contabilizadoras auxiliares se
logró, incluso, al quitar el papel copia, que se utilizaba en caso de
descuadre, y trabajaban únicamente con la tarjeta del caso, acción que, desde
luego, hacía innecesario el recurso de las horas extras. Dadas estas
condiciones, Heriberto pudo matricularse en la jornada nocturna de la Escuela
Nacional de Comercio, con el objeto de estudiar Contaduría Pública.
Además de los conocimientos adquiridos durante su
permanencia en la Escuela, fue muy importante su relación universitaria, porque
hizo parte, desde el primer curso o nivel, de los iniciadores de la carrera,
como Programa profesional y nacional; este nivel se denominó curso
compensatorio para bachilleres; así, alcanzó el nivel tercero del pregrado, del
que tuvo que retirarse por asuntos de trabajo y por preferir las horas extras,
que ahora sí aprovechaba, debido a que lo habían ascendido a Analista de fletes
internacionales, ya no con las máquinas de contabilidad, en Avianca.
X
El tiempo había transcurrido y de su mente y de su
corazón jamás se había apartado la imagen de su novia, con quien, siempre lo
había pensado, contraería matrimonio. Jamás olvidó escribirle, aunque nunca
había tenido una respuesta y, en su cotidianidad, por consiguiente, su espíritu
a veces se tornaba nostálgico y lo sentía debilitado, hasta tal punto que a
veces se dedicó a beber licor y, en algunas ocasiones, a llevar a cabo acciones
desajustadas de su personalidad; estaba perdiendo el interés por el triunfo y
el logro de sus ideales parecía desmoronarse.
Sin embargo, al tener la posibilidad de utilizar en la
institución el plan llamado Pax-44, que le permitía viajar, los fines de
semana, a cualquier parte del país, con el 90% de descuento en el pasaje, algo
lo animaba y evitaba así su aniquilamiento anímico, le abría el espacio para
viajar a su ciudad natal, no solo para visitar a los suyos, sino para saber
algo de su amada.
Al volver un poco atrás en el tiempo, cuando sus padres
aún tenían su camioneta Mercury 100, modelo 55, llevó a cabo un viaje a
Ricaurte, localidad de origen de su, en principio, novia, sin que pudiera
hablar con ella, porque no salió de su casa y, desde entonces, le creció la
duda de que en verdad lo quisiera.
Un día cualquiera, resolvió hacer uso de su descuento, en
los vuelos de la empresa, y viajó a Pasto con inmensas ilusiones; supo,
entonces, de parte de su madre, que todos conocían a su novia y la tenían en un
alto concepto de aprecio, tanto por sus modales, como por su belleza; incluso a
sus dos hermanos menores los había invitado a conocer su tierra natal; esto,
como es natural, fortaleció su alma, pese a los chismes, que escuchó de
paisanos de la muchacha. Totalmente positivo, ante estas buenas noticias,
retornó, como era su deber, a la brevedad del tiempo, a Bogotá, pleno de
esperanzas de lograr una mejor situación económica, que le permitiera acceder a
su principal cometido, por el momento, el matrimonio.
Redujo notablemente su vida libertina y, en cambio,
gozaba ahora de la atención, a veces insinuante, no solo de sus compañeras de
Sección, sino de algunas de las empleadas solteras del Departamento de
Contaduría, pero su enamoramiento era tal que nunca vio en ellas a alguna que
satisficiera sus intereses de hombre; contaba, para entonces, con 20 o 21 años
y, en sus años de estadía en la capital, no había tenido una novia.
A un compañero de trabajo, con un cargo intermedio de
dirección, Saavedra, lo invitó Braniff International Airways para que trabajara
con ellos; sin meditarlo mucho, aprovechó la ocasión y se vinculó a la empresa
norteamericana de aviación, al tener en cuenta que el salario era muy superior
al que devengaba en Avianca.
Por esa época, también, dadas las excelentes relaciones
que todo el tiempo tuvo con sus superiores, muy especialmente con Jaime
Vanegas, jefe de la sección de Fletes nacionales e Internacionales, logró que
se vinculara, a la sección de Tesorería, su primo Daniel, quien se desempeñó,
mientras tuvo su posición, como un excelente funcionario.
Pese a que todo parecía avanzar con éxito, un día, un
triste y doloroso día recibió de la dueña de su corazón, la única que había
logrado vivir en su espiritualidad y en todo su ser, su novia, una lacónica
misiva, en la que le expresaba, con una brevedad, jamás esperada, con exactas
palabras: “Tengo novio y me voy a casar”.
No es preciso explicar, porque es suficientemente comprensible,
el efecto que esto produjo en un ser sincera y hondamente enamorado; en su
existencia, se abría otro espacio de angustia, de soledad y sufrimiento y
muchas cosas afloraron a su mente, incluso el deseo de venganza y de muerte,
tanto para ella como para el nuevo dueño de su corazón, un tal Luis Rodríguez,
oriundo de Ipiales, cuando averiguara la fecha del anunciado matrimonio.
No tardó en saberlo e inició así la organización mental
de su plan que, por fortuna y gracias a la madre de la novia, quien siempre se
opuso a tal boda, lo que radicó por escrito, en la Registraduría de la
localidad, hasta la contundente oposición a tal eventualidad, acción que sin
duda implicaba la defensa del noviazgo, pero con su supuesto primer novio;
jamás pasó por la mente de la madre que su hija, si bien lo quería, no amaba a
Heriberto.
Todos, tanto en la localidad de la novia como en el lugar
de origen del novio, conocían la fama del falso médico, profesión de la que se
ufanaba el ocioso, amén del grado de degeneración que había alcanzado por el
efecto del alcohol, que lo había conducido a los más bajos niveles de
degradación en Ipiales, tanto como que los amigos lo llevaran, desde debajo de
los billares de algunos cafetines, en un lamentable estado.
Quizá la novia antes no le había conocido esta
personalidad, de la que hasta Campito, un tío de Heriberto, había sido testigo,
junto a un médico que se preciaba de ser amigo suyo y que el alcohólico conocía
mucho, quizá porque lo estimaba su amigo o porque también había sufrido estas
bajas condiciones.
En alguna ocasión, el mismo Heriberto supo que la
intención del supuesto médico había sido solo tener un hijo con su novia, pero
que jamás lo logró y, quizá por eso, había incumplido la cita en la fecha
acordada para el casamiento.
Después de esta odiosa realidad, la madre de la novia,
quizá con el objeto de evitar mayores complicaciones en el futuro que le
esperaba a su hija, recuperó las misivas que le había dirigido al Ecuador, país
en el que, evidentemente, el sujeto en cuestión había estudiado Medicina, sin
que jamás terminase la carrera.
Para traer a colación el refrán “No hay mal que por bien
no venga”, amén de las dificultades consecuentes de Heriberto, Saavedra, ahora
funcionario de Braniff, al reconocer las capacidades de su amigo, hizo que lo
invitaran a trabajar con la empresa norteamericana; algo así, Heriberto, antes,
había esperado, a menudo, para cambiar su situación económica, que le mejorara
su status, en su sendero, quizá determinado por el destino.
Era obvio, entonces, que la aceptara para asumir su
posición de Revisor de fletes de Braniff, con un salario de 900 pesos
mensuales, para dejar atrás, con alguna tristeza, a una institución que le
había brindado la estimación de todos sus compañeros, a quienes, en virtud de
tal condición, nunca ha olvidado y que, en cualquier momento, como habría de
suceder, con el paso del tiempo, le servirían. Esto, de nuevo, hizo que
Heriberto retornara a la senda de la virtualidad, tratara de olvidar su fracaso
sentimental, por una parte, y pretendiera, por otra, constituir otro tipo de
vida más justo con sus ideales.
Así, aceptó varias oportunidades que se le presentaron,
en mejora de su porvenir, por lo que nunca había dejado de luchar; estudió
inglés en el ILCA e IPA, instituciones técnicas de estudio, no solo del idioma,
sino de su fonética y fonología. El amor no fue ya su ilusión; todo lo había
perdido, solo lo material hacía cuna en su yo y para esto siempre tuvo suerte.
No transcurrió mucho tiempo en su existencia y un buen día un amigo, Eduardo,
quien había vivido a su lado en el hogar de la jamás olvidada Viejita, le trajo
una noticia, otro aspecto que tocaría su espíritu; le dijo que fuese a recibir,
en casa de Alirio, quien vivía con su hermana Fanny, un encargo que le enviaban
sus padres desde Pasto.
Gran sorpresa, porque no podía entender este hecho; se
trataba de quesos y pan, lo que en su mente nunca hubiera imaginado; antes
jamás había sucedido; de todos modos, era preciso creerle y accedió a ir de
visita a ese hogar; su formación, desde la niñez, forjada con entereza,
dinámica, con el ejemplo de sus padres, le había consolidado una personalidad
triunfadora, ajena a la no aceptación de los desafíos que el mundo, en
múltiples instancias, le deparase.
En el momento oportuno, quizá un fin de semana, accedió a
hacer la visita y, con el famoso «Sapo», que así llamaban a Eduardo todos sus
amigos, desde la época de estudiantes colegiales, en su tierra natal,
sobrenombre que ahora se consolidaría en esta visita, decidió hacerla. Una vez
en casa de Jorge y Fanny, quienes los atendieron con cordialidad, Eduardo, un
poco confundido, le expuso la real razón de su presencia, que denotaba con
claridad que todos conocían el encargo referido.
El disgusto, la sorpresa, lo inesperado, se aunaron en un
solo sentimiento, cuando apareció en la sala una dama, gordita, quemada por el
sol, relativamente baja, pero arrogante, podría decirse, segura de sí misma y
que llevaba un anillo de compromiso en su mano; era, nada más ni nada menos, la
antes muy amada de Heriberto, la de antes a aquella significativa carta que
había recibido en tiempos que parecían haber pasado al olvido.
El corazón, muchas veces, no puede ser confiable o, tal
vez, guarda en sus interioridades rezagos de lo que pudo ser un amor como él
había querido que fuese en otra hora.
Enmudecido y desorientado, la observaba y dudaba de su presencia y
traspasado su pecho, le latía fuertemente el corazón, sin que él mismo
alcanzara a entender la razón de su estado.
Cuando las cosas son del espíritu, por más que se
intenten auto-explicaciones, difícil es establecer la verdad; lo cierto es que
el pasado, que había pretendido olvidar, había renacido en este instante y una
lejana neo-esperanza, no con la pureza de otros tiempos, renovaba una nueva
vida, en el contexto que reiniciaba otra faceta vital y, así, era fácil
entender, se manifestaba la intencionalidad de quienes actuaban, que envolvía
la voluntad y el querer de Heriberto; pero llegó el momento de despedirse, sin
que se negara un volver a verse, implícito, por lo menos, en uno de los dos
corazones.
No aparece en los recuerdos, por el momento, un nuevo
encuentro, pero la historia sigue su caminar por el sendero de un futuro
incierto, amén de las cambiantes circunstancias, que indefectiblemente habría
de darse.
XI
Dada la llegada de un hermano de Heriberto al hogar de La
Viejita, por traslado desde la Base militar de la Fuerza Aérea Marco Fidel
Suárez, de Cali, a la Base de Bogotá, hubo la necesidad de cambiar de alcoba,
una más grande, para convivir con él, con el subteniente Memo, quien trajo, sin
pensarlo, alivio a los innumerables pensamientos negativos de su hermano.
Vale la pena señalar que Alda, presentada por Memo a la
Fuerza Aérea, tuvo la oportunidad de trabajar allí como secretaria, hasta
cuando la situación, más adelante, habría de cambiar.
La Historia jamás se detiene, el pasado nunca se olvida y
pervivirá por siempre, así existan momentos que amainen, mínimamente, los
sobresaltos sufridos y, por fortuna, acogidos con valor y entereza, no obstante
pervivan aspectos negativos de la débil naturaleza humana.
La labor de Heriberto, en Braniff, se fortalecía cada
día, lo que lo hacía digno de la estimación tanto de sus compañeros inmediatos,
en la oficina, como de sus superiores, en todas las actividades que le
asignaron. No le resultó difícil adelantar lo de su pertinencia, en las
relaciones de la empresa con su clientela y, por consiguiente, en virtud de la
moneda que se manejaba, esto es, el dólar, se le había abierto otra posibilidad
de ingresos, pero sin que lo conociera la gerencia.
Por cuanto en sus actividades tenía que ver con dinero en
efectivo y, en variadas ocasiones asistía al aeropuerto, encontró la
oportunidad de recibir a los viajeros de Braniff, en las mismas escaleras, lo
que aprovechaba para comprar la moneda extranjera que, muchas veces, ya había
vendido en las Agencias de Turismo en Bogotá, significando un punto, por lo
menos, de utilidad, ya que si compraba el dólar a 7.50 lo vendía a 8.50.
Su situación económica había mejorado notablemente y así
había retornado a sus vivencias del siempre esperado deseo de hacer de Alda su
esposa; ahora, tenía los medios para constituir un hogar, no obstante las
dificultades pasadas, pero, respecto a los asuntos del amor, jamás resultaron
ajenos en su corazón y si bien palpitaba con pequeñas diferencias, su
intensidad nunca le había faltado.
Para que este proyecto se convirtiera en una realidad,
desde el momento en que la vio, por primera vez, en Bogotá, las condiciones
llevaron sus vidas a la restauración de sus relaciones; primero, a través de
las llamadas telefónicas; luego, con las visitas al hogar de Jorge y Fanny,
quienes, junto a los parientes, habían cambiado de residencia, en la que nunca
lo rechazaron; todo lo contrario, era bienvenido por todos.
Por cuanto suponía la existencia aún de la relación de
Alda con el pretendiente con quien había querido contraer nupcias, Heriberto le
pidió que le escribiera para dar por terminado, definitivamente, ese
compromiso; así fue y, con la ayuda de su amiga Yolanda, escribieron la misiva.
Alda, por sí sola, no se sentía lo suficientemente capaz para hacerlo, pero por
necesidad y expreso pedido, ahora debía hacerlo o no habría tenido nada más que
esperar.
Se inició, entonces, un serio compromiso que, en definitiva,
concluiría con el matrimonio. Una vez, solo una vez, aceptó una invitación a un
restaurante; no supo Heriberto una razón válida para esta negativa, pero la
intuía. Quizá sus hermanos no se lo permitían o su amor jamás se había
consolidado. De todas maneras, sí hubo aceptación y su deseo de casarse era
evidente. Todos estaban plenamente de acuerdo y las limitaciones eran obvias,
en una familia que siempre había tenido un comportamiento sano.
Heriberto, por estas divergencias, no podía desmayar en
su empeño; ya se ha manifestado antes que su personalidad, consecuente con su
formación, era la de un triunfador; además, Alda, pese a algunas diferencias de
ser, tal como la conoció años atrás, era una muchacha digna, todavía inocente
en muchas cosas.
Vistas de este modo las circunstancias, cotidianamente se
fortalecía la relación, en los siguientes, quizá, seis meses de noviazgo, sin
que, como es natural, dejaran de presentarse, a menudo, algunas diferencias que
nunca desmejoraron sus planes; al contrario, mediante charlas telefónicas, el
sendero que llevaba a la construcción de su cometido, en todos los instantes,
se hacía más atractivo y era seguro su caminar hacia un nuevo destino.
Pronto, sin saber el motivo, don Tulio, padre de Alda,
llegó a Bogotá y, por insinuación de todos en este entorno, Heriberto le pidió
la mano de su hija, pero advirtió en él, sin dificultad, la sorpresa, al
expresar entrecortadamente la existencia de su compromiso anterior. Al final de
cuentas, nada tuvo que oponer y estuvo de acuerdo con el querer de su hija; fue
idea de sus hijos que el matrimonio se realizara con la presencia de su padre,
para, tal vez, alcanzar una ayuda pecuniaria para la celebración.
Este deseo no fue posible de cumplir, por cuanto era
preciso planear con mayor tiempo y cuidado el cumplimiento de los requisitos
implícitos en este tipo de ceremonias y don Tulio tenía urgencia de regresar a
su tierra natal. Lo importante se había resuelto, esto es, la aceptación de las
familias de los contrayentes; en seguida, se fijó el 29 de junio de 1961 para
la boda; se habló con el cura de la parroquia pertinente y así empezó la
preparación del caso.
Heriberto buscó, en vano, a su amigo y director
espiritual, el padre Jorge Vélez, sacerdote jesuita, quien, en la época del Bachillerato,
en el Colegio San Francisco Javier, había sido su protector desinteresado, ante
algunas dificultades que, por algunos hechos debidos a su temperamento
violento, había enfrentado. Lo buscó con el ferviente deseo de que él fuese
quien bendijera su matrimonio, pero sin conseguir su cometido.
Alda constituía, para el contrayente, una muchacha de
casi 18 años de edad, hermosa, diferente a cómo la había visto, por primera vez
a su arribo a la capital, a la que siempre consideraron, en su pueblo natal,
como la niña más hermosa de la región, tanto por su espiritualidad como por su
presencia física; los pequeños deslices cometidos no habían sido otra cosa que
frecuentes apreciaciones equívocas, propias de la adolescencia. El hombre, en
ese entonces, le daba mucho valor a la belleza física de una mujer y su
carácter lo había llevado a considerar, sea quien fuere, que tenía el derecho
de proponerle lo que quisiera a las representantes del género femenino.
La mujer, en cambio, entre más inocente fuera, no observaba
en el hombre quién fuera o de dónde viniera; es muy cierto que el amor es
ciego, por tanto no procuraba determinar su moral, su comportamiento; en una
palabra, su personalidad; no obstante, se reservaba el derecho de disponer, con
acierto o equivocación y, con mayor razón, ante el incumplimiento al compromiso
jurado, solo quedaría el recuerdo de “no me olvides nunca”. En su caso de contrayente, la formación de su
niñez y la naturaleza le habían otorgado todas las virtualidades requeridas
para la constitución de un hogar, las que fueron evidentes durante toda su
vida; esta vez parecía no haberse equivocado, porque, de modo diferente, su
prometido gozaba también de las virtudes que un joven debía tener, quien
aspiraba a ser su esposo.
En la época, era casi natural el interés de todos los
novios llegar, lo más pronto posible, al altar que bendijese su unión; los
familiares de ella, en tal instancia, determinaron los padrinos, que el
contrayente desconocía y solo se los presentaron a último momento. Los gastos,
por costumbre a cargo de la familia de la novia, los asumió, en su totalidad,
el contrayente.
Así, llegó el día señalado, tan esperado por Heriberto,
con muy pocos invitados; ningún familiar por parte de él, pero sí sus amigos,
los compañeros de trabajo, tanto de Braniff como de Avianca y, después de una
sencilla recepción, en la residencia de la familia de ella, viajaron, por el
sendero de su luna de miel, hacia Girardot, donde pudieron permanecer durante
quizá tres días, de los que él disponía de permiso.
No podía faltar, como imprudente acompañante, «El Sapo»,
quien, reconstituido de su embriaguez, regresó a Bogotá. Mientras tanto,
parece, por lo menos, de parte del esposo, que había satisfecho sus ilusiones,
se podía considerar el hombre más feliz de la tierra, pues había logrado su
cometido, que había existido desde cuando era un adolescente. En este momento,
contaba con 23 años de edad y se consideraba muy capaz de asumir con
responsabilidad todo lo que viniese, en el espacio y en el tiempo, del futuro.
XII
De regreso a Bogotá, se instalaron, primero, en la casa
de los familiares de Alda; luego, en el apartamento de él, en la residencia de
La Viejita, durante muy corto tiempo, mientras conseguían una casa en
arrendamiento en el Barrio Ciudad Jardín, compartido con su compadre Fernando y
esposa, y su hermano Memo.
Sería difícil negar que la felicidad podía, con
facilidad, advertirse; incluso, la compañera no dudaba en salir con prontitud a
abrirle la puerta, todos los días, a la hora en que su esposo regresaba del
trabajo, aunque no fue por mucho tiempo que esta agradable y feliz estadía
durase, pues Braniff, al conocer las actuaciones de Heriberto, en la compra y
venta de los dólares que ingresaban sus clientes pasajeros, decidió despedirlo;
habían transcurrido solamente seis meses de bonanza.
Era costumbre de la empresa obsequiar con un pasaje de
ida y regreso, al norte, a Estados Unidos, si el funcionario había permanecido,
mínimo un año, o al sur, hasta Buenos Aires, Argentina, si su permanencia
hubiera sido al menos de seis meses. Este fue el caso y la empresa le ofreció,
a su saliente funcionario, un tiquete a Buenos Aires, que no aceptó, sin
consultarlo con su esposa, porque estaba ya encinta y temió por la vida de su
retoño, dadas las dificultades que observaba en el embarazo; de haberlo hecho,
la hubiera sometido a un vuelo, para entonces, demasiado largo, ya que no se
vivía aún la era de los jets, que hoy son tan veloces.
Al quedar sin trabajo en Braniff y, al tener en cuenta el
aprecio y los excelentes amigos que había dejado en Avianca, solicitó su
retorno, el que, sin dificultades, le aceptaron, en el mismo cargo que había
tenido cuando renunció; obviamente, su salario se redujo y quizá no devengaba
más de 500 pesos mensuales, cantidad que desmejoraba notablemente sus ingresos
para hacer frente a las nuevas responsabilidades que se sumaban a su hogar,
ahora con compromisos mayores junto a su familia.
En cuanto a sus relaciones de amistad se refiere, sus
vínculos no habrían de desaparecer; por el contrario, se fortalecieron más, en
especial con su jefe, Jaime Vanegas, y con Ernesto Sánchez, al principio, su
protector. No obstante, desde Braniff, lo implicarían en algunos conflictos
jurídicos que, desde su labor en tal empresa, se habían suscitado por el manejo
de los dólares, en sus transacciones con los pasajeros; pese a todo, no
interfirieron, por el momento, en sus relaciones, pero sí en el futuro, ante
Covinoc, entidad encargada de restar posibilidades crediticias a sus
demandados; quizá esto no llevó a Heriberto, en gran medida, a la obtención de
lo que fuera necesario a través del crédito oneroso, sino a la adquisición de
lo que requería en pago en efectivo.
Para entonces, ya había nacido su primera hija, Alenita,
la felicidad era mayor y los propósitos, tras dejar el apartamento que
compartían con sus compadres, la familia Jaulin, cambiarían. Sí, evidentemente,
y después de conseguir una amplia casa, también en alquiler, por insinuación de
Memo, llevaron a su madre y hermanos a Bogotá, lo que todavía desmejoró más sus
cortos ingresos, dados los gastos que esto significaba.
El salario mensual que recibía de Avianca, en muchas
oportunidades, se redujo a cero, por los descuentos de Cooperativa, el importe
de los mercados para el hogar, ampliado notablemente con la llegada de la
familia. Se necesitaba, en alguna oportunidad, tener más dinero para el pago de
matrículas y pensiones de sus hermanos, no obstante todo el apoyo de Memo.
Precisó buscar la forma de que lo retiraran de Avianca,
para lograr lo que, jurídicamente, se denominaba pre-aviso, consistente en 45
días de salario. Así sucedió y, con ese valor, pudo pagar lo que adeudaba, pero
constituyó un desajuste notable y tuvo que enviar a Alda y a la niña a su
pueblo natal, al hogar de sus padres, mientras conseguía un nuevo cargo. Para
la época, su padre vivía en Pasto, en su humilde residencia, que esperaba
vender para poder, también, viajar a la capital.
Las dificultades aumentaron y Heriberto resolvió viajar
al lado de su esposa; permanecieron por corto tiempo en Ricaurte, lugar en el
que, después de nadar en el charco Diego, del río Güiza, advirtieron que Alda
estaba, por segunda vez, encinta. Regresaron a Pasto, a casa de su padre, donde
permanecieron hasta cuando se pudo negociar la casita de don Enrique, dinero
con el que Memo pagaría la cuota inicial, posteriormente, de una residencia en
Cali.
Su estadía en Pasto fue aproximadamente de seis meses y
llegó el momento, pero con las esperanzas de un cargo en la Caja Agraria,
mediante la colaboración de Glauco, excelente persona, primo de Alda y
funcionario profesional de la institución en referencia, de viajar,
conjuntamente con don Enrique, su padre, quien había negociado ya la vivienda,
el último de sus haberes, a Bogotá.
Dicho y hecho, con los pocas pertenencias, utensilios de
hogar, en un vuelo de la Fuerza Aérea, conseguido por Memo, iniciaron su viaje
a su nuevo hogar en la gran ciudad. Allí todos sus familiares y amigos, con
aparente satisfacción, los esperaban.
Entonces, sin que lo notaran los demás, excepto su
esposo, empieza el viacrucis de Alda, la hermosa y joven mujer; sus virtudes
constituyen un espíritu fuerte y se dedica, a plenitud, a las labores propias
de su estado, pese a su embarazo del nuevo retoño; sus ilusiones quizá se
habían visto frustradas, pero la entereza de carácter, su formación de niña le
permiten sufrir en silencio su nueva vida. A los siete meses aparecen las
contracciones propias de su condición y su esposo la traslada a una clínica cercana,
en el mismo barrio de su residencia, en la que llega al mundo su segunda
criatura, esta vez un varón, al que se llamó Enrique, en honor a su suegro,
quien, para la época, había conseguido un cargo en Piedecuesta, Santander, en
una tabacalera.
Los hijos crecen en el tiempo y espacio, en medio de las
dificultades, pero Heriberto logra su vinculación a la Caja Agraria, en la
localidad de Cáqueza, Cundinamarca, a la que, después de llenar los requisitos
pertinentes, se traslada de inmediato; su salario, después de la salida de
Braniff, había venido en decadencia, pero su lucha había continuado; quiere
demasiado a su esposa e hijos, para no seguir en procura de un triunfo.
Mientras tanto, de nuevo, los suyos cambian de
residencia, pero en el mismo barrio, y Heriberto los visita muy poco; su
actitud se debía a la imposibilidad de brindarles una ayuda mejor y a saber que
su hermano Memo tenía ahora a su cargo a todos, además de contar con lo poco
que su padre les enviaba.
Después de algún tiempo, a consecuencia de su buen
comportamiento, lo trasladan a la población de San Bernardo, en el mismo
Departamento, como auxiliar de contabilidad, lugar en el que muy pronto, dado
el conocimiento adquirido, como antes se ha dicho, en la Escuela Nacional de
Comercio, Facultad de Contaduría Pública, y las buenas relaciones que había
logrado establecer debido a su empatía, con los lugareños y extraños, hace
amistad con el rector de la Normal, Licenciado Guillermo Rodríguez, un sincero
admirador de su saber.
Luego de algún tiempo en estas funciones, decide traer a
su esposa y a sus dos hijos y reinicia así una nueva liberación de su, quizá,
accidentada existencia; retorna a la felicidad, supuestamente fundamentada,
hacia otro paraje de sus vivencias, pero también sus capacidades inciden en un
nuevo traslado, esta vez a Boyacá, a la población de Paipa, lugar turístico,
como Secretario Contador de la empresa. Obviamente, esta es una nueva razón
para que decidiera trasladar, otra vez, a sus seres queridos a Bogotá.
En esta ocasión, sus labores son más difíciles por
cuanto, a más de la intensa cotidianidad, tiene mensualmente que elaborar el
balance y presentarlo en la sede principal, sin lugar a cometer errores que
desmejorasen sus calidades de buen funcionario; su situación económica, desde
luego, ha cambiado y cumple con eficiencia su trabajo. Es tal su buen desempeño
que sabe que lo van a nominar para el desempeño del cargo de Director de la
agencia de La Calera, población cercana a Bogotá.
En la hermosa tierra boyacense, en Paipa, lo visitan su
madre, Carmelita, y el amor de su vida, Alda, quienes llenaron su espíritu de
satisfacción por los triunfos de Heriberto y sus ansias de progreso que, de
seguro, se convertirían en una realidad; plenas de confianza, dieron por terminada
su visita y regresaron a Bogotá, después de conocer con amplitud los hermosos
lugares de esta población.
Da la impresión de que a Heriberto lo habían destinado a
que permaneciera pocas temporadas en los lugares a los que lo asignaban;
Guillermo Rodríguez, su amigo en San Bernardo, lo llamó telefónicamente para
ofrecerle la Secretaría Académica de la Normal que él dirigía. Obviamente,
ofrecimientos de esta naturaleza ampliaban, cada día, sus expectativas y no
podía negarse a aceptarla. En definitiva, Heriberto parece que había nacido
para aceptar desafíos, para continuar por el sendero que el Poderoso le
brindaba, para caminar por él sin jamás perder la esperanza de que llegaran
tiempos mejores para los suyos.
Renunció al cargo en la Caja Agraria, agradeciendo
siempre a Glauco, por su solidaridad, y de inmediato viaja a San Bernardo, para
asumir, previo el lleno de los requisitos pertinentes, el cargo que le habían
ofrecido; con Rodríguez, Rector de la Institución educativa, y su inmediato
jefe, estableció una excelente amistad, que nunca saldría de lo más hondo de su
ser.
Esta actividad la adelantó de la mejor manera posible y
fue del agrado de sus compañeros, de todos quienes dependieron de sus
funciones; también le asignaron cátedra como profesor de inglés y de
Contabilidad, preparación con la que fortunosamente contaba, ya de tiempo
atrás, para poder ejercer su magisterio.
XIII
Comienza, en el sendero inevitable de un futuro incierto,
otra etapa de la vida de Heriberto, que camina en procura del cumplimiento de
los ideales que se había forjado desde temprana edad. Jamás podrían desaparecer
unos sueños hondos y bien cimentados que, antaño, habrían de consolidar un
destino, pero hecho a voluntad y condición de su propio yo, o de otro yo
existente en su complejidad.
Fue, otra vez, el tiempo y el espacio para gozar de la
presencia de su nunca olvidado amor, Alda debía estar a su lado,
permanentemente, si se quiere, en la ya accidentada existencia de su vida, esto
es, en las buenas y en las malas, mas nada es preciso aceptar como realidad y
cumplimiento de proyectos que no se sujetasen a eventualidades, por fortuna
componentes de la proyección del amor. Alda nuevamente estaba encinta de su
tercer retoño, siempre resultante del amor y de las condiciones que una
naturaleza sin ofensas le brindaba.
Uno de esos días, en San Bernardo, surgió en su mente la
necesidad de viajar a Bogotá, fuera como fuere y, porque el impulso fue
incontenible, lo hizo. Cuan inmensa alegría al saber que se trataba de la
llegada, sin consideraciones, de otro retoño que, seguramente, engalanaría el
futuro de su existencia. Inmenso gozo y satisfacción de ver que la felicidad
prevalecía por encima de las dificultades. Un nuevo ser de esperanza y futuro
abría sus ojos a la luz de las ilusiones de quienes siempre confían y han
confiado en la verdadera lucha de su Deber Ser.
No podrían negarse las dificultades que casi
imposibilitaban la atención de su esposa e hija en la clínica de La Samaritana,
pero la vida de los seres justos es grandiosamente obsecuente y justa.
Heriberto, formado ya en la Universidad de la Vida, había constituido una
personalidad fuerte, sólida y capaz de afrontar cualquiera de las dificultades
que el mundo le deparase; así no le fue difícil legalizar todo lo pertinente a
esta nueva experiencia de su ya consolidada variable vida. Una vez más, fuera
de estas casi necesarias acciones del sistema, con felicidad y satisfacción
pudo llevar a su esposa y a su nueva hija, Anita Lucía, a San Bernardo.
La vida trascurre sin que se evidencie, a veces sin
notarlo, la existencia de una mejor vida de la esperanza, constituida, pero
atravesada por inconvenientes, que tocan con la politiquería del sistema
vigente. En su labor como profesor, también, en alguna ocasión, en que el
encargado de la disciplina, los días domingos, no pudo llevar a los alumnos del
internado a la misa obligatoria, por la Iglesia Católica en ese entonces, tuvo
que reemplazarlo y asistir con ellos al ritual. Cuál fue su sorpresa cuando oyó
que el cura celebrante, a la hora del evangelio, desde el púlpito, expresaba:
“No estamos bien en nuestra católica población. Un personaje, no bienvenido,
está presente con los alumnos, en la santa iglesia y no debemos permitir esto,
porque se trata de quien no comulga con los principios religiosos de la
Iglesia”.
Palabras más, palabras menos, como era obvio de esperar,
el cura le había echado encima a los feligreses y era sano salir antes de que
la misa terminase y pusiera en peligro su integridad, puesto que se trataba de
pobladores quizá manejados por la derecha, quizá de extrema, como era fácil
observar en ese entonces en las instituciones de dirección y los politiqueros,
en general. Esto se había dado como consecuencia de los vivas que Heriberto,
con algunos tragos encima, había gritado: “¡Viva Cristo y el partido
socialista!” Sin embargo, sus relaciones con varios de ellos, incluso con la
policía, nunca habían ido más allá del peligro previsto.
El rector del establecimiento no le dio mucha importancia
al hecho y siempre compartió muchos de sus ideales con el Secretario Académico;
tomaban sus tragos juntos y, en otra ocasión, hasta participaron en apoyo al
equipo de basquetbol de la ciudad de Tunja, de la Universidad Pedagógica, en el
Departamento de Boyacá. Sus amigos profesores más cercanos jamás dejaron de
serlo y algunos eran partidarios, también, de sus principios ideológicos.
Gregorio Palomeque y Héctor Rodríguez, oriundos del Chocó y Boyacá,
respectivamente, fueron sus contertulios y partícipes de sus sanas parrandas,
encabezadas por el Rector. Respecto a los demás compañeros, colegas y
empleados, jamás existieron desavenencias; aparentemente, todo marchaba en
buena camaradería. El progreso de la institución era muy notorio y el
cumplimiento de la parte económica eficiente.
En cuanto a la zona se refiere, la tenían en cuenta como
peligrosa, porque no había sido ajena a la violencia política del país. San
Bernardo, como una población altamente dominada por el partido conservador,
quería imponer sus criterios a como diera lugar, más todavía si se tiene en
cuenta que, en toda la zona del Sumapaz, especialmente Pandi y Cabrera, eran
políticamente opuestos; a esta última la dominaba Juan de La cruz Varela, con
cinco mil hombres, de fusil al hombro.
No se puede eludir que a Heriberto lo veían bien en estos
parajes, dada su convicción de izquierda, pese a que no existía nexo político
alguno; de seguro esto explicaba, el pensar oculto o soterrado de los
habitantes de la zona de derecha, en esta instancia. Alda se mantenía ajena a
estas circunstancias, hasta cuando un día alguien desconocido, muy sutilmente y
en su propia residencia, le preguntó que dónde estaba su esposo en ese momento;
aún inocente sobre los avatares de la existencia, le manifestó que posiblemente
en el parque, pero el infortunio no estaba del lado de Heriberto. Prevenido por
sus compañeros, Héctor y Palomeque, conoció del interés de quien lo buscaba y
se ocultó, porque en esta ocasión se trataba realmente de matarlo. Y no fue
solo esta vez el intento, pues, al salir de la casa Albilio, hijo de los dueños
del domicilio en el que vivía Heriberto, en horas tempranas de la noche, lo
atacaron con un machete, sin consecuencias fatales, porque, al reconocerlo, le
expresaron:
— Disculpe, joven Albilio, lo confundimos. — Ciertamente,
Albilio tenía un enorme parecido con Heriberto.
Otras tantas veces, de esta naturaleza, se dieron estas
tentativas, pero nunca hubo consecuencias trágicas. La verdad es que existían
intereses de matar o asustar a Heriberto para que, pueda entreverse, abandonara
la zona; no obstante, la necesidad de la sobrevivencia y el ingreso pecuniario
primaban y continuó en su cargo.
Un personaje de apellido Rozo, reconocido y temido
delincuente adinerado, un día visitó a Heriberto en su propia residencia para
sobornarlo, pues abogaba por su hijo, quien había perdido el año escolar; ante
el ofrecimiento, con entereza le respondió que no estaba para esas trampas, de
promover a quien no se lo merecía y le pidió, cortés, pero notoriamente disgustado,
que se retirase de su casa; no podría dudarse que se había ganado otro enemigo.
Al enterarse del hecho, el Rector y sus colaboradores
inmediatos aplaudieron su actitud, sin que dejara de notarse la incomodidad de
otros; tanto Guillermo Rodríguez como Heriberto muy pronto cayeron en la cuenta
de que ya no los querían en este lugar. Pronto se conoció la noticia de que al
Rector lo trasladaban y, en su reemplazo, vendría un miembro del Opus Dei,
noticia que puso en peligro la permanencia de Heriberto como Secretario
Habilitado y profesor y, al final, habría de significar también su traslado. No
tardó mucho tiempo en que se diese el traslado de Guillermo y, por
consiguiente, la llegada de su reemplazo.
Heriberto no recuerda el nombre de ese ciudadano porque
la antipatía que, desde el principio, fue notoria en todo el personal, tanto de
algunos docentes como de varios de los demás trabajadores, él tampoco pudo
evitarla, más aun cuando el nuevo Rector, también así la evidenciaba hacia el
Secretario y era expreso que lo trasladarían.
Dadas estas circunstancias y al tomar en cuenta que su
estadía en la zona se había tornado realmente peligrosa, decidió enviar a su
familia, nuevamente, a Bogotá; era el momento, porque incluso se presentó un
nuevo ataque, por parte, esta vez, de Rozo, menos mal, sin tragedia personal
que lamentar, pero sí con la dureza en las manifestaciones ofensivas, de parte
y parte.
Más temprano de lo esperado, llegó la orden de traslado a
la población de Útica. Jamás pensó Heriberto aceptar esta orden y decidió, muy
equivocado, para el futuro que se le venía encima, abandonar el cargo sin
renunciar. Esta actitud, para recurrir a una frase popular, fue darle papaya al
Opus Dei, para que no solo lo acusara de abandono del cargo, sino de no presentar
cuentas económicas de su labor en la posición que había ocupado.
Sin procurar defensa alguna, vino a su mente, al pensar
en lo que habría de suceder, viajar a Santa Marta, ciudad desde la cual podría
salir del país hacia Alemania, ilusión que, a menudo, le había surgido; con la
anuencia de su esposa, así lo hizo y así se da el comienzo de un nuevo sendero,
indudablemente espinoso, para su caminar por el mundo.
Alda y los tres niños, después de algún tiempo en Bogotá,
viajaron a Pasto, al hogar de su madre, no sin antes enviarle algún dinero a su
esposo, quien sufría dificultades en Santa Marta. Este dinero jamás se lo
entregó Castro, un conocido de Heriberto, quien había de viajar también a Santa
Marta con la intención, posteriormente, de hacerlo a Alemania.
XIV
La estadía de Heriberto en la Costa Atlántica la pasó en
un hotelucho cualquiera, pero cercano a la Avenida de la Playa de Santa Marta y
al puerto carguero, el que cotidianamente visitaba, con el interés de poder
embarcarse. La situación se le hacía cada vez más difícil, por cuanto no
encontraba las posibilidades de viajar a Europa, como era su deseo. Mientras
tanto, al escribir uno que otro poema en un grill, lo abordó el bajista del
conjunto que allí tocaba y, al darse cuenta de su quehacer, le pidió que le
hiciera un acróstico para su novia; así lo hizo y le agradó al músico que, a
renglón seguido, le preguntó si sabía cantar; le contestó que sí; entonces, el
músico le ofreció que cantara en su conjunto, pero que interpretara la guitarra.
Con sus rones adentro, algo ebrio, lo pensó dos veces y
le respondió que nunca había tocado una guitarra eléctrica y tenía desconfianza
de poder hacerlo.
— No es difícil, — le dijo el joven artista —; si se
anima, estoy seguro que lo logrará, — le insistió.
Animado por tal certeza, aceptó hacerlo; su estado y
ausente de sus seres queridos lo impulsaron a lanzarse a la escena; siempre, en
sus parrandas, lo había hecho, cantando lo que más le gustaba, Lejos de ti,
Borinquén, el bolero, quizá el primer bolero, grabado por el trío Los Panchos,
de reconocida fama.
Subió al escenario, tomó la guitarra y, bien acompañado
por el conjunto de jóvenes músicos, inició su actuación ante un público que no
era costeño, sino del interior del país; en principio, sintió que pisaba un
suelo de algodón y le daba la impresión de que se hundiría en él; los primeros
aplausos cambiaron el suelo de algodón por acero; lograba, con éxito, el favor
del público y del conjunto musical. Por fortuna, las melodías que conocía
estaban acordes con el género que gustaba a los asistentes al grill Venecia, lo
que le significó que actuara durante quince días, sin que, en ningún momento,
faltara el aplauso estimulante a su incipiente vida de artista.
Así las cosas, un día vio la oportunidad de embarcarse
como polizón en la bodega de un barco, con destino a su ilusión; llegado que
hubo, cerca de las costas de Puerto Rico, lo descubrieron y remitieron sin
camiseta, sin blusa, al aire libre, en una embarcación pequeña y veloz,
sometido al sol y al viento, que le quemaron las espaladas, casi de gravedad;
desembarcado en Santa Marta, fue a un hospital para hacerse las curaciones que
lo recuperaran de sus quemaduras.
Transcurrían ya tres meses de su estadía en el puerto y
no encontraba otra alternativa sino cambiar de rumbo, esta vez hacia el sur;
pensó en el Ecuador y, como debía dinero en el hotel, tomó lo que pudo, pero
dejó dos maletas con ropa buena y, lo peor, con el álbum de fotografías de sus
seres queridos, de sus tres retoños. Parte de estos enseres los recuperaría su
hermano Memo, en uno de sus viajes a esta ciudad costera del Caribe, pero no, y
hasta hoy, le ha sido factible volver a tener en sus manos las imágenes de sus
seres más queridos, su esposa y sus hijos.
Sin comprar pasaje alguno, abordó el primer bus que
saliera hacia el sur, no importaba hasta qué lugar, pues su interés era llegar,
lo más pronto posible, a Pasto y de allí continuar su viaje; se bajaba de un
bus y, de inmediato, subía a otro, sucesivamente, sin descanso y sin dormir, o
muy poco, hasta cuando llegaba a su primer destino. Inmensa fue la felicidad al
tomar en sus brazos a su esposa y sus tres retoños y más triste le resultaba
pensar que solo esa noche de su llegada gozaría de su presencia, dormiría y
continuaría, al día siguiente, su viaje hacia el Ecuador.
Efectivamente, procedió, con mucha pena y dolor, a
continuar con otra variable de su existencia; una vez en Ipiales, previo
arreglo de su documentación, pasó a Tulcán, primera ciudad del norte
ecuatoriano; de inmediato, tomó asiento en un bus que iba directamente a
Guayaquil. En esa ciudad, sabía que un amigo, un gran amigo, a quien jamás
volvería a ver después de este episodio, Hernán Buchely, se encontraba
estudiando Ingeniería, quien, con posterioridad, según algunas informaciones,
se habría visto envuelto, quizá, en similares circunstancias y hasta la muerte.
Jamás ha podido olvidar a este solidario compañero, quien siempre vivirá en lo
más hondo de su corazón.
A él acudió y muy presto a sus desventuras le prestó todo
el apoyo que solamente un ser noble, sincero y sano puede brindar; le permitió
o, mejor, lo invitó a que se quedara en su apartamento, en el que organizó su
lecho sobre periódicos. Pronto, consiguió trabajo en 5, 6 y 7, apuestas del
velódromo, y en el Totogol, juego de apuestas que existía en otra hora en ese
bello país. Esta fue la forma de desenvolverse mejor y gozar de algunas
entradas pecuniarias, que le permitieron mejorar su situación hasta cuando, una
mala noche, después de terminar su labor y dado algún desafuero, lo asaltaron y
le vaciaron los bolsillos de lo poco que llevaba.
Hecho a los infortunios, en esta intensa época de su
vida, este hecho no incidió en su férrea voluntad de seguir el camino por el
duro sendero que quizá el destino le había deparado. Luego, conoció a un
personaje vallecaucano, oriundo de Sevilla, quien le ofreció trabajo en el
Perú, hacia donde él, a menudo, viajaba para inyectar ganado, entre Lima y, su
puerto, El Callao. Dispuesto a afrontar lo que se le presentase y al advertir
las buenas intenciones de su nuevo conocido, Adalberto, aceptó la oferta y, más
temprano que tarde, viajó con él hasta esa zona, en la que no solo aprendió a
inyectar vacunos, sino equinos, aprendizaje que, luego, le serviría para hacerlo
con seres humanos.
Solo dos o tres veces llevó a cabo esta labor y regresó
nuevamente a la ardiente Guayaquil, sobre todo en la época decembrina, otra vez
al apartamento de Hernán; no obstante la nostalgia que fatigaba su alma, al no
tener a su lado a sus seres impulsores espirituales, de algún modo pudo vivir
con alegría las locas festividades guayaquileñas, junto a su excelente amigo.
El tiempo transcurría de modo inexorable y el corazón,
atravesado duramente por la ausencia y el deseo de tener cerca, muy cerca, a
sus seres del corazón, debilitaba, poco a poco su voluntad, amén de las misivas
que había recibido de Alda, quien, por sugerencia de otro amigo, Chepe Maya, lo
invitaba a que laborara en Pasto, como profesor. Ante esta oportunidad, dio por terminada la
estadía en el país hermano y se impuso el regreso a Colombia. Después de
agradecerle a Hernán y a un compañero venezolano, de apartamento y de estudios,
viajó, lo más rápido que pudo, hacia su nuevo destino.
Precisamente en época del Carnaval de Negros y Blancos en
Pasto, arribó a la nueva residencia del hogar de doña Leonor, su suegra; la
alegría, después de los tres últimos meses de ausencia, fue indescriptible.
Gozaba, otra vez, del calor de un hogar, pero sin que obviase su preocupación
por una supuesta denuncia, que había interpuesto el Opus Dei, a raíz de lo
sucedido en San Bernardo.
Una nueva sorpresa lo esperaba. Alda estaba encinta de un
nuevo retoño, Jane Alicia, a quien, como a todos, se esperaba con la ilusión
que los hijos les traen a sus padres, pese a las dificultades que se estuviesen
viviendo; además, la oferta de nombramiento en el Departamento de Nariño, como
profesor de primaria, teniendo en cuenta que gozaba del escalafón requerido,
fue una realidad. Chepe Maya, entonces supervisor de educación o, quizá, ya
Secretario de Educación Departamental, produjo el nombramiento correspondiente,
que lo ubicaba en la población de La Florida, en el cargo de maestro seccional,
de la escuela de varones.
Una vez nacido, en casa, su cuarto retoño, se posesionó
de su cargo y se trasladó de inmediato a su nuevo lugar de trabajo. Después de
conseguir el alojamiento requerido, inició sus labores, por fortuna, con éxito
y buen aprecio de sus compañeros y amplia aceptación de los alumnos y padres de
familia. Con frecuencia viajaba a Pasto, para visitar a los suyos y así lo
haría hasta tanto estuviese en condiciones de poder residir en su compañía.
Otra etapa de su existencia había iniciado y, una vez más, sus ilusiones de
triunfo parecía que crecían. Nunca desesperó, hasta tal punto que pudiera
apartar de su mente el deseo de un mejor porvenir; parecía que el mundo le
mostraba una vez más la esperanza de la felicidad.
En el justo tiempo necesario para poder convivir con los
suyos, buscó un alojamiento apropiado a sus necesidades y acorde con sus
ingresos; no fue difícil y, aunque sin amoblar, lo consiguió; era urgente,
hasta alquilar una cama y otros enseres, para que pudieran tener una vida
digna. A la edad de tres meses, aproximadamente, de la última hija, sus seres
queridos se trasladaron a La Florida, lugar en el que, con gran felicidad,
expreso por Alda, se podía vivir. Heriberto, a diario, asistía hasta El
Barranquito, sede de la Escuela de Varones, y trabajaba con intensidad, tanto
que llevó a sus alumnos, de quinto de primaria, al aprendizaje del béisbol,
deporte desconocido, hasta entonces, en la zona.
Sin embargo, alguna vez y a la vista de una radio
patrulla de la Policía, que nunca antes había visto en el sector, volvió a su
mente al pasado vivido en San Bernardo y el abandono del cargo que ocupara y
corrió, con la idea de que era a él a quien buscaban, hacia el monte y, por
caminos de a pie, llegó casi hasta Sandoná. En alguna de las viviendas le
informaron que regresara, que su familia lo necesitaba; así lo hizo y comprobó
que estaba equivocado, con lo que recuperó nuevamente su tranquilidad.
Con el tiempo, consiguió una vivienda cerca de la
escuela, al frente, muy adecuada, una estancia campesina en la que todos
pudieron realizar, con más felicidad aún, sus labores de hogar y criar algunos
animales pequeños de finca. Alda vivía a plenitud y esperaba un nuevo ser en su
prolífico vientre. Constantemente los visitaban sus familiares de la ciudad y
las relaciones con los lugareños eran excelentes.
Cumplidos los nueve meses de embarazo, nació Sandra,
asistida por Heriberto y una enfermera; ahora eran ya cinco hijos: los tres
primeros bogotanos, la cuarta pastusa y la última floridana. No cabe duda que se pueda aceptar el refrán
de que “Todo hijo nace con su pan bajo el brazo” y, en verdad, por el momento
la situación era cada día mejor, lo que coincidía con la visita de varios
familiares, quienes mucho gustaron de la zona. Abrió los ojos al mundo su nuevo
retoño, esperado, como todos, con la dicha y la esperanza que traían al hogar,
desde la belleza del bendito vientre de una madre incomparable.
Mayor fue la felicidad, en particular para Heriberto,
cuando tuvo la grata noticia de que la Universidad de Nariño abría en jornada
nocturna el programa en Lenguas Modernas, en la Facultad de Educación, con lo
que le había llegado la oportunidad de continuar sus estudios profesionales y,
sin dudarlo, consiguió matricularse, al cumplir con todos los requisitos
pertinentes.
Con toda la responsabilidad necesaria para cumplir con
sus estudios, a diario, después de terminada la jornada de clases en la
Escuela, viajaba a Pasto, no sin dificultades, porque, a veces, tenía que
caminar varios kilómetros para poder conseguir el transporte; en varias
ocasiones, también, tuvo que regresar a su chocita de la felicidad. En Pasto,
terminada la jornada nocturna, pernoctaba en casa de su querida tía Irenita y
en la mañana, muy temprano, viajaba en la lechera, un camioncito, así
denominado porque se encargaba de transportar la leche de la zona hasta la
ciudad, a las que separaba una distancia de 27 kilómetros, por carretera
destapada.
Después de dos años de permanencia en esta zona y en
procura de mejoramiento, el Supervisor de Educación de entonces lo ascendió a
Director de la Escuela Urbana de Varones en la localidad de Yacuanquer, de
tierra fría, situada al sur-occidente, a solo 20 kilómetros de la capital del
Departamento. La posesión del cargo y el viaje fue inmediato y su residencia en
la misma escuela, razón clara para entender un mejor estar.
Los pobladores de esta zona de Nariño nunca fueron
iguales que los floridanos; sin embargo, Alda, como se verá luego, se ganó la
voluntad de muchos, al actuar en varias piezas de teatro, dirigidas por el Juez
del municipio, quien siempre fue gestor de cultura y actividades de desarrollo.
Heriberto, por su parte, orientó, lo mejor que pudo, tanto a sus colegas como
al estudiantado, en el aprendizaje, concepto fundamental, para la formación
crítica y creativa del ser humano.
Respecto a la asistencia a la Universidad, las
dificultades fueron mayores, pero todo en la vida es solucionable; por
entonces, estaba en construcción la Vía Panamericana, entre Pasto y El Cebadal,
sitio por el que se llegaba hasta Yacuanquer; por consiguiente, el transporte
se dificultaba, pero, por una vía u otra de a pie, a veces con barro hasta casi
las rodillas, asistió siempre a la Universidad. Igualmente, pernoctaba en casa
de la tía y, en pocas ocasiones, regresaba la misma noche de salida de clases
de la Universidad a Yacuanquer, por cuanto, al tratarse de una ruta que une a
Pasto con Ipiales, el transporte se hacía, muchas veces, por una vía alterna,
pero totalmente destapada y en malas condiciones.
No fue larga la temporada en Yacuanquer y le llegó el
traslado a Pasto, a la Escuela Cristo Obrero, esta vez no como director, sino
como seccional; nuevamente tuvo un buen desempeño y Alda fue una gran
colaboradora, en las festividades de la Escuela, al participar como actriz
principal en las presentaciones de obras teatrales, dirigidas por el profesor
Degar, también amante del desarrollo cultural, en los espacios donde le hubiere
correspondido trabajar.
La consecución de vivienda fue fácil y lograron un buen
apartamento, cuyos propietarios resultaron hasta ser sus parientes; en una
ciudad se facilitaba más todo; incluso lo invitaron a trabajar hora cátedra,
como profesor de inglés, en un colegio privado, lo que le permitió poner en
práctica sus conocimientos de idiomas, adquiridos con enorme responsabilidad en
el Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad, en el que siempre gozó
de excelente prestigio.
De igual manera, fue profesor de idiomas en colegios
oficiales nocturnos, de los que goza de inolvidables recuerdos, en especial del
grupo de estudiantes con el que inició la instauración del programa de Economía
en la Universidad de Nariño, del que, con el tiempo, egresarían varios
profesionales reconocidos que hoy ejercen con satisfacción su carrera y han
sido, siempre, muy gratos, aún en la distancia.
XV
Así, con todos los logros que había concretado, era de
esperar una mejor situación en todos los campos de su actividad pertinente,
pero jamás había desaparecido de su imaginación la preocupación por su pasado
en San Bernardo. La familia había crecido y esta vez otra hermosa niña
engalanaba su hogar, Yolita, la bella niña de “las relaciones públicas”, como
ella se autodenominaba.
Su labor en el establecimiento educativo, de propiedad de
las Hermanas franciscanas, fue óptima y gozó del aprecio, tanto de las
directivas como de las estudiantes, de los varios grados en que adelantaba su
docencia.
En el colegio, como en muchas otras partes, nunca aceptó
que lo interrumpieran durante la sesión de clase; no obstante, un mal día,
desde portería, le anunciaron que lo requería un amigo, con carácter urgente;
salió y encontró a un agente del Departamento Administrativo de Seguridad
(DAS), que le manifestó que tenía una orden de captura, simplemente una orden,
cuyo por qué no sabía, pero que lo obligaba a conducirlo hasta Bogotá.
Heriberto le pidió que le permitiera hacer unas llamadas
y llevar lo necesario para viajar; por fortuna, el agente lo admitió y pudo
hablar con Norman Alhach, un excelente amigo y profesor de idiomas, quien se
encargó de buscar el reemplazo en el colegio e informar a la familia en Bogotá;
luego fue hasta su hogar y les manifestó a su esposa y a su querida tía, que
estaba con ella, sobre la necesidad imperante de hacer este viaje, como parte
de una representación sindical. Sus seres queridos intuyeron qué sucedía y no
dejaron de notar su angustia al respecto; por su parte, el agente manifestaba,
tanto en el momento de la aprehensión como durante el viaje, que el capturado
nada tendría que ver con algo grave, que no podía ser dada su personalidad.
Mientras esto sucedía, su familia solicitaba el permiso
correspondiente, en la escuela donde era docente y en la capital sus hermanos
lo recibían, desde luego, muy preocupados, sin que el agente que lo acompañaba
se opusiese, pues en virtud de la convicción de inocencia del detenido aceptó
pernoctar en el hogar de su familia y presentarlo solo al día siguiente en las
oficinas del DAS; lo lejanamente esperado en su Persecución Imaginaria se había
abierto paso en la realidad y había que esperar, ahora, el desarrollo de más
acontecimientos, en la constante lucha por la existencia. La noche fue larga y
la vigilia instauraba en el pensamiento un sinnúmero de cosas, muchas ajenas a
sus vivencias cotidianas. No se puede detener el tiempo de la naturaleza y es preciso
asumir las consecuencias, con valor y decisión; sin acatar en su plenitud la
frase filosófica: “Lo que ha de ser, no se puede evitar”, algunas veces, como
lenitivo, tranquiliza el espíritu.
Con estos pensamientos, llegó el día y la hora de
presentarse ante la dirección del DAS. Después de los trámites del caso, lo
condujeron a un calabozo, junto a otro capturado, de nacionalidad peruana,
quien, por fortuna, entabló buenas relaciones con su nuevo compañero de celda,
la que estaba prevista de dos catres y la letrina, todo rústico e inapropiado
para los retenidos. Durante el día, como costumbre del establecimiento, los
conducían al patio general, en el que se observaba, sin dificultad analítica,
la calidad de personas que allí se hallaban; algunos expresaban que su estadía
allí no era otra cosa que un período de descanso vacacional de sus labores
cotidianas y que pronto volverían a gozar de su libertad.
Los alimentos se los hacían llegar los familiares y se
los entregaban sin ningún tipo de cubiertos; tenían que comer solamente
recurriendo a las manos; a Heriberto le llegaban de parte de sus hermanos y el
comedor era su propia celda; su hermano menor tuvo la excelente idea de
llevarle una obra de Maquiavelo, El Príncipe, la que leyó con detenimiento y
luego se la obsequió a su compañero. Así transcurrieron dos días, durante los
cuales, por fuera, sus hermanos se encargaban de buscar el abogado que habría
de defender su causa; al cabo de ellos, se ordenó su traslado a Fusagasugá,
donde se creía se había radicado la denuncia pertinente y que correspondía a
los delitos de la zona, lo que incluía a San Bernardo.
El traslado se hizo en un carro particular, que
pertenecía al abogado defensor; una vez en el lugar de destino, lo condujeron a
la cárcel; previa charla con el director, permitió que su domicilio fuera la
celda de retención del recién llegado; no fue duradera su estadía en el lugar,
pero vale referir que, en la mañana, en su primera salida al patio general,
encontró a Rozo, de San Bernardo, con quien había tenido un conflicto y la
sorpresa fue enorme, tanto para el uno como para el otro. Rozo manifestó su
extrañeza al ver al profesor en el lugar, porque creía que ya no estuviera vivo
y le comentó que a él lo habían juzgado por homicidio, lo que no le pareció
raro a Heriberto porque había intuido, cuando lo conoció, que se trataba de un
criminal. Llegada la tarde, todos se recluían en sus respectivos calabozos,
para continuar con la rutina, día por día.
Transcurrido el tiempo, sin ser indagado en las primeras 72
horas, como entonces lo estipulaba la Ley, le solicitó al carcelero lo llevara
ante un juez, para plantear el recurso de Habeas corpus, figura jurídica
establecida para tales fines; una vez en las oficinas del funcionario, solicitó
una máquina de escribir y procedió a la elaboración del memorial que presentó
ante la autoridad competente y de inmediato se lo concedieron. El abogado
defensor, al conocer lo que había hecho su defendido, no estuvo de acuerdo,
porque consideraba que iba a perjudicar la acción del juez de reparto
pertinente, pero existen instancias en la vida en las que tiene validez el
dicho: “Primero yo, segundo yo y tercero yo”.
Una vez en libertad, lo primero que hizo fue llamar por
teléfono a su madre, luego a su esposa y manifestarles que, sin regresar a
Bogotá, de inmediato procedía a viajar a Pasto; las cosas habían salido como
todos, posiblemente, lo esperaban. El mismo agente encargado de su captura lo
había asegurado, al decir que en unos tres días, Heriberto estaría de regreso a
su hogar y a su trabajo; su temperamento, manifiesto antes, era el del
triunfador e impulsivo y no podía esperar los turnos de los transportadores
para viajar; abordaba el primer vehículo que saliera con destino al sur del
país, para así llegar lo más rápido posible para gozar del calor de su hogar.
No obstante, nunca, durante el tiempo requerido de prescripción del delito, del
que se lo culpase, pudo obviar su preocupación de que no lo juzgaran, para
comprobar su inocencia.
Llegado que hubo a su tierra natal y a su residencia, es
evidente que asumió con alegría la satisfacción y manifestaciones de gozo que,
plenamente, le expresaron todos los suyos. De nuevo se iniciaba así otro pasaje
de su vida, al que solo tocaban, en su espiritualidad, las dudas conflictivas
del amor, en el que en general, desde cierto punto de su vida, ya nunca pudo
creer y que han subsistido por siempre, amén de lo expresado respecto a los
años de prescripción que, airosamente, pronto se cumplieron.
Para la temporada anual de promoción de libros, de
Editorial Voluntad, lo seleccionaron, a partir de la propuesta hecha por un
funcionario, quien siempre creyó en sus capacidades, por el Director de
educación primaria del Departamento de Nariño, para desempeñar otra labor que
mejoraba su status intelectual y su ingreso económico; con clara satisfacción
económica de la entidad referida, en la época de promoción de textos, que
desarrollaba incluso con presentaciones tipo conferencia, ante el magisterio
tanto de primaria como de secundaria, le ofreció la apertura de una oficina en
Pasto, propuesta que aceptó de inmediato. Al organizarse la oficina como se
debía y en el centro de la ciudad, inició sus labores, por allá en el año 1969,
en la temporada siguiente a su vinculación como promotor, con secretaria y
cuatro funcionarios temporales, previamente preparados para los fines
pertinentes; para el cabal cumplimiento de sus funciones, se vio obligado a
renunciar a su posición como profesor seccional, que, por entonces, ocupaba en
la escuela de varones, que dependía del colegio de los jesuitas San Francisco
Javier, hoy Javeriano.
El desarrollo de ventas, en la región, se superó
ampliamente y a Heriberto, como director seccional, lo felicitaron y le
ofrecieron la Dirección general de la región sur-occidental, con sede en Cali,
cargo que no podía negarse a aceptar y, a renglón seguido, procedió a la
correspondiente posesión, con el respectivo traslado al Valle del Cauca. Una
vez allí y con la colaboración del personal de planta existente ya en las
oficinas, procedió a la reorganización total del establecimiento, incluso con
la realización de entrevistas a profesores, quienes trabajarían en la temporada
correspondiente al año 1971.
Se instaló, mientras conseguía una casa para trasladar a
su familia, en un hotel cercano a la sede; el desayuno lo tomaba abajo, cerca
también a su lugar de trabajo; más exactamente en la cevichera del conocido
cantante Lucho Bowen. Transcurridos dos meses de estadía, el 13 de junio sintió
un impulso extraño que lo llevó a viajar a Pasto, pues intuyó que ese día iba a
nacerle otra hija, por cuanto su esposa había quedado de nuevo encinta; tomó el
vuelo correspondiente a la mañana y, en una hora, estaba en su residencia, en
su ciudad natal. Una enorme sorpresa lo inundó de alegría al haber acertado en
su presentimiento; en verdad, a su esposa la habían hospitalizado y dio a luz
una niña, la séptima de sus adorados retoños, Claudia Lorena. Dados los pasos
necesarios en esta eventualidad, llevó a su esposa y a su niña a casa, para la
atención pertinente, que sus familiares le brindarían.
Cumplida la labor, que su corazón le había anunciado con
tanta precisión, retornó a Cali y se entregó de lleno a su trabajo de
elaboración, con la mejor precisión y calidad, del proyecto correspondiente para
la promoción y venta de los libros producidos por la entidad. Durante un buen
tiempo, visitó a los distribuidores de Voluntad, quienes se encargarían de las
ventas de los libros que solicitaran los centros educativos de primaria y
secundaria, no solamente en Cali, sino en todo el Departamento del Valle y del
Cauca. En Pasto, sucedería igual con el personal que ya había contratado
previamente; en compañía de los más antiguos promotores de Cali, viajó a varias
ciudades del Departamento del Valle, en las que dictaba conferencias, tanto
sobre los contenidos, como sobre la calidad de presentación física y
elaboración de los textos de estudio. Realizada la promoción, las escuelas y
colegios, tanto públicos como privados, elaboraban las listas de textos que solicitarían
al estudiantado, quienes procedían a su compra en los almacenes distribuidores
o simplemente vendedores.
De nuevo en Cali, en el Barrio Nueva Granada, en el sur,
le fue fácil conseguir una vivienda para establecerse con su familia en forma
inmediata. La felicidad parecía plena en esta oportunidad, por cuanto era muy
favorable la situación pecuniaria, que ampliamente había mejorado; su traslado
había coincidido con el cierre de la Universidad de Nariño, temporalmente,
hecho que había implicado que aún no pudiera terminar sus estudios. Era
necesario solicitar toda la documentación, correspondiente a los nueve
semestres que había aprobado, de los diez que componían el programa, con el fin
de buscar en la Universidad Santiago de Cali, que ofrecía el programa de
Literatura e Idiomas en la noche, su ingreso y matrícula. Tuvo algunas
dificultades en este empeño por cuanto un profesor, exactamente Enrique
Buenaventura, había manifestado que la Universidad no debería recibir
estudiantes especiales. No obstante, y por la ayuda de Norman Alhach, amigo
inolvidable, que se había trasladado a ese centro de Educación Superior y
desempeñaba el cargo de director del Departamento de Literatura e Idiomas, las
dificultades se obviaron, pese a que continuaron durante los estudios, pero las
superó debido a su personalidad.
Con posterioridad a la llegada de su familia al Barrio
Nueva Granada, por deficiencias presentadas en la casa de habitación, requirió
el traslado a otra, de muy buenas condiciones, en el Barrio Santa Isabel; allí
fue más grata la estadía, por la llegada de su padre a vivir con los suyos;
además, a Memo, su hermano de la fuerza Aérea, lo habían trasladado a la base
Marco Fidel Suárez, situación que vino a alegrar todavía más a toda la familia.
En Editorial Voluntad, los resultados de la temporada
fueron excelentes en toda la región, excepto en lo correspondiente al
Departamento de Nariño, donde se redujeron notablemente las ventas, hasta tal
punto que le ordenaron, desde la Dirección administrativa, el cierre inmediato
de las oficinas de Pasto. Consideró lamentable tener que despedir al director
de la oficina y a la secretaria y aceptar la imposibilidad, por el momento, de
impulsar el desarrollo en su Departamento y en su ciudad natal; y triste fue
esta situación, porque así como había abierto esta oficina, él mismo tuvo que
cerrarla.
De todas maneras, lo reconocieron siempre en la empresa
como un buen funcionario, tanto que se dio la magnífica oportunidad, lo que
evidenciaba la confianza que habían depositado en él, de programar una visita
al Ecuador, para visitar algunas de sus ciudades y promover en ellas, con todo
funcionario que tuviera que ver con el sistema educativo, desde el más alto
cargo hasta el profesorado en general, la obra El árbol alegre, que se refería
a la educación, fundamentada en el método didáctico globalizado. Esta visita
tuvo excelentes resultados, tanto en lo personal como para la empresa, pues
posibilitó la aceptación del método propuesto, con notorio éxito, y varias
librerías, en especial de Quito, hicieron los pedidos pertinentes. Además, le
permitió conocer a Monseñor Silvio Luis Haro Alvear, en Ibarra, lingüista,
antropólogo y escritor, y a Monseñor Proaño, en Cuenca, lo que constituiría una
pródiga relación.
Así mismo, en otra oportunidad, se le delegó la
dirección, desde la ciudad de Manizales, en el Departamento de Caldas, para la
promoción de textos y las relaciones con las librerías de la región; los
resultados fueron importantes y de suma aceptación por parte de la empresa.
Justamente, su labor tuvo los resultados deseados y reconocían mucho su
trabajo, lo que lo llevó a participar, también, en la sede principal, en
Bogotá, en la que incluso tuvieron muy en cuenta algunas de sus sugerencias a
propósito de lograr una mejor elaboración de los textos e introducir algunas
correcciones idiomáticas en la serie Nuestra Lengua.
XVI
Aquí, se debe señalar que el Pasado Judicial de Heriberto
había caducado, hacía un buen tiempo, y precisaba renovarlo. Para tal fin, una
mañana temprano se dirigió a las oficinas del entonces Servicio de Inteligencia
de Colombia (SIC), con el objeto de hacer cola, en la Carrera primera con Calle
23; estaba en ella y, desde la entrada, un señor, de mediana estatura,
aparentemente indio, lo señaló y lo llamó; su preocupación fue inmediata; se
dijo, asimismo, que era algo raro; pese a ello, salió de la cola y se le
acercó; ya se ha dicho que jamás había dudado en enfrentar cualquier situación
que fuera. El funcionario, que eso era el individuo, lo condujo al interior y
procedió a reseñarlo, sin decirle nada; cuando salía, le manifestó que al día
siguiente, a tempranas horas, le llevaría el documento a sus oficinas, en la
Editorial Voluntad.
— Por ahora, — le dijo —, lo invito a desayunar.
Aún con extrañeza, le aceptó y aprovechó para
preguntarle:
— ¿Quién es usted? ¿Por qué esa deferencia conmigo? — Ya
en el restaurante, muy cerca al SIC, hoy DAS, se presentó, como Luciano Yarpaz,
un detective encargado de seguirlo desde cuando realizaba sus estudios en la
Universidad; sin embargo, le dijo:
— Nunca me disgustó escuchar sus planteamientos, como
líder estudiantil. Estuve de acuerdo,
porque esa es la realidad colombiana y no puedo negar que es válido
cuestionarla públicamente; con mayor razón, en una institución en la que se
forma la juventud.
Al día siguiente, a las 9, Luciano llegó a la oficina de
Heriberto con el certificado, en óptimas condiciones, sin que su preocupación
hubiese sido válida. No era necesario preguntarle más porque un detective con
esas funciones debía conocer todo respecto a su supuesto vigilado. En adelante,
lo consideró un amigo y tampoco podría olvidarlo.
Con el nombramiento de una secretaria más, acorde con los
intereses del vicepresidente administrativo de Voluntad, y luego de que
Heriberto presentara un proyecto para adelantar en las siguientes temporadas,
que el señor en cuestión se apropió, las dificultades no tardaron en aparecer;
entonces, a Heriberto lo retiraron de la empresa, previo pago de las prestaciones
legales.
Esta fue una triste noticia para los suyos; su status
otra vez había cambiado; había que tomar medidas de inmediato, para no dejar
que decayera su moral y confianza; apresuradamente, se dio a la tarea de buscar
otra alternativa de trabajo. Sus relaciones en la Universidad Santiago de Cali
habían sido positivas y, por insinuación de alguien, visitó las oficinas de
Panamerican Life Insurance Company, con el firme deseo de vincularse, lo más
pronto posible; así fue, sin ninguna dificultad. Estas Compañías de Seguros de
vida, de objetos intangibles, no le obstaculizan, con demasiados papeleos, su
ingreso; ven, en su personal, la posibilidad de aumentar sus ventas y de ser
necesario el retiro de su personal, ya sea por voluntad propia o por algún tipo
de causalidad, se da, entendido esto como una metodología de mejoramiento y de
integridad de sus vendedores.
Todos los lunes, a primera hora de labores, el personal
recibía las instrucciones y la preparación mental para que empezara su labor de
ventas de tales intangibles, con diversos argumentos para convencer a los
compradores, a quienes no entendían como tales, sino como auto-vendedores de
supuestas necesidades. De todos modos, se trata de una ocupación muy difícil,
más si se tiene en cuenta que recurre a algunos visos aterradores sobre la
muerte y otros tantos aspectos, también, de la vida. Heriberto, conocedor de
esta filosofía, no comulgaba con estos argumentos; tenía, eso sí, la urgente
necesidad de conseguir el dinero requerido para el sustento de su hogar; quizá
por eso jamás podría llegar a ser un excelente vendedor de intangibles, lo que,
obviamente, incidía en la conciencia de los compradores. Pese a esta realidad,
en alguno de los pocos meses de vinculación a esta empresa, alcanzó, entre los
vendedores novatos, el segundo puesto, en todo el país. Constituyó este momento
un lenitivo para su hogar, en la tarea difícil y ajena a sus convicciones.
Justamente, conocedora de esta situación, Alda logró
trasladar a su familia a Jamundí, población muy cercana a Cali; jamás dejó de
ser una excelente colaboradora, en los momentos en que más requería de su
ayuda.
De tantos ratos de dificultades en la labor de vendedor
de seguros, un buen día, precisamente un 9 de mayo, cumpleaños de su segundo
hijo, sin un centavo en el bolsillo, se encontraba, muy triste, sentado en una
banca del Parque de los Periodistas, al medio día, esperando que se hicieran
las dos, para reiniciar su labor, con la esperanza de conseguir algún ingreso
que satisficiera su deseo de llevarle algo a su hijo. Inesperadamente, llegó
Luciano Yarpaz que, al observar con cuidado el rostro de tristeza de su amigo,
le preguntó qué le pasaba y, conocedor de su recia personalidad, al enterarse
de lo que le sucedía, lo invitó a que lo acompañase a un almacén y, sin dudarlo
un instante, le compró un pantalón y una camiseta para el regalo que tenía que
hacer cuando llegase a casa. Actos concluyentes de seres positivos, que todavía
existen en nuestro contexto humanitario.
Más adelante, le llevaría un bulto de papas, posiblemente
de Pupiales o de Puerres, tierra natal de Luciano. Imposible e injusto olvidar
acciones de esta naturaleza, pero, más doloroso le ha resultado el haber
perdido sus huellas, porque nunca más lo ha vuelto a ver y esta ausencia pesa
hondamente en su corazón.
En la Universidad Santiago de Cali, sus estudios llegaron
al término; para poder graduarse tuvo que realizar cuatro trabajos, tipo tesis,
que habría de sustentar en público, ante los estudiantes y algunos profesores;
no hubo dificultades mayores y pudo hacerlo con éxito. En esta actividad fue de
vital importancia la colaboración de Alda, quien lo impulsó, efectivamente, en
su elaboración.
En ese trajinar por la vida, daba la apariencia de que la
suerte, sin que Heriberto creyese plenamente en ella, porque los actos
positivos de la existencia deben lograrse mediante el esfuerzo personal
integral, acompañase su caminar por el mundo en pro del bienestar de su
familia; además, en estos momentos de continuada transformación, contaba con la
grata ayuda de su hermano; así, una vez graduado y con el título de Licenciado
en Literatura e Idiomas, uno de los tantos días de ese transcurrir por el
sendero muchas veces espinoso, de su devenir, en ocasiones un tanto angustioso
y neurótico, Alda oyó que, en el colegio de Jamundí necesitaban un profesor de
idiomas; acto seguido, ella manifestó que su esposo gozaba de tal calidad. De
inmediato, Heriberto se presentó ante el Rector, quien procedió a solicitar su
nombramiento a la Secretaría de Educación del Departamento, era de esperar como
profesor de Hora Cátedra, mientras se terminara el ciclo escolar,
correspondiente al año 1973.
Para estas fechas, había nacido ya la octava hija, quien,
para repetir el dicho popular, al parecer “traía el pan bajo el brazo”; se
trataba de Paulita, nacida en el Seguro Social de Cali. Allí, Alda, mujer
también de armas tomar e impulsiva, le rechazó, al médico que la asistía, la
propuesta, que le hizo antes del parto, de que, como ya eran demasiados hijos
los que tenía, debía operarse; de modo que le preguntó que sí él era quien
alimentaba su familia; entonces,
procedió, en virtud de lo dicho, luego del alumbramiento, a dejar el hospital
de los Seguros Sociales; su decisión era consecuente con su disgusto; coincidía
la hora, con la de la visita de su esposo y de su cuñado, quienes, sin
contrariar su decisión, la condujeron a su hogar, muy feliz, en Jamundí,
población en la que gozaron, a menudo, de las visitas, tanto de sus parientes
como las de su esposo, una vez que fuera
trasladado, incluso de un hermano de Heriberto, residente en Alemania; este
fue, en verdad, otro pasaje de la historia muy feliz. Con todos, siempre
compartieron sus dichas y desdichas y forjaron, aún más, la voluntad de vida
plena, sin que nades ni nadie interrumpiese su búsqueda de un bienestar
definitivo que, aunque aparecía, de vez en cuando, habría que lograrlo en su
totalidad.
Una vez terminado el año escolar en Jamundí, Heriberto
decidió visitar la Secretaría de Educación del Departamento, en procura de un
nuevo nombramiento, de ser posible, en propiedad como docente. Cuán grande fue
su sorpresa cuando supo que aparecía nombrado por Decreto, norma que lo hacía
profesor de tiempo completo, que habían de ubicar en alguna población del
Valle. Coincidió esta visita con el encuentro de un compañero de la
Universidad, de un curso anterior, quien se posesionaba como Rector del Colegio
Gimnasio del Pacífico en Tuluá. Sin mediar otra cosa más que el conocimiento
mutuo, este profesor, con evidente seguridad, le propuso que le aceptase su
ofrecimiento como profesor del establecimiento que pronto dirigiría; dicho y
hecho, lo asignaron como profesor de tiempo completo. Era preciso aceptar esta
eventualidad lo más pronto posible y así fue, coincidiendo casi su llegada a
Tuluá con la del Rector. Era un nuevo momento de su historia y un nuevo aspecto
de su vida comenzaba.
XVII
Debidamente ubicado en Tuluá, asistía al Gimnasio del
Pacífico a dictar clases en el área de Lenguaje, de conformidad con el currículo
en español y Literatura, en varios grados, en particular en los superiores. Muy
pronto hizo excelente relación con el profesorado, muy especialmente con los
profesores líderes de la región y con el Rector, para adelantar con idoneidad
su docencia. Se ganaría, entonces, rápidamente, también la estimación del
estudiantado, que adelantaba sus estudios de bachillerato en uno de los
colegios más acreditados y, en general, con la estimación de las gentes.
Muy a menudo viajaba a la residencia de los suyos en Jamundí,
hasta tanto pudiera trasladar a su familia, lo que sería pronto; en una de esas
visitas, por fortuna, al estar en casa, pudo librarla de un intento de asalto,
por parte de unos delincuentes, hecho que no volvió a suceder. Con la bendición
del Señor, primer líder defensor de la Humanidad, en los altos y bajos en este
continuado viaje por el sendero de la vida, que le había tocado vivir, esta vez
parecía que había obviado los obstáculos, en ese propósito firme de constituir
el Deber Ser, que día a día tanto aspiraba conseguir.
De regreso al lugar de su nuevo trabajo, procuraba
conseguir la vivienda que le permitiera trasladar a su familia, pero requería
de la presencia de su esposa, brazo derecho de sus actividades, para la
consecución de la residencia adecuada; así lo hizo y logró, con satisfacción,
su cometido en breve tiempo; conseguida la residencia, pudo, entonces, llevarla
a su lado y gozar de una temporal plena felicidad. Matriculó a sus hijos en
establecimientos muy bien seleccionados, para darles una formación, la mejor
posible, siempre acompañada de su guía y orientación, fórmula válida, en
colaboración con los instructores, como obligación que debe asumir todo hogar
responsable.
Su progreso, en varios aspectos, le produjo gran satisfacción;
en el Gimnasio, no solo trabajó la jornada que le habían asignado, para cumplir
lo requerido como profesor de tiempo completo, sino también se desempeñó como
docente hora cátedra en la jornada de la noche; de igual forma, lo hizo en el
Colegio de señoritas de las Hermanas franciscanas de señoritas y en el
correspondiente de varones. Su actividad crítica y creativa le permitió llegar
a ser miembro del Sindicato de profesores, sub-seccional de la Asociación
Colombiana de profesores de educación secundaria (ACPES), en la región. No le
fue difícil, en virtud de sus planteamientos críticos al sistema educativo y
docente, constituirse en uno de los líderes; incluso, un año lo designaron como
Vice-Presidente Nacional de esta Asociación.
Para cumplir con la representación que le asignaron en
ACPES, tenía que viajar frecuentemente a Bogotá, donde estaba la sede
principal; en principio hubo algunas dificultades, propias de la novatada, con
algunos representantes, cuya formación venía de diferentes grupos ideológicos
del país; esta etapa fue una experiencia de aprendizaje y de consolidación
crítica, respecto a posturas ideales para el futuro.
Su accionar se amplió y, con la fundación de la
Universidad Central de Tuluá, hizo parte del personal académico de la nueva
institución, en la que tuvo gran aceptación y prestigio como profesional, tanto
entre los compañeros como entre el estudiantado. No obstante, estas relaciones
y otras indebidas, le causarían, por culpa del chisme, algunas situaciones
incómodas en su hogar; no podría negarse que algunas tenían razón de ser, por
sus deslices de libertinaje, en una zona propicia para envolverse en estos
hechos; pese a todo, jamás cayó definitivamente en ello; el amor a su esposa y
a su familia se lo impidieron, pero ha sido esta triste historia un enorme e
indetenible conflicto moral en su vida, que le causaría un despertar
comprensivo, indiferenciado del amor y del querer, por parte de quien, toda su
existencia, ha constituido su único amor, con la certeza de que solo una vez se
puede amar, así se dijese lo contrario.
Quizá este díscolo proceder se hubiera debido al amor que
siempre le tuvo a la música y a las intervenciones en el Club de profesores,
denominado Los Pinos, y a las varias excursiones que realizara durante su permanencia
en el Valle del Cauca. Evidentemente las excursiones realizadas con
estudiantes, tanto de colegios privados como de estudiantes de la Universidad y
del Gimnasio del Pacífico, en especial de este establecimiento, fueron varias,
pero muy productivas.
La presencia de su padre en el hogar fue motivo de mucha
armonía y amor para sus nietos; con él, como antes en Jamundí, gozaban de su
creatividad, de su cariño, de su integridad, jamás olvidada, pero tristemente
breve, que forma parte, como todos los aspectos de esta historia, del drama
propio y, lo más importante, de una narración de esta naturaleza; sus dolencias
aceleraron su cercanía al paso de la muerte, entendida como una continuidad de
la existencia en otros lares del infinito cosmos. Ya enfermo, fue necesario
trasladarlo a Bogotá, para internarlo en el Hospital Militar; dada su gravedad,
Heriberto también viajó y lo acompañó hasta el último instante de su existencia
material, que dejaba, para los suyos y para quienes tuvieron la fortuna de
conocerlo, toda la grandeza espiritual, de la que siempre gozó y legó a su
familia, no obstante su corta permanencia en este mundo material. No puede
negarse que fuera una pérdida irreparable, con mayor razón al acaecer a la edad
de 62 años, pero que reuniera en comunión a todos los suyos y que, desde
entonces, las generaciones que le han sucedido, hayan cultivado, a partir de
sus ricos ideales, una unidad psicosomática integral.
En virtud de lo expreso, su hermano Memo, de incansable
preocupación por su familia, siempre estuvo atento a los movimientos de
Heriberto y jamás faltó su presencia, ya fuera en viajes a Pasto o expresamente
a Tuluá, no obstante ya hubiera desaparecido su padre. Un año después de su
adiós, no definitivo, abrió los ojos al mundo una nueva descendiente; se trata
de la última hija biológica, Ivana, y, como de costumbre, vino a traer más
felicidad a la vida. Tristemente, quizá a los diez meses de edad, sufrió un
accidente, al caer desde el segundo piso de la casa, sobre terreno destapado;
fue un impresionante y doloroso suceso, que trastornó, en principio, a sus
padres, pero, al tomar las medidas pertinentes, la trasladaron al hospital de
Tuluá y posteriormente a Cali. Los primeros auxilios recibidos de un excelente
médico, en Tuluá, la salvaron, apreciación que expresó un especialista en el
Hospital de Cali; su cráneo, aún cartilaginoso, al decir del profesor de
biología humana, en el Gimnasio, había llevado a que solamente sufriera una
fisura, que se auto-repararía con el crecimiento.
A Alda, la madre, muy afectada por este hecho, también
tuvieron que hospitalizarla y, algo recuperada, se reunió con su esposo, en el
hospital de Cali; por su parte, Heriberto, tal vez más realista, pero con un
discutible pesimismo, mientras viajaba, pensaba en elaborarle una hermosa
tumba, que llenaría de las flores más bellas y brillantes. Nada es permanente y
el cambio acontece con el tiempo, sin detenerse; los sucesos siguen y la vida
continúa sin fin; el drama avanza y supera, quizá, el mismo entorno de la escritura.
En una de sus visitas a Tuluá, su hermano Memo, lo
invitó, y a los suyos, a un viaje a Coveñas, a la Costa Atlántica, lugar en el
que la oficialidad de la Fuerza Aérea disponía de unas cabañas vacacionales.
Sin ningún reparo, le aceptaron la invitación y Alda y sus retoños viajaron
desde Cali y dejaron a Ivanita, que era muy pequeña, en Bogotá, en manos de
Carmelita, en el hogar de Quique y Estelita; por su parte, Heriberto viajó por
tierra desde Tuluá hasta Medellín y, luego, a Sincelejo y Coveñas.
Pese a las aguas malas o medusas, abundantes en esos
parajes de hermosas playas, la alegría fue inmensa y un momento valioso para
remediar las penas sufridas y antes referidas; más fortalecidos, en su mente y
en su cuerpo, retornaron a Bogotá, en un vuelo de la Fuerza Aérea, donde sus
familiares los atendieron con mucho afecto; de allí, pronto se dio el regreso a
Tuluá.
Por supuesto, ya en el trabajo, las excursiones desde
Tuluá, para que no trastornaran el desarrollo de la vida académica, se
adelantaban solamente en el periodo de las vacaciones escolares; se realizaron
a diferentes regiones del país: al Departamento del Putumayo, al Cauca, al
Huila, a Caldas, al nevado del Ruiz, con estudiantes universitarios, de
secundaria, tanto con señoritas como con jóvenes.
La última excursión, con estudiantes del Gimnasio del
Pacífico, se realizó al Ecuador y hasta el Perú, para lo cual se requirieron
dos buses medianos y se aprovechó el cupo disponible, también, para llevar a la
familia hasta la ciudad de Pasto, lugar en el que ya estaba parte de los hijos
de este hogar tan numeroso, para que disfrutaran de sus vacaciones. Con el
objeto de conseguir los fondos necesarios para llevarlas a cabo era la
costumbre recolectar fondos, mediante variadas formas, como rifas, bonos,
etcétera, acciones que fortalecieran la dinámica de los participantes, en el
desenvolvimiento de estrategias para su consecución, sin que nadie más
financiase sus viajes.
Esta labor de autofinanciación no se adelantaba solo al
principio de sus excursiones, sino durante el viaje y se buscaba, también, la
forma de pernoctar en lugares en los que, instituciones que prestaran este
servicio, lo permitieran; en Pasto, por ejemplo, después de ubicar a la familia
en casa de la tía Irenita, para que luego continuara su viaje hasta la
población de Ricaurte, tierra natal de Alda, el grupo consiguió pasar la noche
en el Cuartel de Bomberos.
Al día siguiente la ruta fue hacia la frontera con el
hermano país del Ecuador, en la que se legalizaron todos los documentos y
permisos necesarios; de inmediato, la meta fue la ciudad de Quito, capital de
la nación; una vez allí, se hospedaron en las instalaciones de un colegio
privado de la comunidad salesiana. En este viaje, Heriberto había considerado
necesario llevar a su hijo Enrique, el pequeñín de los excursionistas, porque
creía que sería un medio más para que lograra una formación integral. No podría
negarse que, en las paradas en varios lugares del país, y aún en el mismo
Quito, se presentaban algunas dificultades, pero su director sabía resolverlas
y aprovechar como recurso formativo, que sus pupilos supieran acoger
comprensivamente. La siguiente ciudad de destino fue Guayaquil, donde, para
pernoctar, recurrió a sus calidades y antecedentes de haberse relacionado con
algunas personas conocidas, previamente recomendadas y formadas, para que
hicieran frente a tales situaciones y prestaran el servicio que de ellas se
requería.
Posteriormente, se viajó en dirección hacia Machala y
Puerto Bolívar, en la costa del Pacífico ecuatoriano, lugar en el que no se
dificultó su estadía, porque quienes más necesitaban economizar sus escasos
recursos pernoctaron en la playa. Es importante resaltar, al respecto, que
varios de los excursionistas gozaban de mejores medios económicos y tenían
libertad, donde fuese, de pasar la noche en un hotel. No podía esperarse que
sus recursos resistiesen todo este recorrido y estadía internacionales, pero
para reunir algunos fondos utilizaron la venta de bonos, hasta donde se lo
impidiesen, como aconteció en Quito, en el Consulado de Colombia, al ofrecer el
hijo de Heriberto, también partícipe de estas actividades, los bonos elaborados
para recaudar algún dinero que pudiera invertirse en garantizar el sustento de
todos; al saber sobre esta prohibición, la situación se hacía más dificultosa,
pero no iba a limitar la continuidad del viaje.
En el consulado de Machala, solo se logró el permiso para
que visitaran la frontera con el Perú, en Aguas Verdes, en el puente
internacional; ya de regreso, lo hicieron por la vía a Cuenca, ciudad de muy
grato recuerdo porque pernoctaron en un convento de monjas, quienes recibieron
con muy buena voluntad a los viajeros y les ofrecieron un salón para las
señoritas y otro para los jóvenes.
Así continuaron con el retorno, sin hechos que lamentar,
con plena integridad, salvo pequeños detalles delictivos, no ajenos a los
compatriotas, pero muy bien solventados por la dirección, que los utilizaba
positivamente para la formación de la muchachada y que hacía uso, como se ha expresado,
de recursos al alcance de todos, que les permitieran, en especial, pasar la
noche en lugares adecuados.
Una vez en Pasto, ciudad de muy gratos recuerdos y
agradecimientos, por la colaboración que les prestaron, en especial la
Universidad de Nariño y el Cuerpo de Bomberos, dejaron al pequeñín del grupo,
para que luego continuara su ruta a la población de Ricaurte, junto a su madre
y a sus hermanas, que residían en casa de sus abuelos maternos. Así llegaba a
su fin la inolvidable excursión, para satisfacción de los viajeros, del
profesorado del Gimnasio del Pacífico y de los padres de familia.
Cabe traer a colación que Heriberto recuerda siempre con
gratitud a sus alumnos, quienes, en muchas ocasiones, le expresaron su
admiración, su respeto, amistad y confianza. Varios, posteriormente, lo
visitaron, donde estuviese y, en otras ocasiones, cuando no sabían el lugar de
su residencia, lo averiguaban y lo invitaban, por ejemplo, a las fiestas de
egresados, realizadas para conmemorar la fecha de su grado.
Al finalizar las vacaciones, retornó a sus labores
académicas, pero esta vez con la ausencia de los suyos; después de haber vivido
en varias residencias en la ciudad, por último, solitario, ubicó todos sus
enseres en una alcoba y en otra residió, por algún tiempo, hasta cuando hubiera
de presentarse la oportunidad de visitar a su familia, pues no era lejana esa
posibilidad.
Cuando pudo viajar, quizá en otras vacaciones, amén de la
negativa de regreso, por parte de su esposa, a Tuluá, quien se encontraba muy
herida por las supuestas, y en otros casos ciertas, actuaciones de Heriberto en
esta ciudad, que ha detestado y su estadía en ella, estuvo en Pasto y de
inmediato se dirigió a Ricaurte. Fue tristemente dolorosa su llegada, porque no
le agradaba a su amada; no obstante, ya en horas de la noche, al preguntarle si
podía seguir, le contestó, con desdén, que si quería lo hiciera o lo que
decidiera le era indiferente. Jamás se puede discutir que el amor está por
encima de todo y a él solo se le opone el odio, sentimiento que jamás le
expresó Alda; entonces, en virtud de esto y al obviar el desprecio, siguió a
casa de sus suegros.
Fue corta su estadía y pronto retornó a Tuluá, dolido, en
lo muy hondo, por rumores que le llegaron, quizá solamente chismes, porque
jamás pudo dudar del señorío, de la moral e integridad de Alda, pero sí
absolutamente convencido de que si bien Alda alguna vez lo había querido, en el
fondo de su alma nunca lo había amado. Era preciso fundamentar de nuevo que
“solo una vez se ama”, lo que nunca ha sido posible erradicar de su espíritu,
así se manifieste que querer es sinónimo de amar.
En su espíritu rondaba una vez aquel episodio del pasado,
que ahora hacía sangrar su corazón, al recordar la frase: “Tengo novio y me voy
a casar”, que nunca había podido olvidar, más la férrea voluntad luchadora, la
personalidad triunfadora y su fortaleza moral, con entereza, propia de su ser,
lo impulsaron a remediar todo aquello que hubiese lastimado dolorosamente el
orgullo de su esposa, tristemente persistente siempre, hasta en su tercera
edad, cuando, en alguna ocasión, al referirse a esta situación, le dijo:
— De alguien tenía que aferrarme o en alguien debía
creer; necesitaba, entonces, esto. — A partir de allí, le resultaba claro
deducir a quién se refería, pese a que se tratara de un ser carente de valores,
pero que gozaba, o había gozado, de su amor.
¿Qué no habría de hacer para lograr que olvidara estos
sentimientos? Muchas acciones: unas laudables, otras discutibles, por su
carácter impulsivo y, a veces, hasta violento, pero nada ni nadie podría
apartarlo de su, ahora, amarga existencia; precisaba la resignación y la
continuidad en la lucha por el Deber Ser. Sostenido su espíritu por estas
reflexiones, caminaba, sin detenerse, por los senderos que se le abrían a su
porvenir. El ir y venir de los acontecimientos sugeriría otros tiempos y otros
espacios por recorrer; no había nacido para ser un perdedor. El futuro se hace
al reflexionar sobre el pasado; sin aislarlo, vivir el instante fugaz del presente,
para consolidarlo hasta cuando llegase el momento de dar el paso a otra
existencia sin límites.
La vida va y viene y tiene su razón de ser en la
formación adquirida, en la capacidad decisoria de quien asume con confianza y
seguridad los retos que se le presentan. Si es preciso dar un paso atrás, debe
ser para renovar el avance, para no detenerse en procura de la perfección.
De todas maneras, no sería justo si negara el apoyo de
quienes verdaderamente le habían demostrado una amistad desinteresada, a través
de distintas épocas, y el interés, desde luego, más de Alda, al insinuar la
posibilidad de que Heriberto volviera a Ricaurte, como Rector de la Normal.
TERCERA PARTE
EN LOS CLAUSTROS
UNIVERSITARIOS
XVIII
Su paso por los claustros universitarios, como docente,
lo había iniciado, como se ha dicho, en la Universidad Central de Tuluá,
posteriormente, adscrita a la Universidad Nacional de Colombia. Lo que Alda
deseaba no le llamaba la atención y, de preferencia, manifestó que le gustaría
ser profesor de la Universidad de Nariño, en Pasto.
Dicho y hecho, Alda, con dos de sus amigos, visitaron al
jefe del Departamento de Humanidades y Filosofía, en ese entonces el padre
Justino Revelo y, luego, a Pedro Pablo Cabezas, Decano de la Facultad de
Ciencias de la Educación, quienes, al acoger su deseo, lo invitaron a que
enviara su hoja de vida para que se sometiera a concurso. Muy satisfecho por
esta noticia, Heriberto procedió de conformidad y esperó el resultado, con optimismo.
La noticia no tardaría mucho y su hijo Enrique, un buen día, lo llamó para
comentarle que habían aprobado su hoja de vida y había resultado ganador en el
concurso. Con la certeza del nombramiento, procedió a solicitar licencia,
durante quince días, a la Secretaría de Educación del Departamento del Valle,
de su cargo como profesor en el Gimnasio del Pacífico, la que le aprobaron.
Entonces, decidió enviar sus enseres a Pasto, a casa de la tía Irenita,
mientras Alda conseguía un apartamento o una casa como nueva residencia, todo
esto coincidente con la llegada de la época decembrina, período en el que viajó
definitivamente, no sin antes llenar una enorme tula con los regalos para los
suyos.
Para entonces, y después de pasar de un hogar a otro de
sus familiares, Alda había conseguido instalarse en un pequeño apartamento, en
el que ya, con todos sus enseres, esperaba su arribo. El mismo día 24 de
diciembre empezó su ruta de retorno a su tierra natal, con mucha alegría, no
obstante saber que el salario que iba a devengar iba a ser menor que el que
había tenido en Tuluá, al que sumaba las horas extras de otros
establecimientos, a las que, previamente y ante esta nueva situación, había
tenido que renunciar.
El viaje de retorno no fue fácil; el bus en el que se
desplazaba sufrió varios percances mecánicos que retrasaron y apenaron su
llegada, porque temía que no iba a estar junto a las suyos en la Nochebuena. No
se puede dejar de señalar que un viaje de esta naturaleza, con el afán de que
contaran con su presencia en un día tan especial para su familia, se le había
convertido en un infierno. Pese a todo, y cuando sus queridos seres del corazón
menos lo esperaban, esto es, a las doce de la noche, tocó la puerta, como si
fuese el enviado del Niño Jesús con los obsequios que nadie esperaba. La
felicidad fue incomparable, inmensa; el niño Jesús, portador de los esperados
regalos para los niños, había hecho su aparición y en la hora exacta. Unos
gritaban, otros abrazaban a su padre con innegable cariño. La fiesta que en
horas anteriores era una falsía, ahora se había convertido en un momento de
indescriptible felicidad y comenzaba un nuevo estar en su vida. El 25 de
diciembre se considera el principio de restauración de una felicidad deseada y
cuántas veces pisoteada por errores propios, de actitudes vengativas, que no
habían llevado sino a tristes y angustiosas vivencias, a veces intrínsecas en
el espíritu humano, que no comprende algunas
realidades que pueden solucionarse con facilidad y en una forma
vivificante, para constituir un estar cotidiano tolerante e inteligente y que,
muchas veces, persiste consecuente con una personalidad neurótica, egoísta, solo posible de superar
con la llegada de la tercera edad y la sabia reflexión de los años, pero que
deja secuelas difíciles de eliminar que, aunque en muy pocas ocasiones
reaparecen, no tratan de ofender a los seres del alma, sino al propio yo, que
lucha constantemente, con ahínco, por la diferencia que, en definitiva, lo
condujese al encuentro de la total felicidad, destino final del verdadero Deber
Ser del ser humano.
En esta residencia, en realidad un apartamento muy
pequeño, junto a una amiguita que los visitaría desde Tuluá, recibió a un niño,
hijo de la empleada, con mucho éxito. Heriberto no podía negarse a hacerlo,
dada la urgencia, por cuanto su temperamento no le iba a permitir que se
negara. Desde aquí se trasladaría, con su familia, a varias casas de
habitación, en la ciudad, hasta que tuviera la suya propia, muchos años
después, cuando el gobierno ordenó la liquidación de cesantías, para que
pasaran a manejarlas unas entidades particulares. Como en efecto sucedió,
retiró su cesantía para la adquisición de una vivienda en el conjunto cerrado,
Barrio Achalay, con el pago de la cuota inicial, al Banco Central Hipotecario,
por el sistema de Unidades de Poder Adquisitivo Constante (UPAC), cuyas cuotas,
a la larga, resultarían ser muy onerosas, por cuanto el monto a cancelar estaba
en permanente crecimiento.
Su felicidad fue enorme y creyó que, al fin, se iba a
librar de tanto trasteo; reunió a sus hijos y a sus yernos, para manifestarles
que esta casa sería la de ellos. ¡Qué ilusión tan equivocada! Invirtió en ella
bastante dinero y la amplió, para que les diera cabida a todos y poder vivir
con más holgura, pero sostener el pago de cuotas mensuales tan altas le iba a
resultar imposible; de los 22 millones que era el precio inicial de compra, con
el paso de algunos años la deuda había subido a casi a 60, valor que no pagaría
sino con muchos años de trabajo; le resultó imposible resistir este sistema
capitalista, que atropella los intereses del ciudadano del común y, por
consiguiente, la perdió, incluso estando ausente; sus hijas tendrían que
afrontar esta injusticia, quienes, por fortuna, supieron asumir con responsabilidad
esta triste eventualidad y procurar, de nuevo, trasladarse a otra vivienda.
Heriberto jamás regresaría a esta casa y percatarse, a fondo, de lo que había
acontecido; lo que ellas hubiesen hecho era bienvenido en su historia. La licencia que había obtenido del
Departamento del Valle, en el cargo de profesor en el Gimnasio del Pacífico, la
suspendieron, seguramente al conocer sobre su nueva vinculación. No obstante,
agradeció, por escrito, por el período laborado, por fortuna, con bastante
éxito. Agradeció, también, con entusiasmo, a los gestores de su nombramiento en
la Universidad de Nariño y rápidamente tomó posesión de su cargo como profesor
de tiempo completo, adscrito al Departamento de Humanidades y Filosofía, en el
área de Lingüística, durante algún tiempo. En el programa de Filosofía y
Letras, le correspondió desarrollar materias del área de Lingüística, como
Fonética y Fonología del Español, algunas de Literatura y Metodología de la
Investigación Científica. Para innovar fue importante, desde el primer
semestre, la materia de Introducción a la Lectura, que se creía correspondía a
semestres avanzados, sin tener en cuenta que este aprendizaje debía hacerse
desde el principio, no como una simple conversión de grafemas en sonidos
articulados, sino con una visión más cósmica, que apuntara a efectuar la
lectura del mundo.
Posteriormente, tomó materias de servicio para los
diferentes programas de la Institución, en los que siempre tuvo éxito; en
general, se relacionaron con la elaboración de proyectos de investigación en el
área de Metodología de la Investigación, con el objeto de formar, desde el
inicio, al estudiantado, no solamente para la elaboración de su tesis, sino
para los proyectos que tuviesen que adelantar en su vida profesional. Durante
su estadía en la entidad, participó de muchas actividades, principalmente en
las relacionadas con las luchas sindicales, en las que su experiencia era
suficientemente cimentada. De igual manera, en cursos relacionados con su
formación, como en los idiomas, y hasta se matriculó en el programa de
Filosofía y Letras, donde tuvo como profesores a sus propios compañeros de
trabajo en el Departamento respectivo.
Al año de estar vinculado, lo ascendieron de profesor
auxiliar a asistente, posición que le aseguró su permanencia en propiedad,
después del período de prueba del primer año de servicio. Continuó con sus
estudios de Filosofía, hasta cuando comprendió que seguir un currículo
programado resultaba muy lento para lo que ya sabía y que consolidar un discurso
en este campo podía hacerlo sin ese transcurrir, más apropiado para los
estudiantes que iniciaban sus estudios.
Por entonces, se presentó la oportunidad de elaborar un
proyecto para el Instituto Andino de Artes Populares de Quito, filial del
Convenio Andrés Bello, con el objeto de abrir una oficina que se encargara de
la investigación del área de su competencia, en Colombia. Heriberto y dos
compañeros más, uno de Caldas y otro del Valle, participaron en el concurso
nacional y lograron que lo aprobaran. Desde entonces, con la participación de
la Universidad, en convenio, y con otras entidades del Departamento de Nariño,
como la Gobernación y la Secretaría de Educación, se inició la labor,
afortunadamente con éxito, participando de todas las ventajas de que gozaran
todos los países partícipes en esta actividad.
Muy pronto fue director del IADAP, desde donde adelantó
varias actividades, orientadas a la investigación de los modos de producción
artística popular, en todo el Departamento, cuyos resultados se publicaban, en
la revista internacional creada para tales fines, amén del desarrollo de las
conferencias dictadas en el Paraninfo de la Universidad y publicaciones,
también, en los periódicos locales y en revistas nacionales.
En varias ocasiones, lo invitaron a la ciudad de Quito, a
realizar cursos cortos y a asistir a reuniones orientadoras de la actividad a
desarrollarse; en esa época publicó un libro resultante de investigaciones en
la población de Barbacoas, cuya recepción fue buena; su presentación se hizo en
Bogotá, en una de las sesiones de la Feria Internacional del Libro, de la que
fue varias veces, tal vez siete, conferencista, con temáticas resultantes de su
estudio investigativo.
Igualmente, lo invitó Ernesto Samper Pizano, conocedor de
su actividad investigativa y de escritura, a la ciudad de Barranquilla, con el
objeto de plantear la necesidad de crear el Ministerio de Cultura, como uno de
los propósitos de su campaña presidencial; la Rectoría de la Universidad
accedió, agradeciendo la invitación, y le otorgó viáticos de su presupuesto
para tal finalidad. En esta calidad, viajó, no sin dificultades, que supo
obviar oportunamente, para arribar con éxito a su destino; allí sus
planteamientos fueron muy claros, contra los eventismos en Colombia, ideas que
estuvieron acordes con las que formuló Jacquin de Samper al respecto. No
obstante, la nueva historia patria, en la actualidad, expresa lo contrario;
como cualquier otro Ministerio, no es otra cosa que burocracia que, por las
condiciones, suficientemente conocidas, no favorece a satisfacción los
intereses culturales del país.
De regreso a su tierra natal, hizo escala en Bogotá, para
visitar a su madre y a todos sus familiares, quienes, como de costumbre, lo
acogieron con gran alegría. Una vez retornó a la Universidad, previo informe de
su actividad, se reintegró a sus labores, especialmente en lo tocante a la
investigación en Etnoliteratura, campo en el que gozaría de prestigio, dentro y
fuera del país, lo que le significaría otras invitaciones, como una para que
viajara a Cuba, que no podría efectuar por negativa de los viáticos requeridos,
por parte del mismo rector, que argumentó que el presupuesto, para tales
eventos, se había agotado en el viaje a Barranquilla, pero olvidando, a
propósito, que esos gastos no se habían cargado al presupuesto de gastos del Departamento
de Humanidades y Filosofía, sino al de la Rectoría.
XIX
La formación, de Heriberto, desde niño, lograda
especialmente de su padre, estuvo plena de inquietudes, esperanzas, de voluntad
en la lucha, por la consecución de sus ideales, por el logro de un mejor estar,
para satisfacción de los suyos y la suya propio, lo que jamás habría de
impedirle su recreación que, a menudo, y con sus compañeros músicos, adelantaba
en las diversas viviendas por las que transitó. Vale recordar que este tipo de inclinación
artística convivió con él desde su niñez y cuando, por ejemplo, vivió en Tuluá,
gozó de excelentes compañeros artistas, quienes nunca desaparecerán de su
memoria, entre otros, César Tulio y Rogelio López, el último ya extinto.
Consecuentemente y, cuando ya contaba con unos cinco años
de labor en la universidad, empezó la preparación de su tesis para el ascenso a
profesor asociado, en el escalafón de profesores universitarios, nivel que
consiguió con facilidad, dados los conocimientos logrados a través del
Instituto Andino, que calificaron con nota aprobatoria. Sus éxitos parecían
interminables y la publicación de sus artículos era permanente, al igual que
tenía excelentes relaciones con las entidades del gobierno departamental y
nacional. En varias ocasiones, lo invitaron a diferentes ciudades del país y
del extranjero, en especial al Ecuador, a lugares en los que dictaba
conferencias y presentaba videos, preparados con sus compañeros de labor.
No faltó la representación, en nombre del Ministro de
Educación de Colombia, a una Reunión internacional del IADAP, cuya sede siempre
fue Quito, en la que se estudiaban y se trataban las temáticas propias de la
institución, en la que, por unanimidad, acogieron la sugerencia de cambio de
nombre, de Instituto Andino de Artes Populares a Instituto Andino de Cultura
Popular, que propuso, con la convicción de que sería más ampliamente
integradora de los modos de producción popular. Fueron varias las oportunidades
de participación en Quito, junto a las directivas, en diversos actos
culturales, relativos al desempeño orientado a relievar los valores de la
cultura de las diversas etnias y la integración de los países partícipes de la
región.
Como profesor asociado, gozaba de mejores prerrogativas
de participación en el Alma Mater, sin que nunca hubiese tenido que palanquear
para acceder a las posiciones; así,
llegó el momento en que optó por asumir cargos de dirección, como el de Jefe de
Departamento de Humanidades y Filosofía, en el que obtuvo, durante su jefatura,
el consenso plausible de sus compañeros y de los demás directivos; más adelante, lo invitaron a que desempeñara el
cargo de Secretario General de la Universidad, en el que también adelantó, con
la anuencia del Rector, acciones que, en la Historia de la Universidad, antes
no se habían logrado; así, se instituyeron, en definitiva, el Programa de
Ingeniería Civil; más adelante, la Escuela de Postgrados, el Postgrado en
Etnoliteratura, el Sistema de Investigaciones, entre otros. Jamás los
compañeros de Departamento se negaron a apoyar estas realizaciones; todo lo
contrario, fueron pilares importantes para sustentar estos emprendimientos.
Entonces, cuando laboraba como tal, sufrió, junto a todos
los suyos, la triste y dolorosa desaparición, de uno de los seres más queridos,
no solamente por él, sino por toda la familia, su tía Irenita, quien vivirá,
eternamente, en su corazón; ella había sido como su segunda madre y la
inolvidable tía de todos sus hijos y esposa.
Aquí, como intermedio de esta narración, viene a los
recuerdos que, en unas vacaciones, en la población de Buesaco, en la vereda
Medina Espejo, encontraron a una niña inocente, con algún nivel de retardo,
consecuente con su carencia alimenticia, quien, con mirada triste, veía a Alda
y a su familia, tal como si quisiera que la auxiliasen en su cruel vida, llena
de harapos, sucia y con piojos. Este encuentro, para Alda, ha sido como un
milagro de la desparecida tía Irene. Sin mediar, Alda la llamó y le preguntó si
deseaba venirse con ellos; su respuesta fue afirmativa y, desde entonces, su
vida es diferente y goza de plenitud al lado de quienes considera sus padres y
sus hermanos. Al respecto, Heriberto escribió un poema intitulado “Karlita”.
Igualmente, en estas vacaciones, gozaron, su familia y,
en particular, él, de la compañía de su madre Carmelita y de una amiga, muy
querida, Tine, durante una temporada, tal vez, de dos meses, estadía que le
permitió a Carmelita, notablemente, la mejoría de sus dolencias óseas. Los
paseos, en esta zona, se hacían a diario, para disfrutar del clima y de la
prodigalidad frutal de esta tierra, en especial de la naranja, de
superproducción en estos parajes. De igual manera, se recuerda la belleza de
sus paisajes; al clima de Buesaco lo han señalado como uno de los mejores de Colombia,
hasta el punto de llamarlo “San Buesaco”. Aquí le viene a la mente la imagen de
su querido primo Orlando, quien, en esas vacaciones, sufrió una crisis de salud
debida a cálculos biliares, lo que requirió una intervención quirúrgica de
urgencia; es doloroso recordarlo porque él, todavía joven, a la edad de 59
años, moriría de infarto, en la ciudad de Pasto.
De regreso al claustro universitario, y cuando su cargo
como Secretario General tocaba a su fin, sus compañeros de creación del
posgrado en Etnoliteratura, lo invitaron a participar de él, a lo que accedió y
el tiempo transcurrió sin sentirlo. Fueron dos años de éxitos y fundamentación
de sus propósitos positivos de continuidad investigativa, que jamás ha decaído.
Al obviar algunas dificultades para la elaboración de la tesis de grado, un día
Jaime Guerrero, compañero de estudios y de Departamento, le propuso que la
hicieran recurriendo a saberes que ya poseían, acumulados a lo largo de tantos
trabajos ya realizados, independiente y conjuntamente, en investigaciones
previas. No hubo ninguna razón para negarse y al recurrir, de parte y parte, al
conocimiento que tenían, tanto sobre el carnaval de Pasto, como sobre la música
popular, entre otras cosas resultante del Festival Luis E. Nieto, excelente compositor
y artista nariñense, en cuyo honor se lo realizaba, procedieron a la escritura
de su trabajo de tesis, con la transcripción, desde sus archivos, del material
apropiado; lo que resultó mejor todavía, si se tiene en cuenta que Heriberto
había sido jurado, durante tres años consecutivos, del Festival de Música
campesina en el Municipio de Pasto, con óptimos resultados.
Para la edición definitiva del informe de investigación,
tuvieron en cuenta fotografías de las diferentes comparsas, carrozas y demás representaciones
de la cultura ancestral de la región, al igual que de los personajes
autóctonos, que cada pueblo tiene y no pasa desapercibido para sus habitantes.
El material era el más adecuado para los estudios adelantados y, si bien, el
trabajo fue extenso, no hubo dificultad para titularlo “Implicaciones
Etnoliterarias en el Carnaval y Música Populares de Pasto”. A diario, durante
varias horas, se entregaron de lleno, con entusiasmo a la escritura. Para entonces, Jaime venía con algo de
agotamiento acumulado, a consecuencia de su intenso trabajo en la elaboración
de videos que, por aquella época, se editaban artesanalmente, porque aún no se
disponía de la tecnología adecuada, que hoy se conoce; por este inconveniente,
después de seis meses de labor, se precisó hacer un alto en su continuación,
con mayor razón pues él no aceptó que siguiera solo en la preparación del
informe de la tesis.
Para entonces, ya habían transcurrido cerca de cinco años
más de vinculación a la Universidad y, al tener, también, acopiado algún
material de lo investigado sobre la décima popular, en Tumaco, una forma
poética que consta de cuarenta y cuatro versos, en cinco estrofas, una llamada
cuarteta o glosa de cuatro versos y cuatro de diez versos, en cada una de las
cuales, en cada décimo verso se repite un verso de la glosa, decidió adelantar
su trabajo de promoción para acceder a la categoría de profesor titular.
Entonces, Alda, muy cansada de la labor de digitación en
el computador y por otros inconvenientes de tipo familiar, se dispuso a
dejarlo, lo que duró dos años, sin que, en este periodo, dejara de apoyarla;
sin embargo, a pesar de la responsabilidad que había mostrado con ella,
procedió a denunciarlo por alimentos, actitud, desde luego, que le confirmaba
más la sospecha que se había ido apoderando de su corazón, que Alda no lo
amaba, que nunca lo había amado.
Durante este tiempo, con la colaboración de dos
estudiantes que, en principio, habían decidido elaborar su trabajo de grado, en
Filosofía y Letras, sobre la décima en lo humano y lo divino y que, al final,
decidieron cambiar la temática, al aprovechar varias décimas que ya habían
recolectado, dio comienzo a la preparación de su trabajo de promoción, mientras
Jaime, afectado en su salud, se reponía. Fue, también, un trabajo arduo y
dispendioso, por cuanto necesitaba realizar mucha más investigación de la que
se tenía de Tumaco, habida cuenta de que esta forma poética era universal y se
encontraba en diferentes lugares del mundo, con presencia especialmente en
España, país en el que los jesuitas la utilizaban como método de aprendizaje,
en las denominadas justas poéticas, en los colegios. Así, resolvió el título de
su trabajo de promoción como “Interpretación y Contextura Simbólica de la
Décima Popular en Tumaco”, con el que obtuvo una alta calificación y el ascenso
correspondiente a profesor titular, máxima escala que concede cualquiera
institución de Educación Superior en el mundo.
Por esta época, y durante unas vacaciones, llegó a su
hogar, Alfredo, con su esposa y sus hijos, desde Alemania, con el interés de
viajar y desarrollar un recorrido por el Ecuador; coincidió su visita con una
erupción del Volcán Galeras, evento que cambió su programa y resolvieron
regresar, pero no sin antes visitar a Memo en Villa Hermosa, por lo cual lo
invitaron, pues viajarían primero a Buenaventura. Inicialmente, no les aceptó
la invitación, pero, al día siguiente, al observar la tristeza de sus hijas, en
especial de las menores, Paulita e Ivanita, preparó el viaje de inmediato, con
el fin de alcanzarlos en la finca de Memo. Después de una parada en Cali, donde
hizo que sus hijas se divirtieran en un Club llamado “Aquí es Miguel”,
continuaron con su viaje hasta el destino previsto, donde no fue posible
encontrarlos, pero, de inmediato, siguieron hasta Buenaventura, donde los
localizaron.
Acto seguido, se embarcaron hacia Ladrilleros, en la
costa pacífica del Valle del Cauca, lugar en el que permanecieron durante tres
días, hasta cuando tuvo que, por
necesidad, retornar, en vista de que Paulita, insolada en la playa,
estaba muy afectada en su salud. Ya en Cali, en casa de Jaime Gutiérrez,
buscaron los primeros auxilios y, una vez administrados, volvieron a Pasto,
viaje en el que su hija, al recibir el viento en la espalda, mejoró totalmente de
sus quemaduras y llegó casi sana a su hogar. Posteriormente y, tras un
accidente, por fortuna sin gravedad, que sufriera Ivanita, arrollada por un
vehículo, cuando conducía su moto, Alda, como debía ser, regresó al hogar y se
ocupó de sus hijas. Se debe recordar, por entonces, que una de sus hijas decía:
“Mi papá ha sido padre y madre para nosotras”.
Una vez restablecido Jaime, pudieron terminar el trabajo
de investigación en Etnoliteratura, que sustentaron para obtener una
calificación de meritorio y la institución les concedió el título de Magister.
Así lograba la cristalización de sus sueños, quizá para librarse
definitivamente de sus preocupaciones y, en cierto modo, de su debilidad, no
eludible al haber sido perseguido, por sus altos y bajos, en el transcurrir por
la existencia y, en particular, por sus posiciones ideológicas, las que jamás
iban a desaparecer, en el contexto de un país abocado a enfrentar tantas
deficiencias, en los órdenes de la Libertad, la Desigualdad, la Democracia y,
desde luego, carente de Soberanía.
XX
Después de casi 19 años de servicio en el Alma Máter y al
completar el tiempo faltante, para tener derecho a su pensión, con el de
docencia en la educación primaria en el Departamento de Nariño, creyó conveniente
solicitar su jubilación. En estos años, Enrique, su segundo hijo, ya no vivía
con sus padres, pues adelantaba estudios superiores en Hamburgo, Alemania,
estadía, que duró, aproximadamente, de 15 a 17 años, donde contrajo matrimonio
con Mari y tiene dos hijos, nacidos allá, Lorenzo y Andrés, que en la
actualidad viven con su madre, en Santiago de Chile, y quienes ya han estado,
en una temporada, en Intihuasi y en Pasto, donde han gozado de toda la atención
y sentido el cariño que les brindan sus familiares.
Al pensar en la jubilación, surgió otra posibilidad de
continuar en vista de que, para esta instancia, no se contaba con la carga
académica propia de un profesor titular. Los currículos de programas técnicos,
en Tumaco, parecía que tocaban a su fin, por múltiples deficiencias. Con su
temperamento de lucha por el bienestar de quienes lo necesitasen, ofreció sus
servicios con miras a la solución de esta problemática ante el Vicerrector
Académico, quien, sin pensarlo dos veces, accedió a su propuesta y le pidió que
se trasladase, en el término de la distancia, a esa ciudad y procurara, a como
diera lugar, solventar la situación que se había presentado.
Evidentemente, ya la Universidad había decidido cerrar la
sede en Tumaco y empezaba a trasladar los enseres de trabajo; al llegar a la
zona, empezó su labor de restauración, con el beneplácito de los habitantes. Es
obvio que, para poder actuar, necesitaba aplazar su jubilación, lo que aceptó
con gusto el Rector. Sin establecer las condiciones propias de su traslado,
como el tanto por ciento de sobresueldo, asignado a un cargo directivo, el
respectivo nombramiento y sus atribuciones para tal efecto, al confiar en que
esto se diese más adelante, con fortuna, inició su labor y todo mejoró. La sede
de la Universidad, en Tumaco, dejó de ser un simple programa de Acuacultura y
se convirtió, primero que todo, en un programa de Ingeniería en Producción
Acuícola y, luego, se abrieron otros programas, que convirtieron a la
Institución, en la Sede Regional del Pacífico, entre los que se deben mencionar
los de Ingeniería Agrícola y Forestal, Economía, Comercio Internacional y
Mercadeo, Administración e Ingeniería Acuícola, cuyos primeros semestres se
realizarían en la subsede y los siguientes en la sede de Pasto; además, se
anunció que, más adelante, se abriría el programa de Derecho. En cuanto a la
infraestructura física se refiere, los cambios fueron altamente notorios y de
consenso aprobatorio, tanto de los gobernantes regionales, como de los nuevos
estudiantes matriculados. Fue vox populi, en la zona, que la Institución
Universitaria había reiniciado su justo avance, para quienes mucho la
necesitaban en su medio.
Transcurría el año 1996 y, en el anterior, había llegado
en Pasto, al hogar, una hermosa niña adoptada, que había llenado de felicidad a
los dos, viejos en estas vicisitudes, ya solos en su cabaña, en la ciudadela,
barrio de Tumaco, diagonal al edificio de la Universidad. Por esta época, y antes, los visitaron, en una
temporada, Edgar, su hermano menor, y, en otra, Memo, como siempre había sido
su costumbre, pues siempre había gozado del aprecio de sus hermanos, quienes,
donde estuviese, habían ido a pasar algunos días con él. Muchos cambios se
habían llevado a cabo, pero se aproximaba ya la hora de retiro. Precisamente,
un día cualquiera, del mes de noviembre, le anunciaron que debía jubilarse a
partir del primero del mismo mes, no obstante haber trabajado hasta el 20 de
noviembre; pareció que esta decisión de la dirección se relacionaba con un
oficio del jefe de Recursos Humanos, que le había expresado que podía continuar
en su cargo, hasta nueva orden.
En la liquidación de sus prestaciones, no se tuvieron en
cuenta el sobresueldo que le correspondía como director de la subsede, el
tiempo laborado hasta el 20 de noviembre, amén del desconocimiento que se
evidenciaba, con claridad, por parte de la oficina de archivo, que no podía
explicar muchos aspectos de su nombramiento y estadía en Tumaco, todo explícito
en las respuestas a los constantes oficios que dirigió a Rectoría, para
solicitar su reliquidación. A hoy, año de 2014, esta situación subsiste y ha
sido preciso que interpusiera, primero, una tutela que, aunque acepta las
razones expuestas, recomienda que lo hiciera por la vía administrativa, acción
que está en proceso, ahora en Procuraduría.
Por entonces, también lo había nombrado el poder judicial
para que desarrollara cursos de Técnicas jurídicas, dirigidos a funcionarios de
la rama y a otros que quisieran hacerlo, con resultados siempre exitosos, donde
consiguió, entre los estudiantes, buenos amigos, igual que con varios jueces y
fiscales. Coincidía esta época con un viaje que tuvo que hacer Alda a Bogotá;
en consecuencia, permaneció solo, durante una buena temporada, pero de
desagradable recordación, porque pasó un grave inconveniente cuando lo
asaltaron unos delincuentes, mediante el famoso sistema del paseo millonario,
lo que le ocasionó la pérdida de unos dos millones de pesos.
Al regreso de Alda a Pasto, le solicitó que, también,
volviera; así lo hizo y, de común acuerdo, decidieron buscar un lugar donde
pudieran vivir su tercera edad, con más tranquilidad y armonía, en alguna
población cercana. Por ello, viajaron a Buesaco, a La Florida, lugar de gratos
recuerdos, a El Pedregal, a Pilcuán y a Consacá. Desde Ricaurte, la familia de
Alda consiguió una vivienda adecuada y, de pleno acuerdo, accedieron a
residenciarse en esta población, por lo que procedieron a trasladar desde
Tumaco los enseres requeridos. Una vez jubilado, se instaló, entonces, con los
suyos, con su última hija, Ana Gabriela. Esta zona le traía recuerdos no
gratos, amén de los chismes que se tejían, para tratar de desvirtuar, quizá, su
enlace; no podría negar que lo afectaran y que lo llevaran a que le diera
continuidad a su discutible comportamiento.
Alenita, por dificultades que sufriera en Mocoa, había
trasladado sus muebles a Tumaco, lugar en el que permaneció por algún tiempo,
hasta tanto se arreglase su situación. De igual modo, sus hijos, Gustavito y
Fabianita, viajaron a Ricaurte, para quedarse junto a sus abuelos; así
decidido, se hizo necesario matricularlos en la escuela, también con Anita
Gabriela, en la que realizaron su primaria. Muy pronto volverían al lado de su
madre, solventadas, en principio, las dificultades antes mencionadas; pero la
difícil situación parecía que persistía y era necesario tomar otras medidas, en
pro de su hija y de sus retoños, eventualidades de las que se va a hablar más
adelante.
Para entonces, en la sede de Tumaco, se abría el programa
de Derecho, el que lo nombró, por medio del Decano, como profesor hora cátedra
y, por secretaría, se le anunciaba que debía presentarse, para recibir la
orientación necesaria a los nuevos profesores; así lo hizo y laboró, quizá un
semestre, con estudiantes, quienes mostraron excelentes calidades, al menos en
su cátedra de Metodología de la Investigación.
De Ricaurte decidió regresar a Pasto, a su casa, en el
Barrio Achalay, la que compartía con algunas de sus hijas; muy pronto Alda
también lo hizo, sin previo aviso, y surgió, entonces, de nuevo, el deseo de
vivir en otro lugar del Departamento, porque sentían que la ciudad ya no era su
lugar apropiado.
Para esta época gozaban de un carrito de placas
ecuatorianas, marca Volkswagen, modelo 1969, en el que disfrutaron de algunas
salidas recreativas a varios lugares, entre esos a su cabaña, de la ciudadela
de Tumaco; de igual manera, a Quito, ciudad en la que su hijo adquirió una
camioneta Ford Courier, después de su regreso de Hamburgo, Alemania, ciudad en
la que había hecho sus estudios como geólogo.
Así las cosas, en Consacá, población situada al pie del
célebre volcán Galeras, consiguieron una vivienda suficientemente cómoda y allí
empezaría la vida que habían deseado para estos años, con la felicidad deseada;
por cierto, así fue; sus hijos los visitaban a menudo y se dio, con enorme
satisfacción, la consecución de muy buenos amigos. En especial Alda quiere
mucho a este municipio y tiene amigas que a diario recuerda y añora su amistad.
Por cuanto la salud de Alenita había empeorado, hasta tal
punto de que la hospitalizaron por algún tiempo, a su salida se la trasladó a
Consacá, para que residiera en compañía de sus padres y con sus dos niños. Por
algún tiempo permaneció allí, con cambio de residencia y, dada su inestabilidad,
pronto decidió trasladarse a Chachagüí, precisamente al hogar que hoy se
denomina Intihuasi. Resuelto uno de sus problemas, abandonó Chachagüí y, ya
jubilada, dado su estado de depresión, que la hacía inestable, viajó a Cali, a
donde llevó, también, a Ana Gabriela, para que estudiase, junto a Gustavo y
Fabiana, en un colegio particular. Luego, después del regreso de Ana Gabriela
para que estudiara en Pasto, viajó a Tuluá, donde permaneció un buen tiempo,
con sus hijos, que estudiaban en el Gimnasio del Pacífico. Coincidía, entonces,
la residencia de Anita Lucía en Cali, mientras Raquelita, su hija mayor,
adelantaba estudios profesionales en la Universidad del Valle. Heriberto, unas
dos veces, las visitó en Cali. Cansada de tanto viaje, Alenita retornó a Pasto,
donde hoy reside, más calmada, gracias a haber encontrado la vía de una enorme
espiritualidad, conseguida a través de un amigo pentecostal de Chachagüí.
El dejar la casa de Chachagüí, fue el origen de la
compra, por parte de Heriberto de la residencia en esta población. Ellos, sus
queridos retoños, en especial Enrique, como geólogo, le insistían,
permanentemente, en que salieran de la zona, por el temor que mantenían ante el
volcán que, pese a varias de las erupciones, jamás ha perjudicado a Consacá y,
al contrario, significaba, todos los días, un bello espectáculo que presenciar,
tanto cuando estaba despejado como con sus fumarolas, que surgían tanto de los
pequeños como del gran cráter, cuyos gases ascendían varios kilómetros de
altura, todavía más en las erupciones.
No tardaron en convencerlos para que se trasladaran a
Chachagüí, lugar en el que podrían comprar una vivienda, tal como se había
previsto, al dejar la casa Alenita; no hubo oposición que valiera y con dolor,
tristeza y enorme deseo de retorno, aceptaron. La despedida constituyó un
momento para jamás olvidar, una situación que dejaría historia en su
pensamiento. El llanto, tanto de quienes se despedían como de quienes
despedían, fue grande y muy triste; jamás les pasó por la mente que se pudiera
querer tanto a un lugar, como a su gente. Habían sido seis años felices de
permanencia que conviven en sus recuerdos y, a menudo, piensan en volver, lo
que han hecho ya, en varias oportunidades, para instalarse en casa de una
excelente amiga, Carmencita.
En Pasto, ya no eran propietarios de la casa del Barrio
Achalay y su llegada se hizo a una casa arrendada por sus hijas, las que aún
estaban juntas, porque es bueno decir que se había levantado una familia
eminentemente unida, sólida y solidaria. Heriberto y Alda, sin dejar a un lado
su tristeza por haber salido de Consacá, se trasladaron a Chachagüí y ahora su
distracción fue la restauración de la vivienda que, en siete años de estadía,
no se ha terminado y hoy aparece, a los ojos de los visitantes, como un
verdadero palacio. Poco a poco y por no estar cerca de la población, se han
acostumbrado y Heriberto, dedicado a reactivar la escritura, lucha no solo con
su variada producción, sino con la consecución de una perfección integral, que
le permita recibir con armonía y la perfección posible la quizá pronta llegada
de la muerte física.
Jamás sus hijos, incluso quienes estuvieran ausentes, los
han olvidado y, cada semana, los visitan y llevan a cabo bellas reuniones en
los días de festejo de sus vidas y, al igual que otros parientes, disfrutan de
su estadía, con música, con baile, con medido licor, pero, fundamentalmente,
con una incomparable alegría. La llegada de su hijo Enrique, por lo general
cada mes, representa un tiempo de enorme satisfacción y goce, al escuchar su
música, que interpreta con gran propiedad artística, y su presencia constituye
la plena felicidad de su madre.
Mientras haya vida y salud, subsiste en el pensamiento de
ambos el permanente deseo de visitar a Consacá y a sus amigos, por fortuna con
mejores medios, incluso de transporte, porque ahora cuentan con un auto, de
propiedad de su hijo, un Nissan 1800, 2012, que permanece en Intihuasi, durante
su ausencia. Así parece que llegara al
final parte de esta historia autobiográfica, en la que el autor se ha propuesto
resaltar más el drama que cualquiera otra cosa, de todos modos muy
significativa de una vida que aún sufre con una imaginación persecutoria, que
viaja por los senderos y los confines del mundo de la trashumancia.
CUARTA PARTE
DE LA ADOLESCENCIA
A LA MADUREZ
XXI
Vigilia: sueño viviente de compulsión creativa, en noches
cortas de creación, del territorio imaginario de la mente conducente a la
producción poética.
Senderos del recuerdo implica la posibilidad de una
complementación, para retornar a algunos espacios y tiempos aludidos, en los
que no se ha profundizado lo suficiente, por las variables instancias de un
vivir, casi siempre, digno y armonioso, que requiere la inclusión de un mayor
detalle.
Heriberto, ahora ya a los 76 años de edad, muchas noches
las pasa en residencias diversas, de todas sus hijas preferidas, quienes
consolidan sus años, con la bondad, el aprecio y el amor desinteresado hacia su
padre. En una de esas tantas noches de vigilia, desde lo más hondo de contextos
virtuales de la imaginación creadora, evoca una de sus vivencias, más frágiles
al corazón y al espíritu, para revisar, en un drama histórico, sus eventos
felices en los espacios floridos de su ya larga existencia.
De paso por senderos veredales, plenos de belleza y
armonía, de contenidos naturales que iluminan la espiritualidad más
desprotegida de sensibilidad, el corazón palpita, con mayor intensidad, en la
contemplación de su entorno. El viejo Volkswagen, 1969, recorre, en principio,
las destapadas carreteras que conducen al amplio occidente de la ciudad de
Pasto, que insinúa, a sus veras, multitud de inapreciables productos, en campos
trabajados por las ingentes y callosas manos de los campesinos, fuente
inagotable de la despensa del morador citadino.
Por el camino, se abren las vías a lugares veredales,
como Tacuaya y Moechiza, ricos en yacimientos de arena, amén de cultivos de
tierra fría y ganadería, recordables por el paso, sobre el viejo puente, del
general Bolívar, que libraba la batalla para lograr la entrada a Pasto, por las
dificultades que siempre opusieron sus habitantes, seguidores de las causas
realistas, esto es, de la corona española. A sus veras, el inmenso horizonte lleva,
hasta el pensamiento y el verbo, los floridos y montañosos espacios, unos
explotados y otros hostiles y de presencia aún primigenia y silvestre,
comprensibles, quizá solo, en el contexto de la virtualidad terrenal.
A la izquierda del camino, al pie del sendero recorrido
se observa la pródiga región de Chapacual, que limita sus campos y viviendas
con el inmenso cañón del Guáitara, inicio de la continuidad montañosa de su
otro extremo, que se complementa, desde la vera diestra, por los campos de
cultivos incipientes, por el impulso agreste del hombre que trabaja la tierra,
sin que le importasen las dificultades que le depare. Al orientar la mirada a
las lejanas profundidades de los ríos y a las imponentes montañas continuadas,
de esta parte grandiosa del planeta, es posible conducir, a la distancia, hacia
tantas poblaciones a la espera, como Linares, Ancuya y otras que transponen su
dirección hasta los inmensos, aparentemente interminables, confines de la
inmensidad del Pacífico.
El recorrido no deja de mostrar la hermosura de las
veredas, pobladas por seres humanos capaces de romper la tierra, para solventar
la necesidad vital de su existencia. Zaragoza, Cariaco y Bomboná, lugares de
históricos recuerdos, de luchas por la liberación del dominio extranjero,
deparan instancias de contemplación ilimitada, que aquilatan, cotidianamente,
la grandiosidad de nuestros héroes libertarios.
Entrar a Bomboná, el espacio solemne y recordatorio de la
difícil batalla que lleva su nombre y que simboliza la visión bolivariana, es
de moral obligatoria. Allí, el 7 de abril de 1822, el máximo líder y héroe
Simón Bolívar selló, con éxito, no obstante la supuesta derrota, la liberación
de muchas instancias, partes de la Patria Grande, sueño intangible que hoy
muchos proponen como la revolución bolivariana. El eterno símbolo de la
grandeza guerrera es la piedra de Bolívar, que recuerda, con la inscripción
impresa de algunas palabras de su contrincante, Basilio García, la
impresionante notabilidad y altura del caudillo, precursor futurista de
América, por ejemplo en su ideal escrito en la “Carta de Jamaica”, que dice, en
nota que le había escrito:
Remito A. V. E. las banderas de los batallones de Bogotá
y Vargas. Yo no quiero conservar un trofeo que empaña las glorias de dos
batallones, de los cuales se puede decir que si fue fácil destruirlos ha sido
imposible vencerlos.
Abril 7 de 1822 — Abril 7 de 1922
En este momento, se debe mencionar que, a la entrada a
occidente, por la vía recorrida, está la población de Yacuanquer, punto estratégico
de la fundación de Pasto, lugar donde se recuerda, por haber fallecido allí, el
espíritu del líder y héroe venezolano Pedro León Torres, herido en Bomboná. Vía
a Consacá, más adelante, se precisa cruzar el río Azufral, antes lugar de
recreación de los bañistas en veraneo, quienes, en vacaciones escolares,
permanecían dos meses en esta hermosa, solidaria y acogedora zona; su cruce se
hace por el pequeño, pero indestructible, puente Alfonso López, denominado así,
tal vez, por la historia de la retención del, entonces, Presidente de la
República, Alfonso López Pumarejo, en la hacienda consaqueña de la familia
Buchely, según lo refiere la Historia Verdadera.
El periodista y escritor nariñense, ya extinto, Jaime
Quintero, refiere, con certeza y calidad, este acontecimiento de la Patria, del
10 de Julio de 1944, al expresar que
este hecho “partió en dos partes la Historia de Colombia”, cuando Pasto fue,
por un breve tiempo, capital de Colombia y amenazado por un gobernante, quizá
Ministro del Estado, de bombardear a los indomables pastusos, con quienes
Bolívar ya había luchado, con su ejército patiano y venezolano, en la famosa
Batalla de Bomboná, ya aludida.
Consacá, uno de los espacios de este drama, siempre ha
sido, y seguirá siendo, el lugar de afecto y cálidos recuerdos para el hogar de
Heriberto y de quienes, de su familia, muchos ya desaparecidos, gozaron de la
sana e inconmensurable bondadosa acogida de sus pobladores y de su incomparable
clima y parajes paradisíacos. Ubicada en las estribaciones del majestuoso
volcán Galeras y de las hondonadas de sus ríos, hacen que, en todos sus
espacios, no solo se contemplase su belleza, sino que es sitio de pan coger,
para sus coterráneos y los visitantes cotidianos, amantes de estar en un Olimpo
de mentes creadoras, imaginativas, que luchan por el bienestar de sus
ilusiones; no faltan quienes consideran a esta saludable y hermosa tierra como
un paraíso terrenal. Personalmente, Heriberto se autodenomina hijo adoptivo de
Consacá, en la que, desde niño, en su adolescencia, su juventud y su madurez,
ha podido vivir, plenamente, un status de libertad y de autonomía formativa, de
una mirada perenne hacia el Deber Ser de su patria.
Fueron muchos los momentos y las instancias felices de su
acontecer por senderos fructuosos, jardines de esperanza, vitales e
inolvidables, de su yo, en el caminar de su existencia, no obstante las
dificultades que hubieren de aparecer, en búsqueda de la trascendencia hacia
otros hechos continuados, en sus cometidos permanentes para constituir lo
humano. En diferentes épocas, junto a sus padres y a otros parientes, tuvo la
suerte de convivir, con la dicha de asistir a un mundo que jamás desaparecerá
de su imaginación y de su recia voluntad, del reconocimiento humanitario y del
medio; incontables los lugares, unos reales y armoniosos y otros
fantasmagóricos y tristes de su geografía y geohumananidad, del celeste espacio
de sus, unas cortas y otras largas, estadías en el tiempo de la posibilidad de
su ser.
De niño, con sus hermanos y sus padres, caminó por
abruptos parajes hacia el hondo cañón del río grande de la región, incluso sin
atender al peligro, para gozar de un baño fabuloso en sus torrentosas aguas, acciones
que se evidencian en el álbum de los recuerdos. Cuántas otras, en compañía de
los amigos veraneantes, se lanzó a atravesar las aguas verdes del Azufral, río
que baja de las alturas del volcán, recurriendo a vados organizados con
piedras, muchas difíciles de mover, por su padre, en los mejores sitios del
río.
Los paseos a Bomboná, principal vereda del municipio, no
fueron menos agradables, ni menos dignos de grabar en la mentalidad
satisfactoria de sus andanzas. La frondosidad, riqueza y calidad de sus
naranjos tentaron, casi cotidianamente, para la recolección de sus frutos y el
goce de su dulce sabor, hasta el punto de, una tras otra, amén de las que se
llevaban a casa, consumir, con alegría y satisfacción, sus jugos, de máxima
calidad de ese entonces.
Caminando por el carreteable y después de un saludable
baño en el río, subían la ladera o pasaban por el puente de piedra, para
convivir con la espectacular presencia de tal monumento. En algunas temporadas
del verano, convivían con parientes, en las que era gracioso observar las
pilatunas de uno de los hermanos, de Quique, quien gozaba cuando le escondía
los zapatos a su tío Eugenio, a su primo Afranio y a su propio padre, en la
calle, arrumando piedras encima de ellos, para que, en las mañanas, al levantarse,
no los encontraran.
En otras oportunidades, al vivir en una casa junto a la
cárcel de entonces y junto a los famosos chorros de abundante agua, en los que
los veraneantes, frecuentemente, tomaban un agradable baño, Heriberto
compartía, con los presos, la caza de raposas o llamadas también chuchas, con
las que hacían deliciosos caldos, muy conocidos por su excelente sabor y fama
de curativos. En la calle, el menor de sus hermanos, Edgar, jugaba montando
caballitos de palo, lo que también se evidencia en los álbumes de la familia.
Fueron frecuentes, además, los paseos a las fincas vecinas, de propietarios
pastusos, de muchos naranjos, en las que, en sus piscinas, departían, con la
natación, lo que incluía su aprendizaje, con las dificultades que se les
presentasen, pero, por fortuna, sin tragedias que lamentar; el gozo siempre fue
de jamás olvidar, como tampoco faltaron los paseos a las laderas del Galeras y
quienes estuvieran en mejores condiciones y edad para hacerlo subieron hasta la
cima, de aproximadamente 4270 m, y, es más, una vez superada, avanzaron para
llegar hasta Pasto.
En las calles de la población, casi todas las noches,
veraneantes de todas las edades y sexos, compartían diversidad de juegos, como
el de la sortijita, la gallina ciega y tantos otros, difíciles de recordar,
pero que constituyeron la armonía de unos y otros, de lugareños y de
visitantes, actitud muy destacable que ha hecho, históricamente, la amabilidad,
cortesía y acogida universal de sus habitantes, en todas las épocas; nunca hubo
diferencia de clases, razas o desafueros antisociales, por lo que Heriberto
guarda imperecederos recuerdos de varios que, por esa época, fueron sus amigos
y que no ha vuelto a ver, incluso en muchos de sus retornos al lugar: son
dignos de recordar: Campo “el pite ’e diablo”, el duro sastre, el maestro
Huertas y toda su familia, los hermanos León y más, pero ya extintos, por
múltiples razones.
La participación deportiva de Heriberto y de su primo
Afranio fue activa, hasta el punto de que este último triunfó en una doble de
ciclismo, Consacá-Sandoná, pese a las dificultades que los vecinos municipales
le impusieran por no ser consaqueño; en otra oportunidad, también Heriberto
ganó una australiana de ciclismo en Sandoná, junto a Vicente, en equipo. Jamás
vino a su mente que, luego, habría de volver y llenar su espiritualidad, tal
vez con lo más feliz de sus experiencias, hacia el encuentro, primero, de su
tercera edad, junto a su único amor, de su andar por el sendero, a veces con
espinas, pero de las más bellas del camino, porque siempre hubo rosales a su
vera.
Hay otras instancias que recordar en la vida de un
adolescente, que tendía a la juventud, que supo gozar a plenitud, pero que
faltaría aún traer a la memoria, como otras vacaciones que vivió en Popayán,
junto a su tía materna, Tinita, su esposo y algunas primas, por parte de su
madre. En esta ciudad, de belleza colonial y sede de la más destacada
celebración de la Semana Santa en el país, por primera vez afloró, en su
incipiente juventud, lo que se ha denominado, con la certeza de no serlo, el
primer amor, en su proceso de formación viril; no obstante, ella, dos años
mayor, atraía, de algún modo, su mirada y buscaba con frecuencia, durante su
permanencia, estar a su lado, en su propia casa, la de sus familiares; su
hermanita, a su vez, requería la amistad de los adolescentes supuestamente
enamorados.
La grata estadía vacacional se acompañaba felizmente de
salidas ocasionales campestres, a la localidad de Puelejen, al sur de la
ciudad, en la que sus parientes tenían una pequeña finca paradisíaca, de
excelente clima, floridos campos y piscina, para el aprendizaje y disfrute de
la natación, necesidad ineludible de todo niño, en su sano proceso formativo.
Las temporadas intermedias de los estudios son cortas,
pero fijan en la mente del ser humano, el drama incomparable de sus vivencias,
para retornar pronto a su período de estudios, adelantados en la ciudad
sorpresa, de entonces, Pasto, capital del Departamento de Nariño, donde, como
resultado de una siempre aludida formación en la niñez, también gozaría de la
compañía de seres queridos, comprensivos y tolerantes, como sus abuelas paterna
y materna y la nunca olvidada, y preferida de los corazones, tía Irenita, que
jamás morirá en la memoria de sus descendientes; de la compañía de ella, y de
su esposo, en diferentes épocas, habría de gozar, por su ternura, amor y
respeto, muchos de los varios instantes de su existencia, lo que, para sí mismo
y los retoños del futuro hogar, consolidaría sus amores y las remembranzas de
paseos campesinos y estancias en Hortensia, su rica finca.
Tampoco podría olvidar que, en las alegrías de su pueblo
adoptivo, una chiquilla, sana y buena, pretendía llenar su corazón de muchacho,
sin lograrlo, porque el destino le había deparado que encontrara otro amor,
quien sería, por eterno, el único poseedor de sus virtualidades, de entonces, y
las reales en la transparencia de su ancianidad.
XXII
En 1967, para poder ejercer la docencia, en La Florida,
Heriberto había obtenido su título de Maestro, otorgado por el Ministerio de
Educación Nacional por intermedio del Instituto Nacional de Capacitación,
INCADELMA, y la Secretaría de Educación, registrado legalmente el 4 de
Septiembre de 1968. A la vuelta de esta labor institucional, lo habían nombrado
Director de la Escuela de Varones de Yacuanquer, cercana a Pasto y en el tiempo
en que realizaba sus estudios universitarios en la Universidad de Nariño.
Otra instancia, aunque no muy larga, daría principio al
dramático accionar ante una comunidad con las variables idiosincrásicas,
propias de la diversidad que, da la impresión, se entienden con el paso de los
años, en los espacios del final de las anualidades, muy útiles para tales
eventualidades del vivir, considerablemente activo. Afrontar las circunstancias
múltiples del recorrido por tantos espacios diferentes de lo humano,
simplemente humano, no es del todo fácil. Es preciso, día a día,
reflexionarlos, para calificar el desarrollo, el mejor deseado, en este
transigir, no solo con contingencias, ajenas a una integración, sino con la
vida misma, como acción justa del transcurrir del ser, en el contexto de toda
la comunidad y propia de la naturaleza educativa, en la que habría, en lo
fundamental, que constituirse como prioridad el niño.
Yacuanquer, diferente a otros lares, en los que la
pobreza es proeza de la continuidad vital, gozaba, o quizá aún goce, de un
status socio-económico mejor que, en gran parte, habría de no forjar y fijar
una formación más firme de sus educandos, quienes evidenciaban debilidades ante
exigencias nuevas, de compromisos con el acontecer esperado. No obstante, y
gracias a personajes ajenos al lugar, como el juez promiscuo de entonces, se
abrían caminos formativos en los que la familia entera fue partícipe; Alda, ahora
ya, de tiempo atrás, su esposa, brillaba por sus calidades artísticas, como
actriz, en especial, al convertirse en integradora de las festividades de la
región; fueron varias y de calidad sus presentaciones, dignas del aplauso del
público, sorprendido y generoso en la estimación de días universales, como el
de la Madre y otros. El grupo artístico teatral, dirigido por el juez, Edgardo
Mutis, entre otras cosas, cofundador del colegio oficial de Yacuanquer, era muy
operante y transformador; cada vez, sus habitantes solicitaban otras
presentaciones teatrales que, además, trascendieron la región. Estos frentes de
colaboración cimentaban, cada día más, las acciones educativas y formativas de
los estudiantes, quienes iniciaban, así, la conformación del grupo teatral de
la Escuela, para futuras presentaciones.
Se impulsaba el deporte en diferentes áreas, pese a las
dificultades expresas, incluso de alguno o alguna de los seccionales, cuando se
tratara, por ejemplo, de caminatas extensas que, para ellos, sentían
exageradas. En fin, hasta quejas se tuvieron, por parte de los padres de
familia, de que en la escuela había un muchacho, hijo del Director, que
golpeaba a sus hijos, con guantes de boxeo; lo cierto era que Enrique, quien
tenía unos cinco años, aproximadamente, insinuaba boxear con los estudiantes,
con guantes que su padre le había traído desde Cuenca, Ecuador. Este tipo de
actitud, de excesivo consentimiento, en su breve paso por la zona, le trajo, a
menudo, odiosas dificultades que, por fortuna, acabaron cuando lo trasladaron a
Pasto, a la Escuela de varones Cristo Obrero. Allí, tuvo, también, la
colaboración de Alda, en lo que se refiere a la actuación teatral, en las
diversas festividades de la Institución, con mucho agrado de los seccionales,
de los alumnos y de los padres de familia.
El haber viajado a otros lares del país, por largas
temporadas, había impedido el regreso, que solo se daría, mucho después, cuando
su estado, en la madurez, había cambiado y gozaba de un hogar que ha podido
disfrutar, más adelante, de la solidaridad, bondad y sinceridad de los
pobladores de Consacá, lo que ocurría por allá en el año 2000, después de
buscar, en diferentes zonas del Departamento, un sitio digno de su estar en la
tercera edad, que les permitiera llevar una vida con tranquilidad, holgada y
llena de armonía, como evidentemente aconteció. Para entonces, la mayor parte
de la vía de acceso se había asfaltado y su hijo, después de sus estudios en
Alemania y de vuelta al país, en uno de los viajes a Ecuador, había adquirido
un vehículo que, después de ser suficientemente utilizado en Pasto, le había
entregado a su padre para que lo conservara. Los hijos, con frecuencia,
visitaban su hogar y organizaban paseos recreativos, fundamentales para la
consolidación de su existencia, apropiada a su status; fueron muchas las
regiones que, desde allí, visitarían y recordarían con alegría su paso por
ellas, en sus años mozos, tales como Ancuya, Linares, Sandoná, La Florida,
lugar, en especial, que era motivo de imperecederos recuerdos.
Muchas de las personas que habría de conocer y, con gran
fortuna, disfrutar de su hospitalidad; en todos los campos de la actividad
humana, sus habitantes fueron solícitos y generosos; nunca faltó el cariño que
les brindaron, en particular a Alda, quien, con su temperamento bondadoso y
solidario, se había convertido en el eje de la hermandad y solícita se
aprestaba, cada vez que fuera necesario, no solo a compartir las penas de sus
congéneres, sino a actuar y a dirigir múltiples actividades. La comunidad,
constituida en organizaciones en pro del bienestar de su pueblo, con frecuencia
realizaba eventos, en los varios campos organizativos del desarrollo de la
zona; jamás ella fue ajena a estos intereses y, con sabiduría y gran capacidad
de dirección, adelantó obras benéficas que, sin lugar a dudas, habrían de
convertirla en líder, por lo menos de su sector. Es connatural que sus
actividades no solo le proporcionaron la satisfacción, sino el afecto de muchos
de los lugareños, quienes vieron, en su acción, toda la credibilidad y el
reconocimiento de su altruista conducta y comportamiento; no había labor que se
adelantara, que no contara con su aceptación y aprobación.
Por su parte, Heriberto lograría el reconocimiento y el
aprecio de todos quienes requirieran de su participación en organismos de
dirección y de servicio, en particular más cuando se tratara de las sanas,
siempre sanas, festividades anuales de Consacá; es muy digno de recordar que,
en su realización, nunca se advirtieron dificultades que afectaran, de algún
modo, la probidad y positiva actitud de sus habitantes; tan valiosa ha sido la
zona, que ni siquiera cárcel existía, como se pudo conocer en otra hora de esta
historia.
Otra de las características de profundo aprecio, quizá de
orden hereditario, lo ha sido la inclinación artística de muchos compositores y
cantores de reconocimiento nacional; con varios de ellos, tendría la
oportunidad, casi por semana, de gozar de sus melodías, hasta el punto de
sentir, en su intimidad, el complemento de su espiritualidad, ineludiblemente
impregnada en lo más hondo de su ser. Desde el balcón a la calle, de la casa de
la única residencia, de esta época, observaba que subían y bajaban los chicos,
los adultos y ancianos, todos atentos, con sus ¡buenos días!, ¡buenas tardes!,
siempre solícitos, lo que evidenciaba, quizá, la buena formación recibida en su
niñez, en el hogar y en la escuela, lo que habría de construir, en su mente, un
acercamiento crítico psicológico a ellos que, más tarde, en sus escritos, le
permitiría elaborar un breve relato, intitulado “Desde el Balcón”.
Por ese entonces, su hermano Memo llegó a Consacá con el
objeto de invitar a su hermano y esposa a que realizaran un viaje a la Costa
Atlántica, por tierra, en su camioneta Chevrolet 2300; todos, de pleno acuerdo,
lo llevaron a cabo, y Heriberto lo refiere así:
“Quisiera tener toda la inteligencia necesaria para poder
describir el viaje que, a través de Colombia, realizamos, junto a mi esposa, a
mi cuñada y a mi hermano; siempre ha sido la ilusión de Alda conocer tierras, y
especialmente Colombia, entre otros sentimientos, también difíciles. No
obstante lo intentaré.
Transcurría el 10 de enero, cuando lo iniciamos. Con el
mejor ánimo y el espíritu en pleno, desde la población de Consacá, Departamento
de Nariño, región de grato descanso para quienes abordamos la vejez, lugar de
tranquilidad, sin delincuencia común, paramilitares o guerrilla, partimos, con
la convicción de que nuestra buena fortuna nos acompañaría. En efecto así fue.
No sería posible ni referir, ni describir brevemente, todas las regiones y
poblaciones que encontraríamos a nuestro paso, solamente aquellas que, de una u
otra manera, hubiesen causado mayor impresión. Mas sí, ligeramente, las que,
por su importancia o por su tamaño, hubieran afectado mejor la memoria. Pasto,
la capital del Departamento y tierra de nuestros afectos, por consiguiente, era
la primera en nuestro encuentro y, fuera de descripción por ser la tierra natal,
otra oportunidad habría para referir su singular belleza, su entorno de
pintados paisajes y contexto integral de cultura; en otras, pasadas, épocas, la
capital de la paz.
A nuestro paso, encontramos la población de El Bordo, en
el Departamento del Cauca, zona de calor y movimiento comercial, pero, como
tantas otras pequeñas ciudades de Colombia, víctima de las múltiples formas de
violencia. Así, arribamos a Popayán, capital del Cauca, distinguida por sus
ancestros culturales y su arquitectura colonial, siempre señorial y
distinguida, buen lugar para el almuerzo. Acto seguido, continuamos hasta la
ciudad de Cali, después de disfrutar las variedades geográficas y la belleza de
las regiones intermedias vallecaucanas. Sin lugar a dudas, esta bella y gran
ciudad, conocida popularmente como “la sucursal del cielo”, despierta en el
ánimo actitudes positivas, que invitaban a volver y disfrutarla más
detenidamente, amén de los recuerdos que afloran a la memoria del pasado vivido
en ella. El Zoológico de Cali sería el
centro de recepción de nuestra mascota, un cuatí, al que habíamos bautizado
como Goyo, y el que se había ganado un enorme cariño por parte de toda la
familia, mas no podíamos limitar su libertad, por lo menos en parte. Quizá, lo
avanzado de la hora, las seis de la tarde, la incomprensión de un funcionario y
nuestro afán por llegar a la ladrillera, Villa Hermosa, finca de mi hermano
Memo, no permitieron la nueva residencia de Goyo. Continuamos, entonces, y a
las siete y treinta de la noche nos ubicamos en nuestro primer destino, la casa
arreglada, cambiada y muy acogedora, en medio de una naturaleza abundante, que
sirvió, de inmediato, como hábitat para Goyo. Allí nos esperaban el matrimonio
de César y Liliana, su hija Laurita, y mi cuñada Alicia, esposa de mi hermano,
padres de Liliana.
César, un joven extrovertido, alegre, no tardó en
obsequiarnos, con un buen vino chileno, que beberíamos con entusiasmo, al gozar
de la viveza y los afectos de Laurita, de la charla de Memo, sus anécdotas, los
recuerdos, la alegría de los encuentros, los hitos del pasado, suficientes
acciones para tenerlas en nuestros recuerdos y, desde luego, el nuevo momento
vivido. Mi esposa, obviamente, feliz al lado de Alicia, tenía una razón más
para el mejor disfrute de la aventura, porque, en adelante, ella nos
acompañaría. Permanecimos, en este pequeño paraíso, la noche de nuestra
llegada, lunes, y los días martes y miércoles, durante los cuales visitaríamos
Cali, Dagua, y reconocimos la finca con sus gansos, ladrillera, peces y naturaleza,
en general.
El día miércoles viajaron mi sobrina, su esposo e hija
para continuar su ruta por la zona cafetera. Siempre estuvimos en comunicación
con nuestras hijas e hijo. Ellos animaban todavía más la aventura, de tal
manera que el jueves, muy temprano, desde la ladrillera, reiniciaríamos viaje
con destino seguido a Medellín. Cuán admirable el Departamento del Valle, por
sus vías de doble calzada, sus planicies cultivadas de caña de azúcar y la
vitalidad, en síntesis, de su naturaleza. La camioneta, una Chevrolet-Luv, de
ensamble chileno, se portaba a la altura de las circunstancias y la velocidad
requerida en estas vías, admirable, por cierto, para sus nueve años de
servicio; en su conductor, mi hermano, desde luego, no había nada negativo que
observar.
Después de pasar por las afueras de Dagua, y otras
poblaciones pequeñas, y apreciar, desde el borde, la belleza del lago Calima,
con sus aguas tornasoladas, llegamos a Buga, la justamente denominada “Ciudad
Señora”, plena de movimiento, calor y entusiasmo. Allí, consecuentemente, había
que visitar al señor patrono de la ciudad, acto que fortalecería más nuestro
ánimo y en procura del bienestar de todos los nuestros, quienes constituyen la
integralidad de nuestra sangre. Las fotografías no faltaron y en todo el
trayecto registraríamos nuestra presencia y sus lugares. Seguidamente, al dejar
atrás Tuluá, Bugalagrande, Zarzal y otras, continuamos a Cartago, lugar de un
aperitivo, ciudad también muy apreciada y de las principales del Valle del
Cauca. Luego, por la vía de la Virginia, Anserma, compartidero de El Cerrito y,
dejando atrás Riosucio, Departamentos de Risaralda y Caldas, por una carretera
bastante accidentada, llegamos a Supía, lugar de entronque con la Autopista del
Café, Manizales-Medellín, la que, al dejar atrás La Pintada, Santa Bárbara,
Caldas, la abordamos ya por la noche, tal vez a las seis y treinta; recorrimos
algunas avenidas, donde nos sorprendió la intensa iluminación, que aún
permanecía de la Navidad; no obstante, y por tomar vías de presencia no muy
agradables, después de cargar gasolina, por la hora y quizá con algo de temor
por lo observable, decidimos continuar hasta Santa Rosa de Osos, también por
carretera no muy fácil. ¡Qué buena decisión!
Encontramos un pesebre, un paraíso, una pequeña ciudad, hermosa, limpia
y grata, desde el principio. De igual manera, el hotel magnífico, limpio y de
gente cortés y atenta. Sería, sin lugar a dudas, el lugar de nuestro reposo.
Después de un merecido descanso, el viernes, por la
mañana, reanudamos el viaje por una vía casi destrozada, llena de baches,
despedazada, partida, en muchas partes, con la banca a punto de caer y, lo
peor, en sus orillas con construcciones de madera podrida, otras de cartón,
plásticos, completos cambuches, de desplazados de la violencia, en diferentes
partes, que pedían dinero por la tierra,
con la que pretendían llenar los huecos, nuevo hábitat, en el que se había
de transformar la bella naturaleza
antioqueña, lo que, como era de esperarse, nos produjo malestar, tristeza y
comprensión evidente de las consecuencias de la guerra. Antioquia, un
Departamento conocido por su empuje, había sido muy maltratado y su
reconstrucción, seguramente, tardaría un buen tiempo. Al pasar por Yarumal,
pueblo de grandes edificios, no obstante sus dificultades geográficas,
edificado en la cima de la cordillera, y por Valdivia y otras pequeñas
poblaciones, llegamos a Tarazá, desde donde la carretera cambiaba, mejoraba y,
así, continuamos hasta Caucasia.
Allí, previo reabastecimiento de gasolina, descansamos
unos minutos, para tomar un refrigerio y seguimos, con la ilusión de llegar el
mismo día hasta Coveñas, en el Departamento de Sucre. Continuamos nuestro
intento, ya vía a la Costa Atlántica, por la ruta desde Planeta Rica hasta Montería,
a la que se arribó temprano. Ahí, dadas nuestras circunstancias económicas, ya
en vía de agotamiento, es de anotar, por el alto costo de la gasolina y los
interminables y múltiples peajes, que en nada evidenciaban el arreglo de las
carreteras, necesitamos sacar dinero del banco y mejorar mi cámara fotográfica,
la que no habíamos podido manejar como se debía, hasta el momento. Era
apreciable el desarrollo y el poblamiento de la ciudad y su continuidad
constructiva; en los lugares que observábamos y conocíamos, la gente nos
atendió con prontitud y elegancia. Es preciso mencionar, ahora, que el pueblo
colombiano, quizá por la claridad de conciencia, que poco a poco y con la
experiencia de los horrores de la guerra, ha ido adquiriendo, ha mejorado
notablemente las relaciones con sus semejantes, lo que hemos notado a lo largo
de nuestro recorrido por los diversos Departamentos. Seguimos, por Córdoba,
nuestro viaje, y dejamos atrás a Cereté, San Pelayo, Lorica y otras regiones,
hasta llegar, en horas de la noche, a Coveñas, lugar turístico y de excelentes
playas, donde no fue posible encontrar un buen hotel y decidimos hacerlo en
Tolú, en el Golfo de Morrosquillo, en el hotel del mismo nombre, en el que,
después de recorrer sus playas, descansamos esa noche.
Al día siguiente, sábado en la mañana, desde tempranas
horas, visitamos los lugares artesanales, en los que adquirimos algunos
recuerdos para nuestros hijos y amigos. La mañana de este día transcurrió
rápidamente y, en la tarde, pudimos gozar de las aguas cristalinas y cálidas de
Coveñas, que ofrecieron suaves masajes y descanso a estos viejos cuerpos.
Regresamos al hotel en horas de la noche, para recorrer nuevamente Tolú, en
toda su amplitud, para admirar su movimiento, sus playas y el horizonte, en la plenitud
e infinitud que ofrece, a las miradas cuidadosas, el mar.
Nuestra próxima meta era ahora, después de pasar por San
Onofre, María La Baja, llegar a Cartagena, la ciudad heroica, en el
Departamento de Bolívar, que nos recibió con un excelente clima; por fortuna,
en todo nuestro recorrido, habíamos gozado de buen tiempo, soleado, que
invitaba a vivir con intensidad la belleza extraordinaria de Colombia, múltiple
en su geografía, que, sin lugar a dudas, la hace diferente y hermosa. La ciudad
turística, por excelencia, nos invitaba a recorrer, infortunadamente, por pocas
horas, sus calles, pero suficientes para llenar el espíritu de mucha armonía.
Visitamos la ciudad antigua, el castillo de San Felipe, el Palacio de la
Inquisición, y sus principales calles, que brindaron ánimo, alegría y gozo al ver tanta belleza y, a la vez, sentir
el orgullo de ser colombianos, para luego continuar, por la Vía de la
Cordialidad, a Barranquilla, Departamento del Atlántico. Teníamos muchos deseos
de detenernos allí, pero las informaciones que nos habían dado sobre su
peligrosidad, al estilo de Medellín, hicieron que nuestro viaje continuara,
después de observar con detenimiento la estructura consolidada del puente
Pumarejo.
Así, y con mayor expresividad, se nos aparecía nuestro
camino por tierras bajas, planas, colmadas de valles de mucha riqueza y, a lo
largo de la Ciénaga Grande de Santa Marta, dejamos atrás a Pueblo Viejo y
Ciénaga y llegamos a El Rodadero, lugar de nuestro último posiblemente destino,
al norte de Colombia. Sin dificultad alguna, conseguimos residencia,
debidamente amoblada, con cocina, televisión, todas las comodidades de un buen
apartamento y a un buen precio; esto es, barato. Otro justo descanso del viaje,
que nos daría fuerza para continuar en el goce de las bellezas de Colombia. Al
día siguiente, era nuestra visita obligatoria a la ciudad de Santa Marta, que
abordamos con todo el entusiasmo y cariño, porque la habíamos vivido muchos
años atrás: señorial y magnificente, nos ofrecía la sorpresa de su desarrollo.
Visitamos la Quinta de Bolívar, sus calles principales;
cambié el rollo de la cámara e hicimos algunas compras; para mi esposa,
constituía, quizá, la sorpresa más agradable; la observaba con detenimiento,
con aprecio; era, decía, el lugar más bello de Colombia, que hasta ahora había
conocido. Inobjetable, Santa Marta, sus playas, la Avenida del mismo nombre, su
estilo colonial, sus gentes, no podrían identificarla de otro modo. Cerca del
mediodía, regresamos a El Rodadero, para disponernos a disfrutar de sus playas
y a gozar de un baño que, aunque de aguas frías, en horas de la tarde, el mar
nos ofrendaba con su tranquilidad y hermosura, y toda la armonía de esos días
en el Mar Caribe. Regresamos al apartamento en horas de la noche, a prepararnos
para seguir nuestro camino de regreso, ahora por la troncal del Magdalena.
Apreciamos, también El Rodadero en toda su amplitud; se disfrutaba de un
excelente clima, brisa en la noche, avenidas, edificios, supermercados, todo lo
requerido en una gran ciudad. Sí, es que ya es una ciudad, muy diferente a la
que yo había conocido, treinta y ocho o cuarenta años atrás.
El día martes, muy temprano, iniciamos nuestra aventura
de regreso, al recorrer entre llanuras y planicies, después de la Y de Ciénaga,
Departamento del Magdalena, nuevamente las tierras fértiles e inmensas de
Colombia. Grandes ganaderías, a lado y lado de una excelente carretera. Nuestro
primer cometido era llegar hasta Aracataca, tierra natal del Maestro Gabriel
García Márquez, en la que visitamos su residencia, lugar de nacimiento, se
registró fotográficamente su casa, declarada centro de cultura. Su nuevo
director nos atendió cordialmente.
Seguidamente, pasamos por Fundación, El Copey, ya en el
Cesar, Bosconia, lugar de intersección de carreteras, hasta Aguachica, donde
abastecimos nuestro carro de gasolina, que, por su precio, mil pesos menos que
en otras bombas, creímos se tratara de gasolina venezolana. Al dejar atrás a
San Martín, llegamos, a buena hora, a San Alberto, lugar de descanso, en otra
intersección, aún en el Departamento del Cesar. La suerte no nos abandonaba; el
encuentro de una residencia, cafetería, restaurante y hasta bomba de gasolina y
parqueadero fue fácil y, después de una abundante comida, nos entregamos al
descanso. A tempranas horas, el día miércoles, reanudamos el viaje y avanzamos
hasta Puerto Araujo, en el Departamento de Santander, lugar ideal para el
desayuno; con el afán de llegar pronto a Melgar, lugar de separación de mi
cuñada Alicia, quien debía dirigirse a Bogotá, reemprendimos la aventura hacia
Puerto Boyacá, en el Departamento de Boyacá, Caño Alegre, Puerto Salgar, La
Dorada, sobre el río Magdalena, entre los Departamentos de Cundinamarca y
Caldas; Honda y Mariquita en el Tolima, hasta llegar a Guayabal y Armero (la
antigua Armero), la que, por su desafortunada historia, era digna de que se
visitara y registrara; allí, estuvimos en la tumba de la niña Omaira Sánchez,
santa, por su sacrificio, en la catástrofe causada por el Nevado del Ruiz, así
caracterizada por su valor y fortaleza moral a la hora de la muerte, que les
insinuaba, a sus frustrados salvadores, que los hicieran primero con los demás
sobrevivientes, porque ella se encontraba tranquila y dispuesta al sacrificio;
su monumento mostraba mucha iluminación de veladoras y placas de agradecimiento
por los milagros ya realizados.
Visitamos, también, el monumento de la Policía, con una
placa de treinta y tres policías sacrificados, tumbas, y otros monumentos de
iglesias y bancos desaparecidos. No puedo pasar por alto las historias que los
lugareños nos refirieron, como la que decía que: “en épocas indígenas, por el
mal comportamiento de los pobladores, el volcán y el nevado se enfurecieron y
arrasaron la zona”. También contaron que, otrora, “las gentes de Armero
culparon a un sacerdote de irresponsabilidad y comportamiento inmoral, por lo
que lo arrastraron por toda la ciudad; el curita acusado maldijo a la región y
a sus habitantes, manifestándoles que, igual, habría un día de la justicia, en
que pagarían su delito, arrasados por la naturaleza, porque él era inocente. No
obstante, las mujeres, llamadas de la vida alegre, de la región, lo defendieron
escondiéndolo en el lugar de ‘libertinaje’”. Esta avalancha había sido,
entonces, el castigo por la maldición del sacerdote; más sorprendente aún, las
mujeres se salvaron; el curita ya no vivía allí. Así, supimos sobre otras
leyendas, menos importantes respecto a este hecho.
Al continuar el viaje, encontramos a Lérida, Venadillo y,
sin entrar a Ibagué, llegamos a Girardot, por carretera nueva, donde nos
reabastecimos de dinero y un licor, para quien narra y llevaba, ya, varios días
de abstinencia. Acto seguido, avanzamos a Melgar y, en el Club Militar, por
invitación de mi hermano Memo, nos hospedamos. Era de esperar, desde luego, un
excelente sitio para descansar, cómodo, aseado, con buena ventilación, buen
restaurante, piscinas que, obviamente, alegraran más nuestro espíritu, no
obstante, y sobre todo para Alda, la tristeza de separarse al día siguiente de
Alicia, con quien había disfrutado muchísimo todo el viaje y quien significaba,
en su vida, una profunda estima.
A las nueve de la mañana, del jueves, Alicia partió,
desde Melgar, hacia Bogotá y nosotros al sur, por Ibagué y Armenia. Se trata de
regiones muy bonitas, pese a la neblina del recorrido por La Línea. Así,
llegamos a Calarcá y almorzamos en Armenia, las dos ciudades del Departamento
del Quindío; después de haber recorrido grandes extensiones de territorio
plano, por los Departamentos del Magdalena, Cesar, Santander, etcétera,
tocábamos otra vez la montaña, pero, igual, la belleza colombiana afloraba, por
todos sus rincones y, una vez más, nos acercábamos a las planicies
vallecaucanas. Efectivamente, después de La Tebaida, llegamos a La Uribe,
Bugalagrande, Andalucía; pasamos por Tuluá y, en Buga, tomamos la ruta de la
Costa Pacífica, hasta llegar a Loboguerrero, luego Dagua; aquí descansamos un
momento, mercamos y, en la noche, estábamos nuevamente en La Ladrillera, Villa
Hermosa, finca de mi hermano y su destino final de esta aventura.
Viernes y Sábado descanso, justo, para esta larga
jornada, días en los que, en todo momento, ansiábamos el regreso a nuestro
terruño, a nuestro hogar, cerca de nuestros hijos. Preguntamos por Goyo, lo
buscamos, pero en vano, pues, al parecer, había reencontrado su hábitat en los
árboles frondosos de fincas vecinas. En observación calmada de la naturaleza y
comentario tras comentario de la vida y las experiencias, transcurrió el tiempo
y se asomó el domingo, día de regreso, ya sin la compañía de mi hermano Memo.
Muy temprano en la mañana, Memo nos condujo hasta el
terminal de Cali, desde donde, en una buseta de Transipiales, viajamos con
destino Pasto, siendo las nueve y treinta. Transcurrió el tiempo y, entre
charlas de vivencias con mi esposa Alda, llegamos a la añorada ciudad, cuna de
la familia. Pernoctamos, en medio de atenciones de las hijas e hijo, de los
yernos, y el lunes avanzamos hasta el hogar de los años, al lugar del descanso
en la vejez, a Consacá. Allí, con gran júbilo, nos recibieron nuestras hijas,
Alena, Yolanda y Ana Gabriela y nuestros nietos residentes. Todos ansiaban oír
que les narráramos nuestra aventura y, así, empezó un nuevo relato sobre el
inmediato pasado.
Gracias, Jesucristo, todo salió bien y permite que
recordemos siempre lo bueno y olvidemos los pequeños detalles, sin importancia,
que en toda acción se presentan. Gracias a mi hermano Memo, gracias a mi
cuñada, gracias a sus hijos, gracias a mi esposa”.
Así, habría de construir, en el sendero de su
positividad, una instancia perenne de recordación, sin posibilidad de erradicar
de su corazón ese espacio de gratitud y gozo vividos en hondo sentimiento
vital, en sus años de sabia vejez, orientación inequívoca de madurez.
Personas, como don Jesús Pantoja, su esposa, sus hijos,
su hermano Jobito; toda la familia Noguera, en especial su madre, doña Jesús;
músicos, como Silvio Pantoja, su hermano Orlando, Héctor Jojoa, excelente
cantante, Carmencita Narváez, su hermana, y familia; muchos más, inundan con nobles
sentimientos de bondad, cariño y recuerdos, los corazones de Alda y Heriberto.
Carmencita, su extinto esposo e hijo, siempre ha sido, y continúa siendo, la
generosa dama, dueña de los corazones de ambos; aún, tiempo después, esto es,
ya no presencial físico, sino desde otros lares es, virtualmente, la familia
quien los acoge y les ofrece con sinceridad su casa para sus estadías en la
zona. No fueron pocas las instancias en que el servicio habría de prestárseles,
incluso en viajes largos de transporte, a quien lo necesitara, dentro y fuera
del municipio; a Rosita Checa, a Blanquita, servidoras desinteresadas de la
familia; a Luis, del monta llantas; a las hermanitas, dos ancianas, María y
Célima, a todos quienes requirieran de que los sirvieran, con amor se les
brindaba. Valga la ocasión para recordar el viaje a Guaitarilla, para llevar a
su hermanito, quien murió en el viaje y motivó la escritura de un relato,
“Viaje sin Retorno”. Muchas cosas bellas sucedieron y permanecen en la memoria
constante que, a su vez, construyeron motivo para otros tantos escritos.
Varias serían las oportunidades, después de su despedida
de Consacá, para regresar y gozar de la hospitalidad de Carmencita, en su
hogar; volver siempre ha existido en la espiritualidad de ambos, una constante
que desaparecerá, tal vez, cuando sea preciso el viaje físico, sin retorno, a
la eternidad. Consiguientemente, vale la pena decir que fue triste y dolorosa
la despedida, al dejar la región, necesidad insinuada por sus hijos, en
especial por el geólogo, por temor al volcán. Decidido el cambio de residencia,
hacia Chachagüí, llegó el momento del adiós; no faltó el llanto, el abrazo
sincero, de quienes más los estimaron y apreciaron. Realmente, era fácil
observar que había transcurrido un tiempo de felicidad, antes, en la
adolescencia, en la juventud y ahora en la madurez.
XXIII
Empieza así otro momento de la historia de Heriberto y
sus seres queridos. Justamente, en la tercera edad, muy cerca de la vejez y de
la ancianidad, pero quizá aún vital y llena de esperanzas para sus hijos, para
todos sus descendientes y para sí. Inicia la nueva vida con la compra, a base
de sacrificios económicos, de una vivienda en los alrededores de Chachagüí, una
vivienda que, aún siete años después de vivir en ella, todavía no se ha
terminado de refaccionar. Intihuasi es el nuevo hogar. Allí concurren todos:
hijos, nietos, biznietos, familiares y amigos. Nunca está desocupada, siempre
está repleta de esperanzas, de ilusiones, de flores, de jardines, de belleza,
de amor y, más, en ella concurren todos los recuerdos, no obstante, algunos
tristes, pero todos complementan la felicidad soñada y alcanzada.
En su refacción, la participación ha sido de todos;
ninguno de sus descendientes, y hasta su hermano Memo, se ha negado jamás al
apoyo desinteresado de convertir este hogar, como él bien lo ha expresado, en
un paraíso, en el que, al final de la jornada, se ha logrado implementar y
complementar, definitivamente, la solidez, la consolidación de una unidad familiar
que marcha al unísono, autónoma y plena de felicidad, en la convergencia de una
familia, de parte y parte, de Alda y Heriberto, que la observa, goza y define
como un triunfo, quizá al final de sus años de vida, en el contexto de una
visión cósmica.
Quique, hermano de Heriberto, y ahora ya desaparecido,
para continuar su viaje a la eternidad, desde donde, con certeza, contempla con
satisfacción la vitalidad Sico-somática de su familia, él siempre fue el más
asiduo visitante de quienes no viven cerca. También, con frecuencia, Memo vive,
con alegría y satisfacción, temporadas gratas para quienes los amamos. No han
faltado las visitas alegres, festivas y cariñosas de las sobrinas de Heriberto,
sus primas, quienes no lo olvidan y piensan pronto volver. No es vano repetir
que Intihuasi nunca está vacía; a lo largo y ancho de sus corredores, de sus
patios, de sus alcobas, se escuchan, con alborozo, los gritos, las carreras de
los niños, que juegan con la inmensa libertad de sus contenidos inocentes y
llenan a plenitud de alegría la nueva Estancia, como la de ayer, la de los
Capulíes, en Botana, y la casona de Ricaurte, otros espacios, que fueran, para
sus mayores, también, el rincón inolvidable de una felicidad, convertida hoy en
la continuidad de la existencia.
Enrique, cada mes, permanece hasta diez días y sonoriza
el ambiente con la interpretación de su guitarra y los cantos melodiosos de su
voz. Las hijas, todas profesionales, menos la menor, que ya empieza, casi
semanalmente, al lado de los respectivos componentes de hogar, fortalecen aún
más la alegría y la unidad de una familia realmente única. Una de las hijas, la
que más permanece con su pequeña Lalita en casa, Anita Lucía, Ingeniera Civil,
tiene una bella casita en Chapacual, Municipio de Yacuanquer, de la que ha
hecho un centro vacacional y de recreación para todos sus parientes, en
especialmente para sus hermanas, lugar rodeado de bellos paisajes, de potreros,
con pastizales, para ganado vacuno, surtidor de la leche para la región y de
quesos para la venta, en la cabaña, a la vera de la carretera, a menudo,
visitado por Alda y Heriberto, que disfrutan de su clima y de los paseos por
los campos que colindan, por el occidente, con el río Guáitara y, a sus lados,
con propiedades de vecinos.
De igual manera, en otras oportunidades, con Memo, su
hermano, y con Enrique, su hijo; con Quique y su esposa, pasaron días muy
divertidos, en los que gozaron de la hospitalidad generosa de Anita Lucía, su
esposo e hijos, momentos que vivirán por siempre en la memoria de todos. Muchas
satisfacciones en sus estadías, a veces por varios días, contribuyeron a la
felicidad del hogar de todos y a la alegría y el sano esparcimiento; fueron,
estos momentos, siempre el apoyo para el trajinar cotidiano de unas voluntades
ansiosas por la consecución de mejores días, en este viaje por el sendero de
esperanzas, de innovaciones tendientes a la cristalización definitiva de sus
ilusiones. Viajes y paseos como este fueron frecuentes, desde Chachagüí, a
otros lares hermosos de la naturaleza colombiana. Con Memo, de retorno, en
alguna otra ocasión, a su finca de Villa Hermosa y en compañía de Sandra, la
floridana, viajarían a Buenaventura, a Jamundí y, desde su finca, también se
hizo un recorrido por sus alrededores, por el llamado 30 o Borrero Ayerbe,
lugares todos, de florida y fértil naturaleza. Los campos del Valle del Cauca,
al occidente, como en todo su territorio, son dignos de admiración y de vida
recreativa; sus bosques, sus lagos, sus poblaciones, todo el esplendor de
Natura engalana su presencia planetaria. Lástima que no todo el tiempo se
pudiera gozar de su hermosura, porque la cotidianidad exige la presencia de los
viajeros y paseantes en sus sitios de origen, también acogedores y que surten
de sueños y de esperanzas en este caminar por el mundo.
Nuevamente con Memo, era preciso volver al hogar, dulce
hogar. La vida no termina, ni las ocasiones tampoco. Cuando la unidad
constituye la fortaleza de las familias, jamás están ausentes unas de otras y
Nariño es una fuente inagotable de ocasiones y lugares para el turismo, que
permanentemente invitan a que los visiten. Entonces, así como este volver,
implica retorno, también este será un nuevo partir, para luego venir, en
procura de un vivir satisfactorio, de las cosas que se deben ver, mirar y
observar, de la grandiosa naturaleza.
El carnaval de Pasto no podría pasar desapercibido y, con
mayor razón, al contar con un estar que respira sinceridad y alegría en el
hogar; ha sido ya lugar de encuentro, y lo seguirá siendo, quién sabe por cuánto
tiempo, en la existencia de las familias que lo aman; desde allí, se ha gozado
y se seguirá gozando el incomparable carnaval. No obstante, en el transcurrir
del tiempo, no todo puede ser felicidad, así se viva ahora una vida diferente.
Si bien el sendero inmortal de la existencia guarda, en la imaginación
creadora, gratos recuerdos, aún continúan los instantes de dolor y de tristeza,
en la medida en que los protagonistas recorren la vía inexorable hacia la
muerte.
La dolorosa noticia de que a Quique lo habían
hospitalizado en Fusagasugá, al sufrir una enfermedad terminal, para su débil
contextura, una neumonía, hizo que Alda, en el término de la distancia, viajara
a su lado, con la esperanza de poder despedirlo hacia los otros espacios
infinitos de la inmortalidad espiritual. Así, a los pocos días, Heriberto, en
su hogar de Chachagüí, recibe la noticia telefónica de su muerte, prematura
muerte, a la edad de 69 años, que interfiere con el deseo de continuidad de un
querer ser feliz, sin tropiezos; sus hermanos, sus sobrinos, todos quienes
habían admirado sus innegables virtudes, no podían estar menos que angustiados
y afligidos por tal suceso. La misma tarde del día de su deceso, previa
información a sus hermanos, Heriberto viaja en avión a Bogotá y, luego, por vía
terrestre, con una de sus sobrinas, a Fusa. Enrique, su hijo, desde la capital,
quiso acompañarlo, pero no era posible, porque él, a su vez, sufría calamidad
doméstica que afectaba delicadamente su salud; en la noche, arribó, lleno de
tristeza, para lograr la visión del cadáver de su hermano, ya en el ataúd, pero
con un rostro de tranquilidad y sin expresión de agonía. Pese a que las
lágrimas de Heriberto inundaban sus ojos, le expresó, con sentimiento, ante
todos los dolientes, sus palabras de despedida, para retornar, espiritualmente,
a los momentos que habían vivido juntos. Memo, también, casi a la misma hora,
llegó para acompañar a su hermano. Acto seguido, la velación y, al día
siguiente, quizá un domingo de penas, se procedía a viajar a Girardot, para
proceder a su incineración; se debe decir que la despedida fue profundamente
dolorosa para todos. Aparece, entonces, en la mente de Heriberto un relato,
denominado Quique, para honrarlo, en su ausencia: “Definitivamente, ni el
colorido de las flores exóticas, de las blancas, amarillas y rojas rosas y
claveles multicolores; los florecientes anturios, ni las palmas exigentes por
tocar el espacio libre; ni la amplitud de las plantas cultivadas del jardín,
nada de lo que, en la armonía y belleza de nuestros cultivos, podría incidir;
ni el aroma de los jazmines nocturnos, ni el verdor de las chilanguas y de los
platanales de pan coger de la huerta, ni el cultivo cariñoso de las pequeñas
avecillas, ni los dulces y largos sueños en los estares de la casa cubiertos
por la claridad y calor, a veces del policarbonato; pienso que nada, ni nadie
podría internar e interesar el organismo de quien se denominara el famoso
Quique.
El chiquitín culeco de las gallinas ponedoras en la
finca, Estancia de los Capulíes, de variadas producciones, con una pequeña
cicatriz en su rostro, hecha por un gallo celoso; el travieso picaresco de los
juegos, a veces pesados, con sus hermanos, y hasta con sus padres, el correlón
de tres añitos quemado en agua hirviendo por su natural curiosidad y
travesuras, el adorable chiquillo para los suyos y quienes lo rodeasen.
El bailarín simpático, agradable y jocoso de las fiestas
de familia, que invadía la alegría y las risas de quienes lo observábamos; el
alma, tantas veces cómica, de niños y mayores, el goloso de los manjares y
curioso por aprender recetas de platos sofisticados: empanadas, tamales y
deliciosos dulces. El inapreciable tierno alcahuete de sobrinos y nietos
sobrinos, con todas las golosinas que ellos quisieren, el amén de los cuentos
tiernos de los niños.
El generoso tío de sus sobrinas, en la consecución de sus
profesiones, el amante incansable de sus hermanos y cuñadas; él, quien jamás
olvidó los cumpleaños, en especial de su hermano mayor; el incomparable esposo,
novio y amante de su dulce, tierna y bella compañera.
El Maradona del fútbol en la empresa de trabajo, a quien
no solamente respetaron por el deporte, sino por su labor y por su simpatía
inigualable para compañeros y deportistas. Sí, él, quien sacrificó largos años
de su vida, al retiro de Upjhon, en procura de medios de subsistencia; él,
a quien hasta la guerrilla, ELN, lo
estimó y jugó basquetbol, en su retención, sin que mermase su capacidad síquica
y sicológica, a él tiene que referirse
este relato. Él se había ido, quizá definitivamente, de este mundo”
A él, después de una corta enfermedad, en Fusagasugá,
tuvimos que cremarlo en Girardot; su cuerpo dentro de un ataúd y vestido
elegantemente, como siempre lo fue, ardió y ascendió en humo blanco, como
transparente y pura avecilla, hasta los confines del infinito cosmos. De vuelta a Fusagasugá, Heriberto y Memo
pernoctaron en casa de su cuñada, Estelita, ahora viuda, para, al día
siguiente, viajar juntos, de regreso, hasta Villa Hermosa, finca de Memo, en su
carro particular. Alda, por el contrario, lo haría a Bogotá, para atender a su
hijo, durante dos meses, dadas las complicaciones que se le presentaron; por
fortuna, su salud mejoró lo suficiente y pudo volver a su hogar, desconsolada,
pero muy dispuesta a olvidar las penas, decidida a inscribir en los recuerdos
al querido Quique.
Heriberto y Memo, después de permanecer algunos días en
la finca, decidieron lo mismo y retornaron al hogar de todos, al paraíso
construido para recreación de su gran familia, a Intihuasi. Varios días, con la
presencia de su hermano Memo, quien, frecuentemente, visita esta hermosa
región, fueron el lenitivo a los irremediables momentos vividos ante la
ausencia de Quique. Memo habría de regresar a Villa Hermosa y la narración
continúa, fortalecida por el recuerdo de tantos hechos, hasta cuando llegue el
instante de la reflexión final de este trajinar en la cotidianidad biográfica
de una familia.
XXIV
En la ruta hacia el final de esta narración, viene a la
mente de Heriberto un triste momento de su historia, que ha significado tanto
en su alma y le ha restado sus aptitudes materiales en lo que concierne a sus
relaciones con su amada. Hace 10 años, en Consacá, en una discusión, ella le
expresó que debería avergonzarse de ser como es, un “sujeto que le ha mentido a
sus estudiantes, a sus profesores, compañeros de trabajo, un falso, que de nada
le ha servido haber estudiado”.
Desde entonces, pese a vivir en su propia casa, mejor
aún, la de su esposa, porque sus teneres, lo poco que existe, están a nombre de
ella, ha sido inevitable, para él, compartir su alcoba y, sin ninguna
oposición, afectando, de algún modo, su integridad. No importa, los seres por
quienes se ha luchado, hasta donde alcanzase su capacidad, han sido y seguirán
siendo sus hijos; para ninguno es falsa esta aseveración; ellos viven
plenamente en su corazón, sin distingos de ninguna especie y constituyen su
orgullo y su ilimitado amor. En ellos ha encontrado el verdadero amor que tanto
quiso tener en toda su existencia.
Mas, olvidemos, de ser posible, lo negativo y continuemos
el sendero de lo positivo. Hace muy poco tiempo, Paulita y su esposo les
propusieron a sus padres viajar hasta Mompiche, situado en las playas del
Pacífico ecuatoriano, al Royal Decamerón. Alda, sin pensarlo dos veces, le
insinuó que aceptaran y manifestó que se hiciese en el carro de su hijo, el
Nissan, 2012, de 1800 CC. Así se hizo, previa legalización de documentos
requeridos para ingresar al Ecuador con vehículos.
Por alguna circunstancia, Alda y Heriberto empezaron el
viaje adelante, para pernoctar en la ciudad de Ibarra y encontrarse, al día
siguiente, a la entrada a la vía a la costa, hacia Salinas, situada al término
del Valle del Chota. Excelente primera etapa, que les permitía observar,
objetivamente, el enorme desarrollo del país hermano, que, poco a poco, se ha
logrado con el cambio de modelo de Estado, propuesto por su presidente, Rafael
Correa.
Al continuar, algunas leves dificultades, de Paulita y su
esposo y, con su anuencia, Alda y Heriberto, continuaron su viaje, vía San
Lorenzo, para llegar hasta la playa de Peñas, donde pernoctarían, después del
encuentro ya con sus hijos, en el hotel, bien distribuido y con excelente
piscina. No obstante la hora, se bañaron en la playa y gozaron de una excelente
comida de mar, con pescado fresco. Paulita y Alejandro viajaban con sus hijos y
doña Gloria, la madre de Alejandro. Se hace necesario recordar que, en otra
hora, habían conocido este sitio, lo que facilitó su arribo.
Al día siguiente, muy temprano, pero después del
desayuno, continuaron su viaje hacia el sur, con una detención de una o dos
horas, en Esmeraldas, ciudad que ha crecido notablemente, y siguieron hacia
Mompiche, donde arribaron a buena hora, para hacer la correspondiente
inscripción en el hermoso hotel, Royal Decamerón y playa, que se mostraba a sus
ojos. Infortunadamente, por tratarse de temporada baja, razón que explicaba la
economía de su estar, no fue posible bañarse en sus playas, porque el agua
estaba muy fría. No obstante, durante los días de permanencia, recorrieron la
totalidad de las instalaciones del hotel y sus alrededores, incluyendo la isla
turística. De todos modos, gozaron de su estadía, de excelente atención y de la
variedad de sus platos, los que escogían a su gusto, al igual que de sus
excelentes piscinas de agua fría y caliente, que también disfrutaron.
De regreso, sin volver a Esmeraldas, con el objeto de
tomar una vía que los condujera al interior del país, subieron unos pocos
kilómetros hacia el norte y se desviaron luego hasta el sur, para tomar la vía
a oriente, que los condujera a Santo Domingo de los Colorados. Antes de Santo
Domingo y después de pasar por varias poblaciones, que les llamaron la atención
por su desarrollo, con carreteras veredales asfaltadas, a lado y lado de la
principal, encontraron una ye que, al seguir hacia el norte, permitía llegar
hasta Quito norte, al centro del mundo y antiguo aeropuerto, vía por la que
continuaron, por cierto muy solitaria.
Cerca de las siete de la noche, llegaron al norte de
Quito y buscaron la salida que los conectara con la Panamericana, vía al norte.
Después de dar algunas vueltas, lo lograron y siguieron su viaje hasta Cayambe,
muy bella ciudad, situada al pie del nevado de su mismo nombre, en la que se
hicieron a un refrigerio y, pese al intenso frío, su parada fue, de algo así
como una hora, donde apreciaron la belleza de una excelente autopista,
iluminada arriba y abajo, por la que arribaron a la ciudad de Ibarra, casi a
media noche; allí no fue difícil encontrar un buen hotel, cómodo y barato, para
pasar la noche y descansar de su largo viaje, por la vía escogida, para evitar
atravesar Quito de sur a norte, de haber tomado la ruta hacia Santo Domingo,
más corta, por tratarse de la autopista.
Al día siguiente, con entusiasmo, al observar el
excelente desarrollo de la ciudad, en el recorrido que hicieran, resolvieron
regresar al sur, hasta Atuntaqui, muy cerca de la capital de la Provincia de
Imbabura, con el objeto de comprar algunas artesanías, lo que no fue posible, por
encontrarse cerrados los almacenes, por día de descanso, de la actividad del
domingo, de feria en esta ciudad. Aprovecharon este viaje para almorzar en un
excelente restaurante y aprovisionarse de combustible. Es muy interesante
expresar que el costo de la gasolina, de la más alta calidad, esto es, extra,
es de solo dos dólares en Ecuador, y los peajes de un dólar.
Regresaron a Ibarra para retornar a Colombia, no sin
antes, Heriberto y Alda, informarse sobre el costo de la vivienda, en esta
ciudad, con el objeto, en el futuro inmediato, de vivir allí o pasar temporadas
cortas de descanso, que ha sido una idea de vieja data, dada la seguridad, en
todos los órdenes, del país ecuatoriano. En vista de que doña Gloria requería
realizar alguna otra actividad, de común acuerdo, Heriberto y Alda continuaron
el viaje, no muy acelerado, para poder encontrarse en la frontera.
Fue oportuno, nuevamente, observar, con satisfacción, el
desarrollo del Ecuador, que se evidencia a través de todos sus espacios, tanto
en carreteras, como en los campos y poblaciones. Por ejemplo, en el Valle del
Chota, hermoso territorio de clima caliente, se construía, entonces, una enorme
autopista que, en la fecha de esta narración, debe estar terminada y digna de
ser, otra vez, visitada, porque, ciertamente, viajar al país hermano constituye
un excelente descanso.
Una vez llegaron a la frontera, por comunicación
telefónica, con Alejandro y Paulita, decidieron continuar a Colombia.
Igualmente, al llegar a Pasto, siguieron a Intihuasi, su paraíso en Chachagüí,
muy agradecidos con la Providencia, por haber realizado un viaje sin
contratiempos y pleno de satisfacciones.
Este es el momento de la narración, que se espera nunca
llegue a su fin, en que, hasta que otras alternativas de la vida permitan su
continuidad, mientras se asome el instante de despedirse de un mundo que, como
se ha podido observar, ha sido, quizá, complejo, se debe señalar que es
evidente que los cambios, en todos los aspectos de la existencia, son
susceptibles de vivirse, de luchar por la felicidad y de inscribir en la
historia de los recuerdos la virtualidad espiritual de sus protagonistas,
conducidos a los territorios imaginarios de la Literatura que, jamás, va a
romper su cordón umbilical con lo real.
Justamente, no es preciso despedirse del mundo objetivo
sin asumir con enorme satisfacción todos los recursos al alcance de lo que
podría denominarse vivir intensamente la felicidad. De nuevo, se dio la
oportunidad de viajar a Ecuador como muestra de satisfacción por el solidario
comportamiento de su hija Sandra, mano derecha de la actividad de Alda. Junto a
Yolanda y a su hijo Pipe, durante dieciséis días se llevó a cabo este recorrido
por todo el hermano país ecuatoriano, para evidenciar, otra vez, el
extraordinario desarrollo de un país que acepta la revolución desde la base
popular.
Tristemente, hoy empieza el final de esta narración.
Después de un accidente, por fortuna sin consecuencias que lamentar, Heriberto
sufre un desplome, nunca imaginado y esperado. Una de sus hijas, al dejar de
lado la prudencia necesaria, sin contar con las evidencias requeridas, trae a
colación un triste error cometido, supuestamente, por su padre, hace alrededor
de 39 años. Le hace el comentario a su madre, que le causa, y a su padre, un
daño inimaginable, que llevó a la descomposición definitiva del hogar.
Heriberto cae en una total depresión, que lo impulsa a cometer no se sabe qué
tipo de errores. El caso es que, después de recuperarse algo, de visitar a su
hija mayor, en la ciudad de Pereira, desaparece del mapa, posiblemente a la
edad de ochenta años, término que, casualmente, había decidido con
anterioridad.
Es posible, teniendo en cuenta sus observaciones al
infinito horizonte, que hubiese tomado los senderos que conduzcan a ese soñado
espacio cósmico, sueño permanente, incluso muy evidenciado en sus poemas. De
todos modos, lo único seguro, es que su existencia, algún día habría de
terminar.
Hechas las investigaciones del caso, se piensa que está
recluido en el Cotelengo, en el Valle del Cauca, o quizá haya resuelto
desaparecer físicamente de este planeta, después de sufrir muchas cosas y
gozar, por lo menos, de todo el cariño de sus hijos y de su familia. Siempre
tuvo en mente el gran río Juanambú, para que sus cenizas se lanzasen a sus profundidades,
convirtiendo su fondo en su Sarcófago.
Senderos
Inmortales
del Recuerdo
Julio Ernesto Salas Viteri
Windmills International
Editions Inc.
California - USA – 2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario