SENDEROS INMORTALES DEL RECUERDO

 




Senderos
Inmortales
del Recuerdo




Julio Ernesto Salas Viteri






Windmills International Editions Inc.
California - USA – 2015




Senderos Inmortales del Recuerdo
Autor: Julio Ernesto Salas Viteri
Writing: 2014
Edition Copyright 2015: Julio Ernesto Salas Viteri
Diseño de Portada: WIE
Dirección General: Cesar Leo Marcus

Windmills International Editions Inc.

ISBN 978-1-312-86155-8

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En memoria de mis padres:
Carmelita Viteri de Salas
Enrique Salas Caicedo.

















Julio Ernesto Salas Viteri

Nació en Pasto, Nariño, Colombia, el 13 de Junio de 1938.
Estudios Universitarios en las Universidades de Nariño, de Pasto, en la Santiago de Cali, de Cali (V) y en la San Buenaventura de Bogotá. Realizó varios cursos de mejoramiento académico en las universidades mencionadas.
Profesor TITULAR e Investigador en la Universidad de Nariño
Es MAGISTER en Etnoliteratura en la Escuela de Posgrados de la Universidad de Nariño.
Producción Investigativa y Literaria: Investigaciones varias en el contexto de la Etnoliteratura: Mitos, Leyendas, Décimas, Coplería, etcétera. Escritor en las áreas de la Poesía, el Relato y la Novela.
Publicaciones:
-Breves anotaciones Etnoliterarias en Condagua, Putumayo.
-Tras la Literatura Oral del Pacífico, Barbacoas, Nariño.
-Múltiples trabajos en diferentes revistas y periódicos.
-Publicaciones de relatos y Poesía en varias revistas.
-Contextura e Interpretación Simbólica de la Décima Popular en Tumaco.
-Senderos Inmortales del Recuerdo
-La Manigua, Embrujo Selvático

INDICE

Introducción… 07

La Estancia de los Capulíes
Primera Parte... 08
I... 09
II... 18
III... 27
IV... 33
V... 37
VI... 42
VII... 47
VIII... 51

Persecución Imaginaria
Segunda Parte... 62
IX... 63
X... 70
XI... 77
XII...  83
XIII... 90
XIV... 96
XV... 105
XVI... 114
XVII... 120

En Los Claustros Universitarios
Tercera Parte... 131
XVIII... 132
XIX... 139
XX... 147

De La Adolescencia A La Madurez
Cuarta Parte... 155
XXI... 156
XXII... 165
XXIII... 183
XIV... 190





INTRODUCCIÓN

No todos los caminos de la vida conducen a la inmortalidad de los seres que se aman. La visión cósmica de lo humano conceptúa sobre la permanencia intangible del amor en los infinitos espacios del Deber Ser.
El protagonismo de los personajes, en los hechos reales de la existencia y en los territorios imaginarios del pensamiento, constituye siempre un contexto simbólico ineludible y virtual que vuelca, endógena y exógenamente, la creación dramática literaria hacia la lectura del mundo, al retomarlos en la expresión sintética de la unidad.
Allí, el autor pretende conducir al lector, para la comprensión de lo biográfico, como figura literaria, continente de seres que engalanen su poética, a plenitud en los amplios y, ¿por qué no?, muchas veces, indescifrables territorios de la Literatura.
La intención de la narración busca, entonces, en parte, constituir una escena algo primigenia sobre los orígenes, quizá de recónditas raíces de lo humano, en el contexto virtual de la existencia, de naturaleza cósmica, que reivindique la fortaleza de la lucha por la vida, por la formación de los protagonistas, en espacios tal vez negados por las formalidades citadinas.
Con esta concepción, el lector será libre para leer y, de hacerlo, producir sus propias conclusiones que, con seguridad, no vayan más allá de la intención del autor, en la simbolización de lo real, en los territorios imaginarios del querer literario.









PRIMERA PARTE

LA ESTANCIA
DE LOS CAPULÍES









I

La Estancia de perennes remembranzas, desde la distancia, en el Valle de Botana, se observa rodeada de fértil vegetación, de árboles frutales, de aradas y sembradíos, que sensibilizan la espiritualidad de quienes se asoman a su existencia, para cantar sus principios, sus alegrías, sus esperanzas, sus amores, sus riquezas, sus rumores de cementerios, de vieja vigencia ancestral, de huacas inexploradas, de leyendas y de fábula, que tocan el fondo de los lugareños vecinales como parte intrínseca de sus vivencias.
Al recorrer sus senderos, cuyas veras visualizan espacios plenos de verdes potreros, fructuosos criaderos de vacunos y de equinos, de ovinos y porcinos, de diversidad de aves, donde todos y cada uno armonizan, con sus voces, con la grandeza cósmica del muy pequeño ámbito de la infinitud del Universo y la concepción incorpórea de un creador de eternidad, de Dios, de Jehová, de Alá, de la humanidad, concentrados en el paraíso terrenal, que inmortaliza la felicidad de lo humano, coexistente con los seres en plenitud de subsistencia.
Día tras día, el campesino laborioso, con la palendra, la pica y el azadón, cultivan la vereda con ahínco; el arado de madera y punta piramidal de hierro, aproximadamente de sesenta centímetros, halado por la yunta de bueyes, uncida por el yugo amarrado al pescuezo y a sus cuernos, con cabestro fuerte, elaborado de cuero de res, dirigido, desde la esteva, por el gañán, que aviva con el perrero, con el látigo, también de cuero retorcido, o la vara de puya, a los dos animales, rompe la tierra para formar los surcos o guachos que hacen poroso el suelo negro, rico en nutrientes naturales, en que se han de sembrar las semillas de clima frío. Todos ellos conforman la peonada, que cultivará el agro de la Estancia centenaria más conocida del Valle, por trascender de generación en generación, en el tiempo y en el espacio.
La vieja casa amplia, de tapia fuerte de tierra pisada, de suelos, con dormitorios y corredores cubiertos con ladrillo cuadrado, de tejas de barro quemado; con una enorme troje de piso afirmado para la crianza de los cuyes y en cuyo soberado se guarda, generalmente, la papa pequeña, dispuesta para la formación de las semillas, y algunos otros productos propios de la región.
Hay dormitorios, respectivamente, para el mayordomo y el vaquero, con su familia; cocinas, con tulpas de tres piedras, para leña; hornilla de ladrillo y de piedra, con bocas de ladrillo recortado, la principal, para los dueños de casa.
Letrinas de hondos huecos y tazas de madera; aljibe, también hondo, para subir, mediante sistema arcaico, desde su fondo el agua que cubre las necesidades cotidianas; patios de piso afirmado y empedrado, suficientemente amplios, para la diversión de quienes crecen en este paraíso.
Amplios corredores en escuadra, sujetados por vigas, soleras y pilares de madera, con bases de piedra roca; puertas en madera, construidas a hacha y machete, y andenes, también de tierra fuertemente pisada, alrededor de la estancia, es todo lo que conforma el escenario, en principio, de esta narración.
En varias ocasiones, el solar apetecido, en especial, por los críos del hogar, entre tantos lugares para sus juegos, para el desarrollo intenso de su creatividad, era el de los capulíes, en el que, de vieja data, de muchos años atrás, se sembraron sus semillas o se plantaron sus cogollos, muchos que, constantemente, mantuvieron su abundante producción. Los dos hermanos mayores, amén de sus padres y de sus empleados, gozaron de la calidad excelente de sus productos, que jamás faltaron mientras existieron.
Heriberto y Guillermo (en adelante Memo), diariamente, trepaban a los árboles para recoger la fruta que, además de satisfacer sus paladares, vendían en pequeños platos de losa metálica, proporcionada por su amorosa madre, a las gentes del vecindario que, con frecuencia, llegaban al lugar y compraban a precio de un centavo por platillo.
Memo, siempre más hábil para subir a las copas y ramas de los frutales, lograba mayor dinero que su hermano mayor, mientras el tercero, el pequeñín travieso, Enrique (en adelante, Quique), se contentaba con recoger las frutillas que caían y, así, también completaba su parte, ya sea para comer o para vender; nunca a los tres les faltaban sus centavos para la alcancía, como también las frecuentes caídas en sus intentos. Su actividad creativa y productiva nunca había tenido un no de sus padres, Enrique y Carmelita, quienes jamás descuidaron, a través de todo, sus travesuras y sus invenciones o descubrimientos, la formación digna de sus hijos.
A cualquier hora, cuando su voluntad variable de niños los impulsara, recreaban múltiples juegos. ¡Cuántas veces, elaborando carritos de ladrillo y haciendo de los andenes carreteras, recorrían con ellos, alrededor de la Estancia, imaginando viajes por su mundo conocido!
Las varadas, los arreglos de sus vehículos, nunca faltaron en su imaginación creadora. Quique, contando apenas con dos añitos, era el ayudante, sujeto a las órdenes de los dos mayores que, para entonces, contaban con cinco y seis años y medio, respectivamente, o los tres quizá menos o más.
El Sultán, la Diana, el Cóndor y en raras ocasiones el Káiser, todos perros guardianes de la finca, fueron, también, objetos de sus juegos: los cargaban con pequeños ladrillos, como lo observaban en las cargas de los animales de tal uso, fueran bueyes o caballos. Hacían pequeñas albardas, carga-lazos, cinchas y demás partes del oficio, que los mayores cotidianamente realizaban.
El Káiser casi nunca se prestó para esto; no obstante su mansedumbre, en el medio interno de los predios, gruñía amenazante cuando lo trataban igual que a los otros y los niños, temerosos, habían aprendido a respetar su forma de ser; el Káiser siempre fue el jefe de la manada.
Su juego continuaba hasta cuando los perros se cansaban y se negaban a su labor inaudita, o cuando los pequeños, variables en sus conductas, descubrían otras formas de vivir intensamente estas hermosas edades del género humano.
Otros tantos días afloraban en sus mentes diversas formas de entretenimiento. Heriberto, con enorme tendencia de constructor, iniciaba su labor primero con ladrillos rectangulares pequeñitos que, al igual que los grandes, también se quemaban en el horno de la casa y construía casitas techadas de paja, tal cual lo había observado en las pocas casas campesinas del Valle; después, con paredes de bahareque, debidamente preparado el material con barro, tamo y trocitos pequeños o astillas, sobrantes que rebuscaba de lo que quedaba de las labores del día. El barro pisado, con caballos o a pie, por los trabajadores, le insinuaban que también podía hacerlo con las manos. Así, sus casitas eran verdadera arquitectura a pequeña escala. Poco a poco perfeccionaba su labor, hasta cuando supo llegar a su mejor estilo constructor con adobes, producidos en pequeñas formaletas que, su tierno y amoroso padre, había prefabricado para que su hijo cumpliera su cometido. De esta manera, elaboraba los adobes y conseguía realizar su mejor obra, con varios dormitorios, un zaguán y un techo de tejas pequeñitas.
Memo, por otro lado, amante de las armas, se empeñaba siempre en la elaboración de pistolas de madera, con cañón, a partir de las cápsulas sobrantes de la carabina de papá, que rellenaba de munición con pequeñas pepas de achira, muy fuertes para tal fin y, amarrado con un resorte a un clavo torcido que hacía las veces, con la cabeza, de disparador, que golpeaba un fósforo, utilizado como fulminante.
Con ellas disparaba a la perfección y denotaba, desde entonces, su afinidad con las armas; de no estar en esto, retornaba a sus hermanos, a los árboles de capulí, ya que la clientela de niños campesinos era frecuente y él era el mejor vendedor.
Quique se dedicaba, también, a la recolección de los huevos de las gallinas ponedoras, que había en gran cantidad, pero un día tuvo mala suerte, pues un gallo, aunque runa, bravo, por defender a sus féminas, le saltó con sus espuelas a la cara y lo hirió, no tan levemente; entonces, su padre, dolorido con esto, aprisionó al gallo, le retorció el pescuezo y allá fue, de inmediato, a la olla. 
En la Estancia había unos caballos: el Centenario era un caballo fino, regalo del abuelo a su hijo Enrique; el Retinto, también fino; el Bayo, de carga y de montura, y la yegua, bien enrazada, conformaban los equinos más útiles de la finca paraíso; los demás se destinaban, junto con los bueyes, a la carga.
En sus salidas a la ciudad, don Enrique, muy bien aperado de zamarros, fusta y ruana,  gozaba con el trote de su caballo Centenario que, junto a los árboles frondosos y las múltiples plantas florecidas de sus ilusiones, forjaban más su voluntad de lucha, y cantaba, a menudo, canciones de esperanza, plenas de vida por lograr.
Heriberto, entre todos, era el más amante de los caballos; constantemente atravesaba con ellos por distintos lugares, hasta tal punto que un día, a pelo, montó a la yegua y, con una gran carrera, desde el potrero de los equinos llegó hasta la entrada de la casa, en la que había un árbol espléndido de nogal con amplias ramas, saltó de la yegua y se lanzó sobre la más fuerte y larga, la tomó con gran habilidad y dejó que el animal llegara hasta el patio de entrada.  
Las expresadas y otras travesuras más constituyen el origen de la virilidad y de la complejidad de la personalidad de una familia, por cierto, siempre unida en el contexto de la virtualidad humana.
El momento del ordeño de las vacas era, a la vez, de contenido novelesco. La Pintura, regalo de su abuelo a Heriberto; la Golondrina, quizá la más mansa, montada a menudo por los muchachos; la Mulata, tal vez la que más leche daba, conformaban las preferidas de este ganado. A la Mulata la escogían para tomar leche casi de su misma ubre. Enrique y Carmelita, primordialmente, la ordeñaban, y de su leche todos tomaban su espuma, en hojas de chilca, o de la planta a la que, en otros lugares, le dicen nacedero.
Siempre la leche, determinada para el consumo, era la de esta vaca; la que las demás producían y, ordeñadas por los vaqueros, se vendía por pedidos a los citadinos y a los vecinos que la necesitaran diariamente y la transportaban en las cantinas necesarias para el caso.         
A todos los terneros se los dejaba, con sus madres, en el potrero, hasta las cuatro de la tarde, para que continuasen con la succión de la leche que aún quedaba en las ubres; a esta hora, el vaquero tenía que achicarlos y ubicarlos en un corral apropiado, llamado chiquero, hasta la mañana siguiente, a la hora del ordeño. No faltaban vacas a las que, por su enorme producción, las ordeñaban hasta dos veces por día.
A Heriberto le gustaba molestar a los terneritos, les tocaba la cabeza, dizque para volverlos bravos y posteriormente torearlos con una chalina roja de Beatriz, la esposa de Pacho Cuchala, el vaquero de ese entonces.
Cuando ya eran casi becerros, pero aún amamantados, uno de ellos, a la hora del ordeño, le propinó un fuerte golpe en la cara a Don Enrique, lo que le causó una pequeña herida en la cara; como era de esperar, Heriberto recibió un estricto llamado de atención por parte de su padre, pero, desobedeciendo las justas advertencias de sus mayores, continuó en su empeño de torear a los animalitos y trataba de hacerlo lo mejor que podía, sin embargo llegó el momento en que, después de realizar varios pases, bien hechos, se vio vencido por el becerro y corrió, lo mejor que pudo, para librarse del ataque; casi alcanzado, saltó al otro lado del potrero, por encima de la primera zanja que vio, bastante ancha y jamás supo cómo pudo hacerlo; luego, varias veces lo intentó, ya sin la persecución, y nunca lo logró; el miedo, solo el miedo de que lo corneara y golpeara el becerro había logrado lo que para su yo cotidiano resultaba imposible.
Después de la faena, todos regresaban a la casa, a la hora del desayuno, y su madre se ocupaba de tener a sus hijos siempre bien alimentados, para lo que les daba leche, huevos y tantos otros alimentos, producidos en ese paraíso; luego, en este lugar, rodeado no solamente por los árboles de capulí, que eran varios, productivos y decorativos, para familiares, ajenos y residentes, sino, también, de tomate, de chilacuán variado, denominado en otros lugares papayero; los morales, los motilones, los mortiños, los eucaliptos, los arrayanes y los lulitos, amén de innumerables plantas exóticas, rosas, claveles, helechos, alelíes, cartuchos, margaritas; peces barbudos en la quebrada, que corría por los linderos vecinales y en la que, a menudo, pescaban.
Había una cuadra completa de sembrado de cebollas de alta calidad; otras de rábanos, nabos y repollo, arveja, fríjol, poroto, acelga, coliflor, ollucos, habas y otras tantas plantas, propias de tierra fría, cultivadas con amor y entrega.
Hectáreas enteras de cultivo de papa, de maíz, de trigo, de cebada; también había variadas plantas de hoja de achira, para los tamales; plantas medicinales, como la hierbabuena, el poleo, la albahaca, la manzanilla, el cedrón, el toronjil; de plantas condimentarias, como el ají, el perejil, el cilantro; en fin, se podría hacer una casi inacabable relación.
Habría de suceder otras tantas acciones que, previstas o no, eran connaturales con el espacio florido y variable, en el contexto de la hermosa campiña, en la que moraban unos campesinos conscientes de su propia índole, plena de encantos floridos y de costumbres heredadas de sus antecesores, jamás ajenos a la belleza de los campos, al verdor de sus praderas, de los sueños consecuentes con sus vivencias, sin confines del horizonte lejano y presente, en estas instancias de perenne permanencia.  










II

No siempre la tierra, de excelente capacidad productiva, era ajena a los cambios climáticos y a las leyendas, agüeros y rumores que los moradores de la región y los ancestros familiares hubieran referido.
En tantas ocasiones, en tiempo de verano, era necesario regar con suficiente agua, por ejemplo, la papa, más delicada en su cultivo. Jamás podría negarse la presencia de la acción humana, integrada a las bellezas de la campiña campesina.
Por las noches, en esta época, Miguel, el mayordomo, Pacho y su familia y los dueños de casa, papá, mamá y sus dos hijos mayores, auxiliados por regaderas incipientes, por otro tipo de vasijas, todas en ese tiempo anacrónicas, regaban con suficiente agua, guacho por guacho, hasta una hectárea de cultivo de papa. Este aparente sacrificio jamás fue en vano, porque, a más de hacerlo con humor, a Don Enrique no le faltaban momentos para hacer el chiste gracioso, apropiado a la acción que desarrollaban; muchas veces se hizo esto hasta tarde, en horas de la noche.
Llegado que había el día de la recolección, de la cosecha, había para todos. Los cosechadores, que frecuentemente eran mujeres, recogían hasta dos canastadas del producto, por mata; algunas de ellas, con sus guagüitas, con la chalina, terciados a la espalda. Los hombres se encargaban de llenar los costales de cabuya y calculaban que fueran de sesenta kilos, los que se pesarían luego en la balanza. En esta labor participaban todos los lugareños del Valle de Botana, quienes requirieran de alguna forma de trabajo para su subsistencia y la familia entera encargada del chacualeo.
Evidentemente quienes chacualeaban, detrás de las recogedoras, conseguían incluso bultos completos de los sobrantes; no era necesario dudar de ellos, pues se trataba de gente conocida, que tenía en alto aprecio al niño Enriquito, como lo llamaban, a su patrón, en la región; lo hacían con plena honradez, además del cuidado que se les tenía. Esta labor se daba comienzo a las siete de la mañana y se terminaba, si se alcanzaba, a las cuatro de la tarde; mientras tanto, las hornillas y las tulpas de leña ardían, para cocinar la papa que, como de costumbre, de vieja data, era, en el entredía, la merienda de la peonada. Las encargadas de la cocina no solo preparaban la papa, sino el ají, bien cargado, y el café negro, para el evento intermedio, en el que surgían el chiste, el juego y las chanzas, en la tertulia de todas las trabajadoras y trabajadores, unidos en la cosecha, sin que, en ningún momento, mediara el disgusto o la ofensa. Se trataba de una vieja costumbre, que todos acogían con alegría y era, más que un trabajo, un goce campesino, de la alegre campiña que, con un cielo despejado, invitaba siempre al amor.
Una vez llegaban las bateas, varias bateas llenas de papa, hacían un círculo para dar inicio a la merienda; con satisfacción, agarraban su papa, con harto ají y con café y gozaban a plenitud del momento de jolgorio fortalecedor y del merecido descanso de austeridad del campesino.
Con la tarde, terminada la laboriosa tarea, con el ocaso, el pequeño tumulto de labriegos se retiraba a sus cercanos hogares y llevaba consigo el fruto de su chacualeo y unas pocas papas, que no alcanzaron a comer, amén de su canastada de papa, ración diaria de su trabajo, jamás sin el deseo de vivir, por una eternidad, el placer de su laborioso y de antaño accionar de sus ancestros.
Era tan peculiar y tan propicia esta actividad que, de existir todavía, habría que documentarla; constituye momentos que se deben guardar en la Historia, con satisfacción y reconocimiento de lo valioso del ser humano, ajeno, entonces, a la maldad que hoy se despliega. La, por ellos considerada, vida de esperanza y de pleno amor, se revelaba en la grandiosidad de la naturaleza que los cobijaba, con sus árboles, con sus variadas plantas, que simbolizaban la continuidad infinita del ser. En una de las cosechas, de aquellas que se tuvieron que regar en la noche, se obtuvo un resultado quizá inesperadamente abundante; en muy cerca de una hectárea de terreno, se recogieron trescientos bultos de papa, de 60 kilos; y es más, papa que, por su calidad y tamaño, se llevó a concurso, entre los paperos de la ciudad, para resultar la ganadora. Aún los terrenos de Botana, y específicamente los de la Estancia de los capulíes, continúan su enorme productividad y, hoy en día, se utilizan allí solo abonos orgánicos.
Todas las mañanas, los perros guardianes esperaban, en la puerta de la habitación principal del hogar, su ración de cada día, que complementaría su alimento, más tarde, al  iniciar la preparación de los quesos con cuajo, para resultar de esta actividad un delicioso suero azulado que, en vasijas distintas, tomarían, con apetitoso empeño para mantenerse fuertes y alentados.
También, muy temprano se traía a casa el alimento de tantos cuyes criados en la troje; su alboroto, al sentir el sonido de las hierbas, era una verdadera función, propia de otro espacio de la imaginación; desde todos los rincones de su ámbito, salían para el consumo de una variedad de alimentos: pasto alto, lengua de vaca, kikuyo, cáscara de papa y de plátano y demás sobrantes alimenticios del diario, todos para una excelente manutención y bocado.
Así, siempre estaban gordos y a punto para que los pelaran, lo que se hacía con frecuencia, cada vez que un familiar o algunos amigos o allegados visitaban el hogar; a menudo se festejaba, con algarabía, cuando alguien de las familias invitadas tenía un miembro que cumplía años o simplemente en los onomásticos; a estos animalitos se los asaba en tulpas, a propósito alistadas en el patio principal de la casona.
Para tal evento, se prefería a las hembras ya no productivas o a algunos caris o machos, suficientemente robustos y sanos; al calor de la leña, ensartados por la boca y a través de todo el cuerpo, se los pinchaba, de continuo, con trinches y se los rociaba con una cebolla, rajada en la punta, como brocha especial, untada de un compuesto de cebolla, sal, ajo, algo de picante y achiote.
Se les hacía dar vueltas sobre el fogón, hasta cuando estuvieran sus cueros muy bien tostados; al servirlos, se los acompañaba con papas cocidas, buen ají de huevo y cebolla y algo de licor, para complementar el ritual que se llevaba a cabo en la comida; en realidad, era una gran fiesta del cuy, de la que todos quedaban muy satisfechos.  
Asimismo, se cosechaban los maizales tiernos, esto es, como choclos, o se dejaban madurar, para varias funciones; de los choclos, granos molidos en piedra de moler o en molinos rudimentarios, se preparaban, con queso, envuelta su masa en hojas de los mismos frutos, los conocidos envueltos de Botana, muy apetecidos por las familias y los amigos de casa; la tusa, que quedaba del desgrane, se utilizaba para alimento de los marranos, animales por excelencia omnívoros.
El maíz, propiamente dicho, después de un largo proceso de secado, se vendía encostalado, siempre preferido por la clientela, en el mercado de la ciudad; bien fuera morocho o capia, lo apreciaban una enormidad. Desgranado en casa o quebrado, servía, respectivamente, para preparar el mote de sopas de sal o de dulce, con leche, o la mazamorra, igualmente llamada morocho, con panela y también leche, apetecida en todo tiempo y lugar.
Alrededor de las múltiples actividades de la finca, Heriberto, Memo y el pequeño Quique no descansaban de sus juegos y tampoco de sus cosechas, ya fueran de moras de Castilla, mora común, lulitos y toda clase de frutillas, abundantes en el sector, advertidos de nunca tocar la huamuca, por ser venenosa. Pese a las embarradas en las acequias o en la quebrada en procura de barbudos, no olvidaban la recolección de sus preferidos, los capulíes; aquí viene al recuerdo la frase de alguno de los lugareños, quien, al buscar frutillas, le preguntaban qué hacía y él respondía: “aquí, comiendo lulitos”.
Al final de la jornada, los padres los acostaban, después de una buena sacudida de sus cuerpitos, para que no ensuciasen las sábanas, pero los tres esperaban una buena bañada al siguiente día; en efecto, después de las primeras obligaciones cotidianas, mamá y papá procedían, en el potrero, al baño en agua fría de sus críos, con la convicción de que eso les fortificaba los nervios y los hacía más activos. Una vez, completamente desnudos, o pilingos, al decir de los lugareños, listos para el baño, emprendían la carrera para no dejarse alcanzar por el papá y quien le ayudaba, lo que figuraba un gracioso accionar de fábula, con la gritería y el balido de los animales, porque, entre ellos, sin ningún temor, se escondían; al meterse entre los chiqueros de los terneros, estaban más sucios aún que el día anterior; menos mal que esto, y en este clima, no era de todos los días, una vieja costumbre de entonces. Una vez atrapados, y lanzando chillidos, recibían el baño del caso; después, envueltos en toallas y amorosamente consentidos, los vestían con sus ropas de diario y, con afán, continuaban, muy alegres, sus juegos de diario y su venta de capulíes. Libre ya de esta primaria labor, el ama de hogar, Carmelita, se dedicaba a sus cultivos preferidos: recorría corral por corral, para alimentar a sus aves con maíz y otros desperdicios; el corral del gallinero tenía más de ciento cincuenta, entre unos pocos gallos y gran cantidad de gallinas, unas ponedoras, otras que abarcaban sus polluelos, y algunas ya culecas, en espera de abarcar; la labor nunca era fácil, porque todos se apresuraban, para tratar de comer primero.
Junto a Quique, recogía los huevos de la mañana, para llenar recipientes completos, para la venta o para regalar a la familia, sin que jamás se agotaran; había tantos, que muchos se podrían. Continuaba con el corral de los chumbos, donde hacía labor igual; luego, a la cocha de los patos y de sus crías, que nadaban felizmente y en espera de su dueña. Esta cotidianidad era hermosa y trascendía todo tipo de espacios de incalculable belleza; jamás faltaron alrededor de 50 chumbos y unos 40 patos.
Por otra parte, después de dejar el cultivo de la tierra, de abandonar los arados, el patroncito se dedicaba a alimentar a los cerdos y las ovejas de reconocida raza, apetecidos por los moradores del vecindario y los foráneos que visitaban la finca, para la realización de distintos negocios, susceptibles de efectuarse, en todos los aspectos de la productividad, porque es claro que todo no era para el consumo interno, sino de la ciudad y de los alrededores de la región y siempre hubo el cuidado específico de aquellos animales, dispuestos para padrones de cría, para que mejorasen las razas criollas. 
En este transcurrir quizás monótono, rutinario a veces, no habían faltado algunas dificultades, que hicieron que desmejorara la felicidad del hogar. En cierta ocasión, Quique, el más travieso, el perseguidor de las gallinas, en busca de los nidos, de donde salían cacareando las aves ponedoras, signo inequívoco de que habían puesto un huevo, corrió hacia allí, lo tomó y se lo llevó a la mamá, hasta la cocina, pero allí solo se hallaba Carmelita, quien se encontraba en la cocina, en cumplimiento de sus labores culinarias, ayudada por una de sus empleadas, María, con tan mala suerte que el niño, luego de deshacerse del huevo, curioso, volteó, sin quererlo, una olla con agua hirviendo, dispuesta para cernir el café y la regó sobre su cuerpecito, por lo que se quemó desde el cuello hacia abajo.
La conmoción por tan imprevista circunstancia fue enorme; todos los presentes, sin demora, juntaron hojas de lengua de vaca y, luego de desnudarlo, lo cubrieron con ellas totalmente, pues, por tradición, sabían que las hojas frescas de esta planta amainarían el dolor producido por las quemaduras y evitarían, en gran medida, que las partes ofendidas se ampollasen más de lo que ya estaban. Así pareció ser y, tras estos primeros auxilios que le prestaron, se renovó la calma. Aquel día, Enrique, su padre, había salido a caballo hasta la ciudad para la realización de sus negocios de costumbre y, una vez concluidos, decidió el regreso a casa, sin tener la menor idea sobre este doloroso accidente que allí se había producido; al llegar a su hogar y notar la inquietud en el ambiente, pero sin oír aún de qué se trataba, porque siempre había tenido algo de sordera, lo primero que pensó fue que algo había ocurrido en el aljibe. De todos modos, este evidenciaba peligro, ya que no se habían tomado las precauciones requeridas para evitarlo, por ejemplo, al rodearlo de rejas, las que solo los mayores pudieran abrir, para la toma del agua de consumo diario.
Sin que mediase nada ni nadie, porque era inevitable, en un impulso irreflexivo, se introdujo en él, bajó por las pequeñas gradas de las paredes, algo irregulares, esto es, unas más anchas que otras, que él mismo había construido; en ningún momento pensó en el peligro que esto significaba y, en razón de su sordera, en ningún caso atendió la gritería de los que vieron lo que iba a hacer, pues tenía la certeza de que el niño más pequeño había caído allí y su recia voluntad y esperanza lo había impulsado al sitio para sacarlo vivo. Nunca recordó que, en una finca cercana, otros dos labriegos habían perecido en el intento del uno por sacar al otro; allí los dos murieron, no ahogados, sino asfixiados por los gases que muchos aljibes producen.
Denotadamente exhausto y algo desesperado, después de algún tiempo, con gran dificultad, salió a la superficie y, al fin, cuando pudo ver al niño, envuelto en las hojas y, también, en una sábana, recuperó en algo su calma y, en el mismo caballo en el que había llegado, tomó a Kike y partió con prontitud rumbo a un hospital de la ciudad, en el que lo atendieron de inmediato y procedieron a realizarle las curaciones del caso y a la formulación de las medicinas pertinentes.
Toda la región se enteró del accidente y, en ascuas, durante algunos días sus pobladores esperaron el regreso del Patrón, con el niño Quique debidamente curado, pues los médicos, a excepción de las quemaduras, no habían observado que se hubiesen interesado otros órganos vitales. Por fortuna, el restablecimiento no fue muy largo y Quique volvió prontamente a todos sus juegos, a veces repetitivos, pero que satisfacían sus infantiles propósitos. Desde entonces, y hasta su prematura muerte, a Quique lo apodaron «el negro», que fue el amor de todos, tanto de familiares, como de amigos y ajenos, que lo conocieron. Ahora vive excepcionalmente para todos, los familiares y los amigos, a través de los recuerdos de sus acciones.
Así, con la pronta recuperación de «el negro», la vida continuó en la campiña y nuevamente todas y todos retornaron a sus labores, en variadas ocasiones continuadas, más, a veces, onerosas, aunque en ocasiones de digna remuneración pecuniaria luego de su esperado desarrollo.

III

Los principales bueyes de trabajo, el Galeras, el Chivo y el toro Dictador, eran constantemente, entre los novillos y novillonas del ganado vacuno, los mejores servidores de carga para los productos de la campiña, requeridos para el transporte de papa, maíz, trigo, cebada, cebolla, entre unos lugares y otros.
Cuando se trataba de traer a Botana, desde Juandayán, desde El Campanero o desde otros lugares más lejanos, llamados, por el abuelo, en sus épocas de conquista, Gramalote o Casanare, tierras montañosas, frías y de difícil acceso, por su irregular geografía, estos tres vacunos eran los preferidos para la cargas de papa, de un peso de 60 kilos cada bulto. En una de las ocasiones del transporte de este producto, desde Juandayán hasta la Estancia, se dio un suceso digno de mencionar, referente al imaginario campesino y, de seguro, que don Enrique observó, como también lo hicieron su hijo Heriberto y Carlos, el arriero de turno. Una vez preparados los bueyes y el toro, con sus respectivas albardas, sostenidas en sus cuerpos por la cincha, la retranca, el carga lazo, el tiro de cabuya retorcida o lazo amarrado a la argolla en el hocico, denominada nariguera, y otros aperos, subieron por el empinado camino real, de tierra amarilla y resbaladiza, hasta el lugar de recolección de la papa, ya fuese chaucha o guata.
Al salir muy temprano de la hacienda, de regreso, debidamente cargados los bueyes y acompañados, también, por el Káiser, quizá el perro más fiel y de compañía, se emprendió el descenso; en la parte alta, desde donde ya se veía Botana, esto es, al bajar, un trueno, y en seguida un rayo, asustaron gravemente a los bueyes; Carlos, en quien confiaban plenamente, desapareció igual que el rayo, pese a la luz que iluminó el camino; solo era posible observar los bultos, unos desbaratados, y las papas regadas, pero por ninguna parte se veía ni a los animales ni al arriero.
Don Enrique, que jamás tuvo miedo de nada, amén de que conocía los imaginarios territoriales de los campesinos y de muchos citadinos, se dispuso, de inmediato, en medio ya de la oscuridad, a la búsqueda de todo; su hijo Heriberto, con mayor razón, en estas circunstancias, no objetó sus órdenes y esperó, en el lugar que le asignó, sentado en un borde del camino, al lado de algunos bultos. Pronto, muy pronto, su padre estuvo de regreso, casi halando de las orejas a Carlos y tirando de los tres vacunos.
— Patroncito, — decía el arriero —, estas son cosas del otro mundo; ¿no oyó cómo mugían los bueyes y echaban espuma por las bocas y narices? — El patrón no le dio importancia alguna a esto, ya sea porque no oía o porque no creía; sin embargo, Heriberto se percató levemente de lo dicho por el arriero. El caso fue que tuvieron que recoger la papa regada; arreglar, con aguja arriera, los costales rotos; llenarlos, juntar los caídos y volver a cargar las bestias, para continuar el camino y llegar sanos y salvos a la hacienda. Como era de esperar, los pormenores de este suceso cundieron entre todos y produjeron aún más admiración de la existente hacia el valiente patrón.
Siempre comprensivos, papá y mamá hicieron caso de la susceptibilidad alegórica y de ultratumba del suelo que pisaban. ¿Cómo no, si al preparar la tierra con los arados, se enterraban y abrían huecos en cualquiera de los lugares escogidos para los cultivos? Era, entonces, el momento para dejar a un lado las yuntas y empezar, con picos y palendras, a cavar con afán, pues se despertaba la expectativa por ir al encuentro de algo extraño; siempre se pensaba en los infieles o en las huacas, entierros así llamados, los primeros, por la Curia, de los muertos sepultados sin bautizar; los segundos, por la posibilidad de las riquezas que allí quizá se contenían. Por las diferentes hendiduras que aparecían, se cavaba y se encontraba de todo, pero nada de valor en oro u otro metal precioso; solamente sarcófagos, ollas, con esqueletos humanos y alrededor pequeñas ollitas, que parecía que hubieran contenido alimentos para el viaje a la otra vida de los muertos, debidamente decoradas con esquemas que hacían que pensaran en la Cultura Quillacinga; fueron muchas, que se guardaban con cuidado en la Estancia, en un lugar apropiado para ellas.
En otros lugares, se encontraron piedras de moler y figurillas de piedra, todas muy bien elaboradas y de diferentes estilos; así mismo, los lugares más hondos de las excavaciones, en forma torneada y con ilustraciones muy poco visibles; en algunos casos, algunos huesos humanos y, en otros, una olla sarcófago que contenía un cráneo o calavera que, por mucho tiempo, se mantuvo encima de una de las tapias del horno. Quizá por el poco conocimiento sobre el valor cultural de estas piezas de orfebrería indígena, varias fueron, poco a poco, desapareciendo, tomadas por un familiar cercano al hogar, a quien llamaban «El ñato», sin que se les prestase la atención necesaria, que era de esperar. Cuando el patrón decidió arreglar la vivienda menos antigua de la Estancia, en el patio principal de la casa, en el que se preparaba material de construcción y estaban, como de costumbre, jugando los pequeños, uno de ellos, con una peinilla, picó el piso y esta se hundió increíblemente, pese a la firmeza aparente del terreno; los peones, ante el grito de Memo, saltaron del tejado para observar el suceso.
Don Enrique, al enterarse, sin pensarlo dos veces, ordenó la excavación, con la certeza de que, en esta ocasión, sí encontrarían la huaca, por todos tan anunciada y esperada, en toda la región, pues manifestaban, incluso, que esta familia era muy adinerada por los entierros que había encontrado. Era vox populi, también, que allí, de vieja data, había existido un convento de monjas ricachonas, que algo valioso debieron guardar en las viejas tapias, de antaño construidas; se pensaba, especialmente, en la de la parte del sur, que colindaba con las demás propiedades del Valle.
A Pedro Winchín, el patriarca de la zona de Botana, Nabor Gelpud y otros, de la comunidad, que así lo manifestaban, muy a menudo, dignos de confianza, por su trascendencia en la comunidad campesina, nunca los descreyeron o les negaron sus afirmaciones; ellos, por otra parte, constituían la palabra mayor de los botanas.
Esta certidumbre permitió que, con gran empeño, se adelantara, con entusiasmo, la excavación; el hueco era cada vez más hondo y la tierra de sus paredes mostraba colores diferentes, que evidenciaban que se trataba de un relleno; la orientación los dirigía hacia la troje de la parte más antigua de la vivienda y, por consiguiente, hacia la tapia trasera del lugar. Cuando habían alcanzado ya tres metros de profundidad, Doña Carmelita les gritó que subieran a tomar el café, que ya era hora; hambrientos, como estaban, salieron con afán, pero uno de ellos, el considerado más ambicioso del grupo, no lo hizo; de pronto, al estar Carlos dentro del hoyo, se oyó un enorme estruendo y el grito de los niños, cuya curiosidad en ningún instante los había alejado del lugar.
— Se tapó el hueco, se tapó Carlos, — gritaban, y todos, a un tiempo, salieron a auxiliar a su compañero; por fortuna, la tierra estaba más floja que cuando empezaron a excavar y, con una laboriosidad de desespero, sacaban tierra a diestro y siniestro, la amontonaban casi sobre la totalidad del patio, como si fuera más, aparentemente, de la que antes habían retirado. Con indudable desesperación, uno gritó:
— ¡Lo encontré, lo encontré, aquí está la cabeza! — y, con prontitud y mucho cuidado, uno lo jalaba, otro hacía a un lado la tierra que lo cubría, hasta que, por fin, pudieron sacarlo, pero desmayado y sin respiración, aparentemente muerto.
Don Enrique, con el susto, la preocupación y la rabia que denotaba su rostro, auxiliado por Doña Carmelita, quien lo tranquilizaba y lo animaba, empezó su acción de primeros auxilios, le dio aire boca a boca y presionaba repetidas veces su pecho. Todos los compañeros observaban, muy afligidos y temerosos, pero con muchas esperanzas, la labor para tratar de revivir al infortunado. De pronto,
— Patroncito, — dijo uno —, Carlos empieza a respirar, lo salvó usted; ¡bendito sea Dios! —. Efectivamente, el trabajador dio muestras de vida; en definitiva, estaba vivo, pero muerto del miedo, del susto y de la vergüenza; cuando pudo ponerse en pie, todos le gritaban:
— ¡Bruto, animal, cómo se te ocurrió hacer eso! — Tartamudeando aún, les contestó:
— Agradezcan que no les tocó a todos; si no, ¿quién los sacaba? Den gracias a Dios que fue de este modo.
Sin meditarlo, Don Enrique ordenó que ya mismo se tapara el hueco y se pisara fuertemente la tierra removida. Que nunca más, pasara lo que pasara, dijeran lo que dijeran, volverían, por la ambición, a la búsqueda de lo que jamás iban a encontrar.
Palabra dicha y acción cumplida; había sucedido simplemente un hecho más, de otros tantos que iban a acontecer. Nada era imposible de creer o de negar en este suceder cotidiano de la campiña, de tantos recuerdos y vivencias. El campesino siempre ha sido la expresión del sentido, indiscutible en los significantes, del territorio imaginario de los objetos de la mente creadora.
Desde entonces, desde su vieja historia y entre los familiares, algunos ya desparecidos, continuaron los rumores sobre la huaca de la Estancia, pero allí seguía todavía en pie la casa, rodeada de cultivos, de árboles frutales, de hermosas plantaciones, de jardines y de grandes potreros de cría de animales. El patrón siempre expresaba:
— Lo que es de Dios para Dios y lo que es del César para el César. Solo con el trabajo alcanzaremos todo lo que nos sea permitido.
Ciertamente, con los variados productos de la finca había iniciado la construcción de dos casas en la ciudad y había comprado otro lote adjunto, al que denominó El Sitio, con el que amplió los potreros para los ganados; con esta adquisición, tuvo que, también, conseguir más vacunos; en especial, vacas lecheras.
IV

La bondad de esta familia jamás entró en demérito. A todos los familiares, de parte y parte, les hacían llegar lo que más podían de lo producido en este paraíso de fertilidad, de amor y de solidaridad con todos. Los más pobres de la región sabían perfectamente a quién acudir cuando era preciso y no hubo un solo día en el que les faltara lo estrictamente necesario. En la peonada, en las vecindades, si bien ya no circulaban los rumores sobre las huacas, sobre los infieles, sí se conocía ampliamente el valor de don Enrique.
Muchas veces, manifestaban ellos:
— Nadie como el patroncito, para todo: si se trata de cargar un bulto, sea de trigo, de maíz o de papa, a la espalda, él lo hace; nos da el ejemplo, muchas veces; para cargar un caballo, debidamente enjalmado, encinchado, con bozal, barbiquejo, grupera y demás aperos, él solo puede hacerlo, tantas veces que, con el carga lazo en los bultos de 60 kilos cada uno, los ponía encima del animal, sin dificultad alguna.
Una noche oscura, con su lámpara Petromás, de petróleo o gasolina, medio de alumbrar todos los hogares en esa época, llegó Santiago Umanda, muy cariacontecido y triste, acompañado de su perro, por fortuna conocido de los perros de casa, porque de otra manera lo hubieran matado, bravos como eran.
— Patroncito, por favor, ayúdenos; el lobo se está comiendo las ovejitas, no deja ni los cueros; en este momento, está en la finca de don Floro, rodeado por las vacas y el toro que no lo dejan salir; creo que es el momento para matarlo y solo usted lo puede hacer, pues nosotros no somos capaces.
Ni corto ni perezoso para servir al vecindario, tomó su revólver, Smith & Wesson, 38 largo, de cinco tiros de tambor, y se dirigió, con Santiago y los seis perros, al lugar. Allí, ciertamente, estaba el animal, que la comunidad de Botana llamaba lobo, pero en realidad se trataba de un animal grande y feroz, lleno de rabia, que aumentó notablemente ante la llegada de sus presuntos captores.
Los perros, dirigidos por el Káiser, en un santiamén iniciaron el ataque, pese a las dificultades que representaba el ganado, que estorbaba. Don Enrique esperaba que el lobo se cansara algo con el ataque furibundo de los perros, pero el animal se mostraba muy fuerte y de cada manotazo que les lanzaba hacía rodar a aquel que alcanzara. Al observarlo, don Enrique decidió entrar en medio de la manada y, con el arma en mano, muy ágil, se ubicó frente al animal, para no herir al ganado ni a los perros, los que, a sus órdenes, le abrían el espacio requerido. El animal lo atacó de frente y él le disparó el primer tiro, que hizo rodar al lobo, pero este de un salto atacó, por segunda vez; otro tiro y nuevamente fue al suelo; los tiros habían sido efectivos, pero no suficientes; la bestia, mal herida, fue capaz de otro ataque, al que don Enrique respondió, sin darle tiempo para que volviera a atacar, con tres tiros certeros que, en definitiva, acabaron con la bestia.
— Gracias, patroncito, — le expresaron los ofendidos y los curiosos de la peculiar acción desarrollada —. Ahora, los perros ya no mordían al animal; solamente lo olían con curiosidad, sabedores, sin lugar a dudas, del peligro que habían corrido y se acercaban a su dueño con gusto, le lamían las manos, tal vez en señal de agradecimiento; dos o tres habían resultado levemente heridos y luego todos se echaron en el potrero, notoriamente cansados; el Káiser casi exhausto.
Santiago le pidió que le regalara el cuero.
— Claro, — le dijo —, es tuyo y es una piel muy bonita —; para entonces, la luna llena estaba ya en pleno y alumbraba la escena; una vez que lo pelaron y enterraron en el mismo sitio de la batalla, todos se retiraron a sus hogares y Santiago cargó con satisfacción el fruto de la inolvidable faena.
Así como esta, no faltaron otras acciones intranquilizadoras en la zona, pero que no afectaron de fondo a los miembros de la Estancia, sino más a la vecindad; en la finca, se presentó uno que otro robo de papa, de gallinas, pero a los ladrones los encontraron y los sancionaron como se debía.
Con frecuencia, hablaban del “comegente”, que vivió en la vereda de Botanilla, muy cercana al valle de Botana, a quien se culpaba del robo del ganado, más aún en la finca colindante, por el sur de la Estancia, que carecía de cuidadores, a pesar de que en ella pastaban varias reses finas. Este, tenía por costumbre matar a las reses en el mismo sitio de sus fechorías y dejaba en el lugar solo las cabezas y se llevaba consigo las pieles y la carne; sin embargo, nunca lo acusaron, por miedo o por carencia de testimonios, no obstante que habían oído, de varios de los pobladores, que habían visto mucha carne, que vendía en su casa.
De los equinos de la finca de don Enrique, estaba el llamado Centenario, un caballo entero que, por su estado, no se podía tener quieto en los potreros y al que, para evitar que saliera de su lugar, muchas veces lo amarraban de alguna parte; no podían hacerlo del bramadero, porque este era útil solamente para los machos del ganado vacuno. En muchas ocasiones, el vaquero olvidaba hacerlo y una noche, en su calidad de entero, saltó alambradas y zanjas, pasó a otros sitios de la vecindad, coceó a otros caballos y los afectó en su integridad, razón para que se quejaran los dueños ante el patrón. En consecuencia, no había otra solución que castrarlo; lo hizo personalmente Don Enrique, quien, como se ha dicho, sabía de todo. El animal no sufrió en absoluto y, por el contrario, con el cuidado que se le brindaba, cada día estaba más hermoso, hasta tal punto que ya fue posible jinetearlo con facilidad.
Al parecer, el caballo tenía enemigos o algún otro entero entró a la finca y lo atacó en forma horrenda; conocido su estado, Doña Carmelita decidió matarlo, para que no sufriera; tomó su revólver, le propinó un tiro con el 38 en la cabeza y ordenó que lo enterraran, para evitar los gallinazos que son, en abundancia, frecuentes cuando hay olor de mortecina.








V

Don Enrique frecuentemente viajaba a la ciudad, para sus negocios, la vigilancia de las construcciones que adelantaba o cualquiera otra cosa que se requería en el hogar; cuando había cosecha de papa, salía para su venta en el mercado principal. En otras oportunidades, iba al mercado de ganado, con la intención de hacerse a otras reses; prefería salir como jinete en su bello caballo el Retinto y acompañado de su más fiel perro, el Káiser.
Cualquier día, de ese entonces, salió al mercado de ganado, para la compra y venta de algunos animales y una hermosa yegua, todavía potranca, aún sin amansar, le llamó la atención.
— ¿Cuánto vale la potranca?, — preguntó —.
— Mil pesos, — le respondió el dueño.
— Está muy cara; con ese precio, no la venderá; tiene que amansarla, domarla, primero; de otro modo, ninguno le ofrecerá precio alguno, hasta tanto alguien la monte, porque denota mucho brío.
A don Enrique, además de ser buen jinete, le encantaban los desafíos, y uno de sus conocidos le dijo:
— Patroncito, ¿por qué no la monta usted?
Otro señaló:
— Él no es capaz. — La situación se había tornado algo tensa; entonces, don Enrique, muy deseoso de hacerlo, dijo:
— ¿Que no puedo? ¿Cuánto quieren apostar a que sí lo hago?
— ¡Vale, Don Enrique!, — le contestó uno —; yo apuesto cien pesos a que no lo hace.
— Apostados, — contestó y, seguidamente, prepararon la potranca para la peligrosa monta.  
En un dos por tres, en un ¡juás!, el patrón saltó encima de la potranca; el equino corcoveó todo lo que pudo, para tratar de desmontar al jinete, que se agarraba lo mejor que podía y resistió todos los intentos de corcoveo de la potranca, que empezaba a dar muestras cansancio y a corcovear menos. Al final, dominada por el chalán, desconocido como tal, poco a poco empezó a aceptar que la dominara. Luego, los apostadores de Don Enrique y otros gritaron vivas al jinete, muy entusiasmados por la faena vivida, otra de tantas del fortuito amansador. Los aplausos eran fuertes y sonoros y la felicidad del patrón muy evidente con su triunfo. El dueño de la potranca se le acercó para darle un fuerte estrechón de manos, con expresiones de admiración. El apostador, también, se le acercó para pagarle los cien pesos de la apuesta y los curiosos y asistentes a la singular demostración gritaban: “¡Viva, don Enrique!”
Así se dio otro de sus hechos y pronto se apresuró a regresar a su hogar; montó su caballo y, seguido por el Káiser, vía camino de herradura, llegó a la casa con la noticia que compartió con todos, que oían, muy contentos y, también, lo aplaudieron y lo abrazaron, con gran amor, porque tanto Doña Carmelita, como sus hijos tenían claro quién era el esposo y el padre, al que jamás le faltaron al respeto. Ciertamente, su dignidad, su moral, su ética, sus valores, jamás se pusieron en tela de juicio; aún sus descendientes lo recuerdan como el mejor padre habido y nunca olvidado. Como en toda campiña, en la que los pobladores guardan cierta afinidad, hasta para el chisme, la noticia del hecho se hizo general, se hizo público y, en varias ocasiones, le llevaban caballos o potros cerriles, para que los amansara, los domase y los sacara de paso, de buen caminar, al estilo de los caballos finos, de los caballos de silla, de casta, a lo que nunca se negó y, desde entonces, de alguna manera, se convirtió en el domador de confianza de la vecindad. No era algo nuevo en él porque, cuando se trataba de domar becerros, de castrar toros o caballos y de amansarlos, para el servicio de carga, o de trasquilar ovejas, de diaria utilidad en los terrenos de la finca, con frecuencia lo había hecho sin que jamás se equivocara; igual procedía con los cerdos de engorde, que negociaba por lo común en la población más cercana o en el mismo lugar de las marraneras.
Los pequeños de este hogar sin igual fueron testigos de tantas faenas, que no ofendieron, en lo más mínimo, su inocencia de niños; es más, con la dirección y orientación sana de sus padres, su curiosidad constituía el pilar fundamental para la formación crítica y creativa de su cotidianidad transformadora, que se evidenciaba, permanentemente, en sus juegos, sin que tuvieran que exigir de sus padres juguetes diferentes a los que la naturaleza misma de la campiña les deparara y descubrir, por lo tanto, su mundo cambiante. No obstante, su padre, cuando regresaba de la ciudad, les traía otro tipo de juguetes, que despertaran más su inventiva, y el “no dañes, o eso no debes hacer” era ajeno a las palabras de orientación que los padres utilizaban, convencidos, perfectamente, de su buen actuar formativo, desde muy temprana edad. Las fiestas de Navidad, de Año Nuevo, de cumpleaños o de simples onomásticos eran, quizá, demasiado sencillas; jamás se dieron a la ostentación, aunque, con frecuencia, los abuelos, además de sus visitas, les obsequiaban bonitas prendas de vestir.
Don Manuel, por ejemplo, el abuelo por parte de madre, convivió con la familia, en muchas oportunidades, mostrando su amor, su consentimiento, hasta tal punto que, cuando era un bebé, arrullaba en sus brazos, cubierto con su ruana, a Quique, el más pequeño del hogar. Ni su yerno, ni su hija objetaron la voluntad del patriarca, con la convicción de que lo hacía sin perjudicar su desarrollo.
Las salidas a la capital, unas veces a pie, por el camino de la loma, otras por las trochas, para el acarreo de los alimentos a lomo de caballos, de mulas o de bueyes de carga, eran la ocasión para captar la expresión simbólica de la belleza y de la grandeza de la naturaleza, que abarca con el panorama de floridos caminos y de veras de arboledas de eucaliptos, de arrayanes, de cipreses y de pinos, que consolidan el pensamiento humano, hacia la comprensión cósmica del universo.  Pese a haber tanta belleza, la descomposición social, surgida de las injusticias con los excluidos, con los menos favorecidos, surge en los caminos de la vida, con los maleantes de todas las épocas de la Historia, ansiosos de satisfacer sus tendencias delictivas, que aparecen, por sorpresa, en procura de cumplir con sus supuestas o quizá verdaderas necesidades.
En camino, de regreso a casa, montado en su caballo Retinto y acompañado de su perro inseparable, después de haber tomado solo un poco de licor, para que le aminorara el frío de la tarde, don Enrique fue sorprendido por unos asaltantes, en el camino viejo, quienes, sin que le dieran tiempo a la defensa y en lucha contra el Káiser, pudieron desmontarlo y robarle lo poco que en sus bolsillos tenía, para, luego, correr hacia el monte, porque les fue imposible dominar al caballo y al perro, que no cesaron en su relincho y su ladrido de defensa.
Golpeado en la cabeza, don Enrique cayó al piso inhabilitado para retomar las riendas de su corcel, que se desprendían de su cuello, solo para que el perro las cogiera con la boca y así lo condujera hasta el hogar; en la penumbra, perro y caballo llegaron a la entrada de la finca, desde donde ladró el Káiser para avisar de su presencia y en procura, sin duda, de ayuda. Con prontitud, salió el vaquero, montó en la noble bestia y, al seguir el instinto animal del perro, llegó en su montura al lugar en el que, presumía, se hubiera producido un accidente.
Allí, con revólver en mano y sentado al borde del camino, el airado patrón esperaba que apareciesen de nuevo los ladrones, para vengar su ataque, pero nunca retornaron y, en cambio, antes de que cantara el gallo, apareció Pacho a auxiliarlo. Sin dificultad, montó de nuevo en su corcel, subió al anca a su vaquero y, seguidos por su fiel canino, orientaron la ruta de regreso, sin calmar todavía su rabia. La bondad de Jesús y de sus singulares animales le evitó lo que pudo haber tenido un mal fin.
Con expresiones de inquietud y de dolor, su esposa y sus hijos, todos, con impaciencia, esperaban el retorno y bendijeron y agradecieron a Jesús, cuando lo vieron que llegaba. Igualmente, don Enrique mostró algunos signos de alegría y de contento, junto ya a sus seres del alma. Al contar el suceso y pleno el espíritu de bondad y de satisfacción, cayeron en los brazos de Morfeo.
 VI

Como de costumbre, todos los días, el hogar de la Estancia se entregaba, con denuedo, a sus labores y siempre prestos a atender a las visitas, que eran frecuentes, por parte de sus familiares y más cercanos allegados, a quienes siempre recibieron con enorme satisfacción. Cada ocasión tenía sentido de enorme trascendencia y fiesta, la que se adelantaba con excelentes preparativos. Quizá, una de las más entusiastas y alegres se dio cuando unos familiares de Carmelita visitaron la Estancia, en sus tiempos mozos.
Daniel, médico homeópata, cuñado del ama de casa, sus hermanas Tinita, Rosita y Nenita y demás pequeños, quienes los acompañaban, gozaron de la estadía, al disfrutar de las variedades, tanto alimenticias especiales, como la carne de cordero, acompañada de papas cocinadas, ají de maní y huevo y de las frutas y habas crudas que, por insinuación de Daniel, comieron con pan de sal.
El dueño de casa, como un verdadero veterano tanto del sacrificio del cordero, como de su preparación, en tulpas de leña, debidamente organizadas para tal fin, procedía al efecto, con satisfacción de inigualable anfitrión; acompañado de sus empleados, trasquilaron el animal y procedieron al sacrificio, como si se tratase de un experimentado matarife de plaza de matadero, de los existentes en todo lugar; despresaron el animalito y, con la participación de todos, sobre las llamas de una fogata eficiente, escogieron presas, auxiliados por utensilios, preparados por Don Enrique para tal fin, y empezó el jolgorio, pleno de chistes, consejas, chismes, todo en el contexto de una sana alegría y humor. Así transcurrió el día sin que el tiempo, aparte de ser soleado, sin nubarrones, esto es, lleno de luz, que incidía en los espíritus con amor, con felicidad y familiaridad, acelerase su transcurrir. Presa en mano, con buen apetito, siempre repitiendo, devoraban las deliciosas carnes; no faltó uno que otro trago de aguardiente, que avivaba más el entusiasmo, sin que, en ningún momento, se extralimitara su ingestión; todos los que portaban cámaras fotográficas registraban los distintos momentos del festejo; no podía ser de otro modo, porque era preciso dejar, para la Historia de la familia, los testimonios de los eventos felices de su existencia.
Jamás faltaron ocasiones de diversión en la Estancia; fueron varias, por no decir muchas, en las que no solamente se sacrificaron corderos, sino cerdos, becerros y cuyes, el plato preferido en estas zonas; Eugenio, el cuñado preferido de Don Enrique, su hermano menor Campito; Afranio, su único hijo, acompañaban felices toda actividad festiva que se adelantara en Botana; con frecuencia se ubicaban en los sembríos de papa, para que los captaran con la cámara entre tanta belleza campesina.
Campito, muy joven aún, hermano menor de Carmelita, captaba a sus sobrinos, Heriberto y Memo, en la Corota de La Cocha, la de los patos, y organizaba los juegos habidos y por haber, tanto para mayores como para menores; no faltaban el de la gallina ciega, el de la sortija, el de las escondidas y los que no conocía se los inventaba; de igual modo, varias veces captó a su cuñado Enrique y a su hermana Carmelita, en medio de los hermosos papales de la finca.
Afranio era feliz al jinetear los caballos y, pese a su corta edad, tal vez unos 12 años, no lo hacía mal; un triste recuerdo de esta acción se finca en la caída desde el caballo bayo, el que nunca dejó de ser tropezador y pajarero; de pronto, en medio de todos, apareció trastornado, o haciéndose el loco, porque el célebre caballo lo había desmontado; su padre, muchas veces incomprensivo con su hijo, le llamó duro la atención, quizá al olvidar que todo niño es travieso y quiere hacer su voluntad, sin contar con el peligro.
La mejor distracción de quienes llegaban a Botana era observar con detenimiento el cultivo del agro, la cría de los vacunos, los equinos, los perros y demás animales y las actividades que se sucedían de continuo en la finca. A propósito, para este entonces, se había agregado un nuevo empleado, Efraín, y un nuevo perro, el Dante, de raza bóxer; los dos hacían una gran pareja e iban y venían por el campo, para controlar todo lo de su competencia; infortunadamente, esta raza no es sedentaria, ni muy fiel a sus dueños; por tal razón, de seguro, un buen día desapareció, para llenar de tristeza a los niños, quienes insistieron para que consiguieran otro perro; entonces, apareció el Faquir, de una raza de total fidelidad y compañía, que vivió por mucho tiempo y sobrevivió a los demás que, poco a poco, ya fuera por la edad o porque los envenenaron por su bravura, llegaban a su fin.
Las visitas, en esta época y posteriormente, también fueron frecuentes, por parte de los familiares de don Enrique; nunca faltaron sus hermanos, cuyas propiedades cubrían todo el valle de Botana y otras en las montañas ya citadas, pero cultivadas solo las de Juandayán y El Campanero; en esta última, también tuvo una finca su cuñado, Eugenio, quien, jinete en su hermoso caballo, el Singo, lo visitaba con frecuencia, para gozar del hermoso paisaje de campiña que el mundo de la existencia le brindaba a sus atentos ojos, llenos de satisfacción.
Los terrenos, de aproximadamente 60 hectáreas, de propiedad de Gerardo y de Enrique, los hermanos, recibidos como herencia de sus padres, ubicados y llamados, por el abuelo, Gramalote y Casanare, con el transcurso del tiempo se vendieron a los indígenas, pobladores de la zona, por «El Curco» Pérez, esposo de una de las primas, propietarias de la finca que colindaba con la Estancia, por el norte.
Hasta donde se sabe, nunca los dos hermanos iniciaron ninguna acción de fondo tendiente a su recuperación, por cuanto los sectores negociados habían pasado ya por varias manos de los nuevos propietarios. En fin de cuentas, podría pensarse que estas propiedades retornaron a las manos de sus, antaño, dueños, los indígenas. Pese a todo, el sentir de la felicidad compartida por parte de la familia, tanto de Enrique como de Carmelita, siempre fue una presencia material y espiritual en la Estancia, cuya existencia se da alrededor de 100 años atrás, contados a partir de la época de esta narración y, es más: contaban los abuelos que, desde sus orígenes, nunca dejó de ser la casa madre, lugar de esparcimiento, de recreación, de unidad, amén de la variada producción de clima frío.
La mamá, Raquelita, como siempre llamaron sus descendientes a la abuelita, madre de Don Enrique, tanto como de todos, convivió también en esta época dorada de Botana, contexto de innumerables actividades en los espacios y tiempos objetivos e imaginarios de los incontables parientes, muchos de cuyos nombres se escapan al relato, pero que el lector, con el poder de su fortaleza imaginativa y creadora, va a recrear, al perfilar en su mente interminables sucesos, factibles de que pudiesen haber acontecido.























VII

El tiempo ha permitido la continuidad de esta instancia, pero ahora los niños ya habían crecido y había llegado el momento de dirigirse a la ciudad, lugar de la formación de los pequeños, y a la espera de otro por venir, a pesar de que la construcción de la nueva vivienda aún no se había terminado y, por consiguiente, era preciso arrendar una casa donde vivir la nueva vida, sin abandonar las estadías de fin de semana o de vacaciones en la Estancia. Don Manuel, el herrero, les arrendó la vivienda, suficientemente cómoda, en el Barrio de Santiago, en la que vio la luz el cuarto hijo de Enrique y Carmelita, al que se bautizó con el nombre de Alfredo.
Las actividades del patroncito, o niño Enriquito, cuya denominación no quedó atrás en el trato de sus fieles trabajadores, continuaban en el campo, sin merma de los resultados; a diario, bajaba la yegua cargada de cantinas de leche y arriada por el nuevo vaquero; de igual manera, y con la constante actividad, Don Enrique negociaba los productos de la finca en los mercados. Ahora, el mayordomo, Miguel, había envejecido y perdido relativamente el oído; a Pacho lo había reemplazado Leonidas en la vaquería y era necesario, pensaba Don Enrique, poner a prueba su valor y atención en el cuidado de la Estancia.
Un fin de semana, cuando Alfredo contaba ya con un año de edad, la familia fue, como de costumbre, a la Estancia, a hacer lo acostumbrado; el tío Francisco, o Pacho, como toda la familia lo llamaba, dueño de un taxi de la Flota Galena, era el encargado de los viajes a cualquier parte que fuese necesario.
La felicidad de los muchachos en el campo renacía y también su acción acostumbrada en los árboles de capulí, los que, para su satisfacción, estaban completamente cargados de su fruto preferido; para entonces, Quique, ahora el tercero de los hermanos, intentaba también treparlos y, al no lograrlo, maldecía con groserías su incapacidad, que lo limitaba solo a la recolección de los que caían.
La primera noche, Don Enrique, aproximadamente a las 12, tomó una pesada barra de construcción y, sin oír las advertencias de Carmelita, la arrastró ruidosamente alrededor de la casa, repetidamente y tratando de oír los llamados que, entre el Vaquero y el Mayordomo, de dormitorio a dormitorio, se hacían. Con la certeza de que se hubieran puesto de acuerdo para salir y ver qué era lo que pasaba, el patrón se paró dentro de la letrina de atrás y esperó el paso, por allí, de sus asustados empleados; lo hizo primero Miguel, quien no se percató de su presencia; luego, Leonidas, mucho más atento y cuidadoso, tanto que, al observar el bulto escondido en la letrina, alzó la peinilla y atacó.
Don Enrique no estaba descuidado, sabía qué podía suceder y, listo al embate de Leonidas, alzó con sus dos manos la barra, sobre su cabeza, y recibió en ella el peinillazo, a la vez que gritaba:
— Leonidas, soy yo; magnífico, eres valiente; ya no te volveré a asustar.
— Patroncito, por Dios, casi lo mato; ¡qué susto!
Satisfecha su inquietud, Enrique retornó a su dormitorio a recobrar fuerzas para las labores del día siguiente y, luego, emprender el regreso a la ciudad.
La construcción de la vivienda en la ciudad se acercaba a su terminación y la familia debía iniciar su trasteo, para comenzar un nuevo estar, sin demérito de otras realizaciones que, en principio, aparecían, en objetivos y proyectos, como realidades por cumplir, en el contexto de una continuada felicidad.
Así, llegó el momento de la etapa estudiantil de Heriberto y de Memo y, con la concepción de que requerían una formación de excelencia, los matricularon en el que suponían era el mejor colegio. Los dos hermanos mayores iniciaban así otra etapa de su vida, fortalecida en la instancia fundamental de la niñez vivida, por fortuna, integralmente. Este nuevo recorrido por el sendero de la existencia no era nada nuevo; sus parientes, todos, tenían la certeza de que hacían parte de una sociedad aristócrata, que les procuraba un status distinguido en la comunidad.
Día a día, los hermanitos se fueron integrando a la pequeña, entonces, vivencial edad urbana; no fueron pocos los obstáculos que debieron enfrentar, pero sus padres nunca descuidaron la orientación y la dirección del camino que tuvieran que recorrer. Sí era preciso asumir, en esta nueva condición humana, una limitada política de austeridad, sin que esto significase que los ingresos de Botana hubiesen mermado; todo lo contrario; en la medida en que los gastos aumentaban, Enrique y Carmelita distribuían mejor su peculio, extensivo a la totalidad de sus asociados, familiares, empleados y ajenos. De ahora en adelante, su generosidad habría de limitarse y procurar permanentemente una mejor producción de sus haberes.
El mundo moderno se mostraba más difícil y, en consecuencia, cambiante; sus hijos, a diario recibían de sus padres cinco centavos para el recreo, de los que les correspondían a cada uno dos y un centavo le regresaban a su mamá. Jamás, obviamente, como resultado de su formación inicial, faltaron a este compromiso.
Pese al nuevo estado de cosas y, con el objetivo de mejorar, aún más, su comodidad, Don Enrique adquirió una camioneta de cajón, marca Mercury 100, último modelo, 1955, con la convicción de que serviría a sus nuevos intereses de transporte de sus productos y para movilizar a su familia, los fines de semana, hasta la Estancia.














VIII

Han transcurrido quince años desde el principio de esta historia en la Estancia de los Capulíes, donde las mejoras eran, por demás, notorias: el camino de herradura de acceso, a la finca y a las fincas aledañas, era ahora un carreteable y, por ende, susceptible para que algunos vehículos motorizados llegaran hasta el mismo patio de la vivienda. Para entonces, Heriberto y Memo asistían al bachillerato y Quique terminaba la primaria; Alfredo la iniciaba y otro hermano, nacido en 1953, que aparece en la historia, con dos años de edad, era Edgar, el pequeñín y el último de los componentes del hogar. De regreso a casa en la ciudad, los fines de semana, era la admiración ver al Faquir, que acompañaba, junto a la camioneta, a sus amos hasta la vía principal; jamás, mientras vivió, dejó de hacerlo.
La camioneta había significado un gran cambio, afortunado tanto para los paseos, como se ha expresado, como también para dirigirse los fines de semana hacia Botana y el rendimiento, muchas veces diario, del transporte al mercado, especialmente de la papa. Aparentemente, si había progreso en este singular hogar, pero era necesario hacerse a otras formas de ingreso; para tal finalidad, Don Enrique, asociado con un campesino rico de Juandayán, decidió comprar una chiva de transporte de pasajeros, marca Ford, también último modelo, que iban a pagar por cuotas.
Una vez conseguido el conductor, que era muy joven, de la misma edad de Heriberto, de unos diecisiete años quizá y no suficientemente hábil para la conducción de una chiva 350, se inició el negocio de transporte de pasajeros, en el vehículo, que se afilió a Rápido Nacional. Reca, el chofer, en principio, lo conduce con cuidado, pero era notaria su inestabilidad; se debe decir que fue, también, el chofer de la camioneta, y Heriberto, quien ya conducía, tuvo que librarlo de accidentarse en una ocasión, en un paseo a una población cercana, a Consacá, dada su pequeña estatura, amén de lo ya expresado. Esta población, traída a colación, significó el lugar adecuado para las familias que, por temporadas vacacionales, iban a residir allí durante uno o dos meses, no precisamente cada año, pero sí con alguna frecuencia. Valga, entonces, señalar que uno de los descendientes, Heriberto, vivió durante seis años felizmente en ella, con su familia, como se verá posteriormente.
Con la compra de la chiva se presenta el principio del fin de esta parte de esta narración; daba la impresión de que la suerte de esta familia hubiera cambiado y coincidía con la época de mayores gastos; pese a todo, aunque el rendimiento de la explotación del carro no era el esperado, algo se hacía, como mínimo para pagar las cuotas mensuales de amortización de la deuda de la compra de la chiva.
Una de las viviendas, la más grande, la arrendaban, al principio a familiares y posteriormente a familias debidamente acreditadas en el cumplimiento de sus obligaciones; sin embargo, hubo quien faltara al pago del canon de arrendamiento, incluso con obstaculización de su desalojo y desmejora de la casa, lo que trajo, como consecuencia, más gastos para su mantenimiento.
La situación económica, en definitiva, había cambiado. Reca, de regreso de un corto viaje, por fortuna con el cupo vacío, solo con la compañía de Don Enrique, estrelló la chiva y la afectó gravemente, pero sin consecuencias personales que lamentar. Carmelita, con sus oraciones, pretendía un cambio y muchas veces se lamentó, para conformarse, al fin, con una frase acuñada por la costumbre, que dice: “En la viña del Señor, todo es posible”.
Así, llegaron los grados de bachilleres, respectivamente en 1956 y 1957, de los dos hijos mayores, a quienes festejaron, relativamente con esfuerzo, pero con la unidad familiar y de amistades, sin contar todavía con lo que se pudiera venir encima.
Como en toda familia con hijos varones, la ausencia se hizo presente:   Heriberto, el mayor, alzó vuelo a la capital del país, con la esperanza de conseguir trabajo y educarse, ya que en su tierra natal esto no era posible; la Universidad local solamente contaba con programas de Derecho y Agronomía y su espíritu lo habían golpeado con dureza, con la negativa del ingreso a la Escuela Naval. En cambio, Memo, el segundo hijo, corrió con mejor suerte al poder calificar como aspirante a la Fuerza Aérea, desde luego con todos los gastos que esto había significado; sin lugar a dudas, al parecer se daba el principio de un relativo progreso en su caminar por el mundo y, con posterioridad, una gran fuerza de apoyo para sus padres.
Para Enrique y Carmelita, quienes, con sus hijos menores, vivían en la residencia más pequeña, había llegado el momento de toma de decisiones que, quizá, nunca afectaron su espiritualidad, su bondad, su don de señorío, sus valores, pero que, de todos modos, ahora, iba en demérito de sus haberes. Jamás esto afectó su fuerza moral y ética y las firmes creencias en el Señor Jesús, pero sí la salud de Don Enrique, que se lastimaba día a día. Hubo, muy pronto, necesidad de intervenirlo quirúrgicamente de una úlcera, que se le reventó al llevar, desde la primera planta al segundo piso, dos bultos de papa, halados con un lazo; por fortuna, salió bien librado de la operación y su recuperación fue rápida.
Una familia consolidada con principios humanos, contexto de altruismo, de haberes espirituales, que siempre fue más allá de lo común, no podía desmayar en la lucha por sacar adelante, primordialmente a los hijos. Evidencia de este continuar por el sendero luminoso de la esperanza de siempre era la belleza de su hogar que nunca, en sus años de vida, faltó, en su limpieza, en el cultivo de bellas plantas floridas, ya sea en lo propio y más, sin serlo, en lo ajeno, porque era de sus hijos, pero una construcción de su entereza y voluntad de vida y, ¿por qué no?, de añoranza.
Así, empezaron por vender, por fortuna a buen precio, difícil de calcular hoy en la escritura, su casa, la más grande y hermosamente construida, con la tecnología de entonces; afortunados sus nuevos dueños, una familia de Guaitarilla, los Solarte, quienes brindaron una gran y sincera amistad a los vendedores, del hogar vecino.
La Estancia, en Botana, iniciaba su detrimento; ya los perros, a excepción del Faquir, que se alimentaba de lo que pudiera encontrar en sus alrededores, habían terminado su, entonces feliz, vivir; ya no se veían los patos, los chumbos, los cerdos, las gallinas, como en otro momento; solo los árboles de capulí seguían con su historia.
La Mercury 100, modelo 55, tuvo también su fin, a un precio inferior al de su compra, no obstante la época de valorización de los vehículos; su costo de compra, devaluado por la necesidad, no fue ya el mismo; si costara $7.500.oo, se la negociaba por $5.000.oo. Indefendible e indetenible acontecer histórico de una floreciente sociedad de familia, caída en los inmedibles e incalculables avatares de la existencia humana, pero al fin humana.
Si la salud del patroncito decrecía, la vida y la firme voluntad de vivir continuaba, pero se acrecentaban las necesidades y la venta de haberes se hacía más urgente; las entidades bancarias oprimían a quienes hubieran requerido de sus préstamos de capital; se asomaba ya un neo-liberalismo, destructivo de la sociedad colombiana.
Jamás, Don Enrique pidió misericordia; su personalidad, su formación de conducta, el orgullo de varón de estirpe, sus orígenes sin discusión, el apoyo de su digna esposa, fiel compañera de su existencia, amante perenne de la firmeza de virtualidades, fortaleza de la dignidad, se lo impedían; sin conocer los tejemanejes de la politiquería dominante, imperaba en su personalidad el compromiso, el cumplimiento estricto, de cualesquiera que fueran sus obligaciones. Creyó tanto, que cayó en los esquemas, en los paradigmas estatales de las oligarquías, de los gobernantes de turno, a tal punto, sin ser obsesivo, que defendió siempre a su Partido liberal, pero con la convicción de su máximo líder, Jorge Eliécer Gaitán, y dosificadamente, no creyente en Iglesias, para su forma de ver, no válidas para la integralidad de su espíritu, que forjó en el porvenir la ideología de sus descendientes.
La mirada de Dios estaba presente en la fuerza de la naturaleza que lo rodeaba; en los árboles, primos del hombre, en los de capulí que construyeron la fuerza de voluntad de sus hijos, allá en la Estancia; jamás podría olvidarla, porque se aproximaba ya la posibilidad imperiosa de venderla, de olvidar, quizá para siempre, tanta belleza constituida en el imperio de felicidad de su familia, la que nunca dejó de amar, con intensidad de dioses, fortaleza de alma, de vida y de corazón.
Así fue para la historia esta digna familia, plena de esperanzas; el acontecer de sus acciones consagra la vitalidad indestructible de sus virtudes y valores; no pudo actuar de otro modo, porque la responsabilidad de continuidad de sus valores tendría que ser el objetivo precioso de sus ilusiones.
Con hondo dolor y tristeza, primero vendieron El Sitio, lugar, en algún momento, de algunas de sus futuras ilusiones; luego tuvieron que abandonar la continuada vivencia, generación tras generación, de la Estancia, la de tantas historias, la finca de Botana, que así terminaba, al fin, con haber estado vinculada a la historia de varias generaciones.
Por último, hasta su última vivienda, la de sus primeras ilusiones, habría de venderse y comprar, con la humildad de sus valores, una pequeña casa que consolidaba el fin de las esperanzas, jamás perdidas, de un hombre que, por último, terminó creyendo hasta en las loterías; el destino lo había conducido a una vida que quizá nunca hubiera querido vivir, que jamás pudo dirigir. Jamás se muere, esta es la esperanza vital de la existencia; una nueva vida lo espera; morir para vivir quizá, es una frase de Santa Teresa de Jesús, y si creyente fue, va a vivir eternamente sus creencias, modelo de lucha por la construcción de una familia, fundamentada en los máximos valores del ser humano.
Hoy, 2013, al mirar hacia Botana, con la ilusión del reencuentro de su pasado, aparece la Estancia solo como el recuerdo de su existencia; habría de venderse y solventar los últimos recursos de la continuidad de una estirpe que jamás le dijo no a la esperanza, a la continuidad de los valores, a la franqueza indiscutible de su formación. Así tuvo que ser; como ya se señaló, primero se vendió El Sitio, por veintisiete mil pesos y, luego Botana, por todos sus dueños en el valle, la Estancia, Botana, por treinta mil míseros pesos, unos pobres precios, aun en esa época. 
En su nueva vivienda, continuaba aún la esperanza de lograr una situación mejor, para lo que tuvo que solicitar trabajo en una empresa cigarrera, de la marca Sucre, trabajo que le permitió, por algún tiempo, cumplir con obligaciones siempre existentes, pues sus hijos menores estudiaban y la vida se había tornado cada vez más difícil. En síntesis, don Enrique, al rememorar el trabajo que había tenido en Piedecuesta, había pasado de ser patrón a ser, ocasionalmente, un empleado. Carmelita y él, en seguida, tuvieron que amoldarse a vivir, junto a sus hijos, donde les tocara, y disimular, muchas veces, algunos ultrajes que tuvieron que asumir con la paciencia propia de quienes han sufrido el detrimento de sus haberes, pero sin jamás debilitar su fortaleza moral, su espiritualidad y, en varias ocasiones, sin que fuera notoria la esperanza fincada en su nostalgia y sus añoranzas.
En Bogotá, después de varios intentos, Heriberto había conseguido un trabajo y estudiaba; Memo había logrado ya su primer título en la Fuerza Aérea y lo trasladaron a la capital, lo que hizo que se tomase la decisión de la venta, también, de la pequeña casita de sus padres y buscar la forma de llevarlos, con los pequeños, a vivir a la capital del país; así se hizo; se arrendó una casa y Enrique, Carmelita y sus tres hijos, Quique, Alfredo y Edgar se trasladaron y llevaron, con sus enseres, los recuerdos gratos de su vida en el campo y en la provincia.
Quique y Alfredo, infatigables siempre, resultado de la formación que habían recibido en su niñez, continuaron sus estudios con ahínco, en procura de un porvenir; luego, estaba el menor, Edgar, que seguía su ejemplo. Pese a las dificultades que se les habían presentado, ahora su progreso era evidente y llegaría la hora del grado como bachilleres y su ingreso a la Universidad.
Mientras tanto, con el dinero sobrante de la venta de la última casita y, quizá, como cuota inicial, Memo había adquirido otra casa en Cali, en la que, también, vivirían sus padres por una temporada, dados los traslados o cambios de trabajo que asumían Heriberto y su hermano, que determinarían momentos y lugares distintos de residencia de Enrique y Carmelita.
A la vez, con éxito, Alfredo conseguía continuar sus estudios en Hamburgo, Alemania, donde formaría su hogar.  Quique había conseguido trabajo en Bogotá y formaría, también, su propio hogar, sin dejar sus estudios, por lo menos, en principio; Edgar, asimismo, había logrado, como todos, ser profesional y constituir su hogar, amén de otras actividades educativas en el país y en el extranjero.
Todos los hijos de Enrique y Carmelita apoyaron con decisión a sus padres; Alfredo, por ejemplo, llevó a su mamá, por una temporada, a Alemania; Memo siempre se ocupó de ellos, con denuedo; en el hogar de Quique, por largo tiempo, vivió Carmelita, donde, muy a menudo, la visitaban sus hijos. En especial, en el hogar de Heriberto, Enrique vivió por una temporada; posteriormente, y en su calidad de viuda, Carmelita también lo hizo.
En este ir y venir de esta amorosa y resignada pareja, padres de hijos responsables y luchadores, por excelencia, es de anotar que nunca, ni unos ni otros, escatimaron esfuerzos de convivencia, como la verdadera familia constituida, con esfuerzo y consolidada desde el mismo instante de su existencia, de preferencia en la Estancia de los Capulíes. 
A la edad de sesenta y dos años, don Enrique, con una afección arterial, dejó de existir, en el Hospital Militar, lo que implicó el dolor, que es natural, para toda su familia. No es extraño escuchar de sus nietos que fue “el mejor padre del mundo”. Menos Alfredo, por estar ausente, en Alemania, todos sus descendientes, hijos y nietos, asistieron a su funeral, para recordar, junto a él, el caminar por la ruta del supuesto destino. Volvían a sus mentes las instancias felices vividas en el paraíso construido en la Estancia, de perennes recuerdos y principio formativo de sus descendientes.
Carmelita, en cambio, alcanzó la edad de ochenta y cinco años y murió, mientras dormía, de viaje a una consulta médica a Cali, con su hijo Memo. Ninguno de sus hijos, excepto Alfredo, faltaría a rendirle tributo en este doloroso suceso; todos se reunieron junto al cadáver de la querida madre, compañera en múltiples ocasiones de sus vicisitudes y de sus alegrías, pero el momento de la natural despedida había llegado y era preciso darle el último adiós hacia la eternidad y conservar su presencia en la memoria.
De nuevo, vivieron la natural tristeza y el dolor de todos los suyos que se expresó ante su ausencia física, porque, en lo espiritual, los dos, Enrique y Carmelita, vivirán por siempre, en los corazones de sus descendientes, infinitamente agradecidos por la formación que les habían heredado. Valga, en este momento, recordar la frase que dijo una muy querida y apreciada tía, Irenita, en 1973: “Mi hermano no dejó fortuna material, pero sí cinco millones de pesos representados en sus hijos”.
Con honradez y honestidad, sus cinco primeros vástagos organizaron sus vidas, sin permitir jamás que las hermosas vivencias de su niñez, más para los dos mayores, se sumaran al olvido.
En manos de otros dueños, allí está Botana, allí está la Estancia, sus terrenos debidamente cultivados, pero sin animales, sin expresión de vida, con una expresión fantasmal; sus dormitorios convertidos en trojes; sus patios, sin conservar; sus corredores, con ladrillo destrozado; sus tapias y puertas, sin colorido.
El mejor lugar de la niñez, sus árboles preferidos, los capulíes, allí están, pero solo sus troncos, como prueba de su existencia; ahora, pareciera que expresan el dolor de quienes los amaron, la historia de quienes vivieron en la Estancia. De la espiritualidad del lugar, quizá ya nada existe, pero la memoria está vigente. En las noches, el murmullo alegre de las oraciones de las monjas, que allí vivieron, se confunde con el murmullo triste de quienes hoy, desde el más allá, observan su abandono, o de quienes, tal vez, como fantasmas, aún rondan por allí.
Para en algo parodiar la canción: ya no vive nadie en ella, los que fueron la alegría y el calor de aquella casa se marcharon unos vivos y otros muertos, se marcharon para siempre de la casa; se secaron los frutales, se cortaron los capulíes; ya no cantan los gallos en los corrales, ni muge el ganado en los potreros; ya nadie grita en ella; sus puertas y ventanas se cerraron; las flores se acabaron y solo lo silvestre testimonia su presencia. Esa fue la Estancia, la casa de la armonía y la belleza que solo en los recuerdos, en las memorias, sigue vigente.
Así termina la existencia y solo los modales perduran en el mundo infinito de la vida; trascienden las vivencias y, entonces, la esperanza de volver a vivir lo ya vivido se perfila en la posibilidad de narrar lo recordado.


















SEGUNDA PARTE

PERSECUCIÓN
IMAGINARIA









IX

La simbolización de una historia biográfica supone la lectura permanente de territorios imaginarios, continentes de variadas acciones, en múltiples espacios y tiempos, de los protagonistas de una narración, considerada valiosa, para verter al complejo mundo de lo literario.
Por allá en el año 1957, después de obtener su título de Bachiller, cuyo diploma recibió en la ciudad capital, Bogotá, a la que Heriberto había viajado con el objeto de aventurar, tanto en el deseo para adelantar sus estudios a nivel profesional, como para conseguir un trabajo que le permitiese consolidar un futuro que, todo ser humano con ideales, pretendiera, aun sin gozar de los medios necesarios para tal fin.
Los primeros días fueron de enormes dificultades, porque no se puede vivir sin tener los recursos básicos para alimentarse y pagar el canon de arrendamiento de la pieza, que le permitiera el descanso de la difícil actividad que, cotidianamente, adelantaba en procura de iniciar el proceso que, eventualmente, le había deparado su accidentada existencia. Por cierto, la lucha por la vida nunca acaba; si algunos días desayunaba con una botella de leche, no almorzaba, y otros ni lo uno, ni lo otro.
No obstante, y acorde con la formación que había recibido de  niño en su hogar y algunos conocimientos logrados como Bachiller en Filosofía y Letras, pudo conseguir su primer trabajo como profesor de varias áreas, en especial de matemáticas y lenguaje, en un colegio del noroccidente de la ciudad,  privado, el San Agustín, de la familia Solórzano. Mientras le llegaba su primer sueldo, no lo puede negar, lo ayudaron algunos amigos paisanos y cualquier otro tipo de trabajo, muy temporal, que se le presentara.
Su salario, entonces, fue de 250 pesos mensuales, pero suficientes para pagar 30 de alimentación, 15 del arriendo, 7 del lavado de ropa y, de vez en cuando, adquirir algunas prendas de vestir y vivir en la casa de quien, por varios años, llamaron, con mucho aprecio, La Viejita, todos quienes habitaron en ella. La alimentación del mediodía la tomaba en el barrio San Fernando, lugar de ubicación del colegio.
En principio, su situación la había solventado, sin que esto se entendiera como la continuidad de su labor, sin que buscara otras alternativas que mejoraran su situación económica, en pro de acceder a los Estudios Superiores, ilusión que jamás podría desaparecer de sus ideales.
La cercanía del establecimiento educativo a la vivienda de un tío, en el Barrio Gaitán, lo animó a aceptar el traslado a su casa, lo que mejoró sus posibilidades económicas. Entonces, tuvo su primera oportunidad de estudiar, al presentarse a una beca, que se ofrecía en Ingeniería de Petróleos, para adelantar estudios, primero en Colombia y posteriormente en Alemania; sin pensarlo dos veces, se presentó a los exámenes de admisión, que se adelantaron en Belencito, Boyacá, sin que los resultados lo favorecieran.
Vale recordar, para esta época, que, si bien su voluntad de salir adelante jamás se había debilitado, su certeza y congruencia con lo que hacía era muy variable e insegura. Obviamente, esto le trajo problemas, al regreso a casa, y precisó, por algunos disgustos con el tío, que volviera al hogar de La Viejita, en el centro de la ciudad capital, exactamente en un barrio cerca al de Las Cruces y cerca al Capitolio. Su permanencia en este lugar siempre ha sido digna de recordar en forma positiva; jamás hubo un disgusto y el cariño y la amistad primaron como fundamento de sana convivencia, entre todos los que allí vivieron.
Tampoco puede olvidarse que el protagonista de esta narración, en otra hora, desde su hogar primigenio, por locuras de su adolescencia, había partido, a espaldas de sus progenitores; para lograrlo, vendió su guitarra y se ausentó, por una temporada, de viaje a la ciudad de Cali, lugar en el que vivió una más de sus correrías.
Conoció allí, en la plaza de mercado del Barrio Santa Rosa, al boxeador, excampeón ecuatoriano, Arnulfo Pedreros, quien le dio trabajo como vendedor de papa, que traía, en especial de Manizales; su trabajo consistía en vender papa, por kilos o por libras, hasta que los dedos, las uñas de los dedos, le sangraran. Vivía en un hotelucho, de los que denominan de “mala muerte”, y antes de la consecución de su empleo, por fortuna, un buen amigo, que trabajaba en un restaurante, le llevaba comida, frecuentemente carne.
Con Pedreros mejoró sus conocimientos de box, que había iniciado en su niñez y adolescencia, en su ciudad natal; su empatía con los demás mercaderes y las habilidades musicales, que nunca progresaron, le significaron que lograra un buen status en la plaza, aunque esto no duró mucho, pues, denunciado por un paisano, que también vivía en Cali, pronto su padre y un tío lo encontraron y, como es obvio, su retorno a Pasto fue inmediato; de no ser así, tal vez no hubiera terminado su bachillerato. Para entonces, ya tenía novia, a quien siempre quiso con pasión, pese a las tantas dificultades que, a veces, interfieren los supuestos sanos noviazgos, pero, en este, no hubo poder humano que pudiese separar a los enamorados.
Su mentalidad aventurera jamás tuvo término y, en otras ocasiones, también en procura de lograr un mejor vivir que le permitiera conseguir su máximo ideal, la constitución de un hogar con su querida novia, viajó por diferentes lugares del país; desde donde estuviese, le dirigía misivas, que nunca le respondieron, lo que afectaba su corazón enamorado.
En el hogar de la estimada Viejita, tuvo la oportunidad de compartir alcobas contiguas con Ernesto, un funcionario de Avianca, de origen huilense, apreciado por todos; su sinceridad, su nobleza, incluso su fortaleza física, lo ubicaron en el contexto del mejor amigo y del aprecio de sus compañeros; una excelente amistad, que fue el origen de una mejor vida para el protagonista.
Evidentemente, un buen día le manifestó que si quería trabajar en Avianca, él estaba dispuesto a ayudarlo; que vería la forma de entablar las relaciones requeridas para este propósito; así, pronto Ernesto invitó a Heriberto para que se presentara en Avianca y realizara los exámenes requeridos para optar al cargo disponible. Un día lunes, a primera hora, presentó a Heriberto en la Institución y allí lo sometieron a un cuestionario sobre máquinas eléctricas de contabilidad y otras, tales como sumadoras, calculadoras, todo lo que se precisa, en una sección de contabilidad, del Departamento de Contaduría de la empresa. Todo fue exitoso y recibió las instrucciones para que preparara la documentación requerida para que se posesionara del empleo.
Llegó el momento de renunciar al cargo de profesor en el Colegio San Agustín, establecimiento en el que tuvo muy buenas relaciones hasta el final. Allí, precisamente, sus calidades de escritor, ayudado por un colega, inician su virtualidad, no obstante no puedan considerarse de óptima calidad; escribió su primer poema acróstico, dedicado a su querida novia, en el tiempo en que todo parecía haber terminado, por cuanto no había contestado sus cartas.
La liquidación de prestaciones tuvo sus contrapesos y, en persona, se vio en la necesidad de lucharla, sin abogado y en contra del Rector, quien era jurista; de todas maneras, triunfó, porque siempre estuvo dispuesto a vencer en todo aquello que fuese necesario.
Llegado que hubo el momento de iniciar sus labores en Avianca, lo asignaron a la sección de cuentas de personal, para manejar, junto a Ruiz, una de las dos máquinas contabilizadoras de once columnas, Cuenta 1180, auxiliar en la que se contabilizaba lo que tuviese que ver con los valores de los empleados de la empresa, por ejemplo, anticipos, uniformes, etcétera.
Jamás en su vida había visto una contabilizadora de tal tamaño y funciones, a la que llegaban todos los documentos producidos en el departamento y referentes al personal, para que los introdujesen en el libro auxiliar que estas significaban; por fortuna, su habilidad y la eficaz instrucción recibida de Ruiz, incluso después de las horas normales de trabajo, hicieron que el aprendizaje, la comprensión y el manejo lo lograra muy pronto, hasta que alcanzó la velocidad de manejo de su compañero.
De igual modo, había cuatro contabilizadoras más, pero de menor tamaño, que manejaban las cuentas auxiliares de la contabilidad de la Compañía, referentes al movimiento nacional y extranjero de la institución; su trabajo era arduo y, a diario, en virtud de tal, asumían horas extras de trabajo, bien pagadas en esa época.
Con este vínculo, su sueldo aumentó notablemente, de los 250 pesos que ganaba en el colegio San Agustín, a los 475 en Avianca; consiguientemente, daba principio a un futuro mejor que, incluso, le servía para el apoyo de sus padres, quienes, después de tenerlo todo, con la educación de sus hijos y las infortunadas decisiones en los negocios, habían perdido sus tenencias y habían visto sus ingresos reducidos a un salario bajo, producto de los trabajos eventuales de su padre.   
Por otra parte, se abría la posibilidad de acceder a sus Estudios Superiores, la que, anteriormente, se había frustrado cuando pretendió ingresar a la Universidad Libre, al Programa de Derecho, no por su posición en los exámenes de admisión, en que fue tercero, sino por la imposibilidad de conseguir 150 pesos, que era el costo de la matrícula, y la solicitud que le negaron, por parte de un pariente de una tía, Eduardo, residente en Bogotá.
Ahora, su labor, en su nuevo empleo, se desarrollaba exitosamente, hasta tal punto que, al existir en la empresa la modalidad de horas extras, Ruiz y Heriberto siempre buscaron la posibilidad de ganar; sin embargo, con el conocimiento ya consolidado, tanto el uno como el otro, principalmente Ruiz, trataban de salir a las 6 de la tarde para poder atender los caprichos de Cupido.
La aceleración de las contabilizadoras auxiliares se logró, incluso, al quitar el papel copia, que se utilizaba en caso de descuadre, y trabajaban únicamente con la tarjeta del caso, acción que, desde luego, hacía innecesario el recurso de las horas extras. Dadas estas condiciones, Heriberto pudo matricularse en la jornada nocturna de la Escuela Nacional de Comercio, con el objeto de estudiar Contaduría Pública.
Además de los conocimientos adquiridos durante su permanencia en la Escuela, fue muy importante su relación universitaria, porque hizo parte, desde el primer curso o nivel, de los iniciadores de la carrera, como Programa profesional y nacional; este nivel se denominó curso compensatorio para bachilleres; así, alcanzó el nivel tercero del pregrado, del que tuvo que retirarse por asuntos de trabajo y por preferir las horas extras, que ahora sí aprovechaba, debido a que lo habían ascendido a Analista de fletes internacionales, ya no con las máquinas de contabilidad, en Avianca.







X

El tiempo había transcurrido y de su mente y de su corazón jamás se había apartado la imagen de su novia, con quien, siempre lo había pensado, contraería matrimonio. Jamás olvidó escribirle, aunque nunca había tenido una respuesta y, en su cotidianidad, por consiguiente, su espíritu a veces se tornaba nostálgico y lo sentía debilitado, hasta tal punto que a veces se dedicó a beber licor y, en algunas ocasiones, a llevar a cabo acciones desajustadas de su personalidad; estaba perdiendo el interés por el triunfo y el logro de sus ideales parecía desmoronarse.
Sin embargo, al tener la posibilidad de utilizar en la institución el plan llamado Pax-44, que le permitía viajar, los fines de semana, a cualquier parte del país, con el 90% de descuento en el pasaje, algo lo animaba y evitaba así su aniquilamiento anímico, le abría el espacio para viajar a su ciudad natal, no solo para visitar a los suyos, sino para saber algo de su amada.
Al volver un poco atrás en el tiempo, cuando sus padres aún tenían su camioneta Mercury 100, modelo 55, llevó a cabo un viaje a Ricaurte, localidad de origen de su, en principio, novia, sin que pudiera hablar con ella, porque no salió de su casa y, desde entonces, le creció la duda de que en verdad lo quisiera.
Un día cualquiera, resolvió hacer uso de su descuento, en los vuelos de la empresa, y viajó a Pasto con inmensas ilusiones; supo, entonces, de parte de su madre, que todos conocían a su novia y la tenían en un alto concepto de aprecio, tanto por sus modales, como por su belleza; incluso a sus dos hermanos menores los había invitado a conocer su tierra natal; esto, como es natural, fortaleció su alma, pese a los chismes, que escuchó de paisanos de la muchacha. Totalmente positivo, ante estas buenas noticias, retornó, como era su deber, a la brevedad del tiempo, a Bogotá, pleno de esperanzas de lograr una mejor situación económica, que le permitiera acceder a su principal cometido, por el momento, el matrimonio.
Redujo notablemente su vida libertina y, en cambio, gozaba ahora de la atención, a veces insinuante, no solo de sus compañeras de Sección, sino de algunas de las empleadas solteras del Departamento de Contaduría, pero su enamoramiento era tal que nunca vio en ellas a alguna que satisficiera sus intereses de hombre; contaba, para entonces, con 20 o 21 años y, en sus años de estadía en la capital, no había tenido una novia.
A un compañero de trabajo, con un cargo intermedio de dirección, Saavedra, lo invitó Braniff International Airways para que trabajara con ellos; sin meditarlo mucho, aprovechó la ocasión y se vinculó a la empresa norteamericana de aviación, al tener en cuenta que el salario era muy superior al que devengaba en Avianca.
Por esa época, también, dadas las excelentes relaciones que todo el tiempo tuvo con sus superiores, muy especialmente con Jaime Vanegas, jefe de la sección de Fletes nacionales e Internacionales, logró que se vinculara, a la sección de Tesorería, su primo Daniel, quien se desempeñó, mientras tuvo su posición, como un excelente funcionario.
Pese a que todo parecía avanzar con éxito, un día, un triste y doloroso día recibió de la dueña de su corazón, la única que había logrado vivir en su espiritualidad y en todo su ser, su novia, una lacónica misiva, en la que le expresaba, con una brevedad, jamás esperada, con exactas palabras: “Tengo novio y me voy a casar”.
No es preciso explicar, porque es suficientemente comprensible, el efecto que esto produjo en un ser sincera y hondamente enamorado; en su existencia, se abría otro espacio de angustia, de soledad y sufrimiento y muchas cosas afloraron a su mente, incluso el deseo de venganza y de muerte, tanto para ella como para el nuevo dueño de su corazón, un tal Luis Rodríguez, oriundo de Ipiales, cuando averiguara la fecha del anunciado matrimonio.
No tardó en saberlo e inició así la organización mental de su plan que, por fortuna y gracias a la madre de la novia, quien siempre se opuso a tal boda, lo que radicó por escrito, en la Registraduría de la localidad, hasta la contundente oposición a tal eventualidad, acción que sin duda implicaba la defensa del noviazgo, pero con su supuesto primer novio; jamás pasó por la mente de la madre que su hija, si bien lo quería, no amaba a Heriberto.
Todos, tanto en la localidad de la novia como en el lugar de origen del novio, conocían la fama del falso médico, profesión de la que se ufanaba el ocioso, amén del grado de degeneración que había alcanzado por el efecto del alcohol, que lo había conducido a los más bajos niveles de degradación en Ipiales, tanto como que los amigos lo llevaran, desde debajo de los billares de algunos cafetines, en un lamentable estado.
Quizá la novia antes no le había conocido esta personalidad, de la que hasta Campito, un tío de Heriberto, había sido testigo, junto a un médico que se preciaba de ser amigo suyo y que el alcohólico conocía mucho, quizá porque lo estimaba su amigo o porque también había sufrido estas bajas condiciones.
En alguna ocasión, el mismo Heriberto supo que la intención del supuesto médico había sido solo tener un hijo con su novia, pero que jamás lo logró y, quizá por eso, había incumplido la cita en la fecha acordada para el casamiento.
Después de esta odiosa realidad, la madre de la novia, quizá con el objeto de evitar mayores complicaciones en el futuro que le esperaba a su hija, recuperó las misivas que le había dirigido al Ecuador, país en el que, evidentemente, el sujeto en cuestión había estudiado Medicina, sin que jamás terminase la carrera.
Para traer a colación el refrán “No hay mal que por bien no venga”, amén de las dificultades consecuentes de Heriberto, Saavedra, ahora funcionario de Braniff, al reconocer las capacidades de su amigo, hizo que lo invitaran a trabajar con la empresa norteamericana; algo así, Heriberto, antes, había esperado, a menudo, para cambiar su situación económica, que le mejorara su status, en su sendero, quizá determinado por el destino.
Era obvio, entonces, que la aceptara para asumir su posición de Revisor de fletes de Braniff, con un salario de 900 pesos mensuales, para dejar atrás, con alguna tristeza, a una institución que le había brindado la estimación de todos sus compañeros, a quienes, en virtud de tal condición, nunca ha olvidado y que, en cualquier momento, como habría de suceder, con el paso del tiempo, le servirían. Esto, de nuevo, hizo que Heriberto retornara a la senda de la virtualidad, tratara de olvidar su fracaso sentimental, por una parte, y pretendiera, por otra, constituir otro tipo de vida más justo con sus ideales.
Así, aceptó varias oportunidades que se le presentaron, en mejora de su porvenir, por lo que nunca había dejado de luchar; estudió inglés en el ILCA e IPA, instituciones técnicas de estudio, no solo del idioma, sino de su fonética y fonología. El amor no fue ya su ilusión; todo lo había perdido, solo lo material hacía cuna en su yo y para esto siempre tuvo suerte. No transcurrió mucho tiempo en su existencia y un buen día un amigo, Eduardo, quien había vivido a su lado en el hogar de la jamás olvidada Viejita, le trajo una noticia, otro aspecto que tocaría su espíritu; le dijo que fuese a recibir, en casa de Alirio, quien vivía con su hermana Fanny, un encargo que le enviaban sus padres desde Pasto.
Gran sorpresa, porque no podía entender este hecho; se trataba de quesos y pan, lo que en su mente nunca hubiera imaginado; antes jamás había sucedido; de todos modos, era preciso creerle y accedió a ir de visita a ese hogar; su formación, desde la niñez, forjada con entereza, dinámica, con el ejemplo de sus padres, le había consolidado una personalidad triunfadora, ajena a la no aceptación de los desafíos que el mundo, en múltiples instancias, le deparase.
En el momento oportuno, quizá un fin de semana, accedió a hacer la visita y, con el famoso «Sapo», que así llamaban a Eduardo todos sus amigos, desde la época de estudiantes colegiales, en su tierra natal, sobrenombre que ahora se consolidaría en esta visita, decidió hacerla. Una vez en casa de Jorge y Fanny, quienes los atendieron con cordialidad, Eduardo, un poco confundido, le expuso la real razón de su presencia, que denotaba con claridad que todos conocían el encargo referido.
El disgusto, la sorpresa, lo inesperado, se aunaron en un solo sentimiento, cuando apareció en la sala una dama, gordita, quemada por el sol, relativamente baja, pero arrogante, podría decirse, segura de sí misma y que llevaba un anillo de compromiso en su mano; era, nada más ni nada menos, la antes muy amada de Heriberto, la de antes a aquella significativa carta que había recibido en tiempos que parecían haber pasado al olvido.
El corazón, muchas veces, no puede ser confiable o, tal vez, guarda en sus interioridades rezagos de lo que pudo ser un amor como él había querido que fuese en otra hora.  Enmudecido y desorientado, la observaba y dudaba de su presencia y traspasado su pecho, le latía fuertemente el corazón, sin que él mismo alcanzara a entender la razón de su estado.
Cuando las cosas son del espíritu, por más que se intenten auto-explicaciones, difícil es establecer la verdad; lo cierto es que el pasado, que había pretendido olvidar, había renacido en este instante y una lejana neo-esperanza, no con la pureza de otros tiempos, renovaba una nueva vida, en el contexto que reiniciaba otra faceta vital y, así, era fácil entender, se manifestaba la intencionalidad de quienes actuaban, que envolvía la voluntad y el querer de Heriberto; pero llegó el momento de despedirse, sin que se negara un volver a verse, implícito, por lo menos, en uno de los dos corazones.
No aparece en los recuerdos, por el momento, un nuevo encuentro, pero la historia sigue su caminar por el sendero de un futuro incierto, amén de las cambiantes circunstancias, que indefectiblemente habría de darse.






















XI

Dada la llegada de un hermano de Heriberto al hogar de La Viejita, por traslado desde la Base militar de la Fuerza Aérea Marco Fidel Suárez, de Cali, a la Base de Bogotá, hubo la necesidad de cambiar de alcoba, una más grande, para convivir con él, con el subteniente Memo, quien trajo, sin pensarlo, alivio a los innumerables pensamientos negativos de su hermano.
Vale la pena señalar que Alda, presentada por Memo a la Fuerza Aérea, tuvo la oportunidad de trabajar allí como secretaria, hasta cuando la situación, más adelante, habría de cambiar.  
La Historia jamás se detiene, el pasado nunca se olvida y pervivirá por siempre, así existan momentos que amainen, mínimamente, los sobresaltos sufridos y, por fortuna, acogidos con valor y entereza, no obstante pervivan aspectos negativos de la débil naturaleza humana.
La labor de Heriberto, en Braniff, se fortalecía cada día, lo que lo hacía digno de la estimación tanto de sus compañeros inmediatos, en la oficina, como de sus superiores, en todas las actividades que le asignaron. No le resultó difícil adelantar lo de su pertinencia, en las relaciones de la empresa con su clientela y, por consiguiente, en virtud de la moneda que se manejaba, esto es, el dólar, se le había abierto otra posibilidad de ingresos, pero sin que lo conociera la gerencia. 
Por cuanto en sus actividades tenía que ver con dinero en efectivo y, en variadas ocasiones asistía al aeropuerto, encontró la oportunidad de recibir a los viajeros de Braniff, en las mismas escaleras, lo que aprovechaba para comprar la moneda extranjera que, muchas veces, ya había vendido en las Agencias de Turismo en Bogotá, significando un punto, por lo menos, de utilidad, ya que si compraba el dólar a 7.50 lo vendía a 8.50.
Su situación económica había mejorado notablemente y así había retornado a sus vivencias del siempre esperado deseo de hacer de Alda su esposa; ahora, tenía los medios para constituir un hogar, no obstante las dificultades pasadas, pero, respecto a los asuntos del amor, jamás resultaron ajenos en su corazón y si bien palpitaba con pequeñas diferencias, su intensidad nunca le había faltado.
Para que este proyecto se convirtiera en una realidad, desde el momento en que la vio, por primera vez, en Bogotá, las condiciones llevaron sus vidas a la restauración de sus relaciones; primero, a través de las llamadas telefónicas; luego, con las visitas al hogar de Jorge y Fanny, quienes, junto a los parientes, habían cambiado de residencia, en la que nunca lo rechazaron; todo lo contrario, era bienvenido por todos.
Por cuanto suponía la existencia aún de la relación de Alda con el pretendiente con quien había querido contraer nupcias, Heriberto le pidió que le escribiera para dar por terminado, definitivamente, ese compromiso; así fue y, con la ayuda de su amiga Yolanda, escribieron la misiva. Alda, por sí sola, no se sentía lo suficientemente capaz para hacerlo, pero por necesidad y expreso pedido, ahora debía hacerlo o no habría tenido nada más que esperar.
Se inició, entonces, un serio compromiso que, en definitiva, concluiría con el matrimonio. Una vez, solo una vez, aceptó una invitación a un restaurante; no supo Heriberto una razón válida para esta negativa, pero la intuía. Quizá sus hermanos no se lo permitían o su amor jamás se había consolidado. De todas maneras, sí hubo aceptación y su deseo de casarse era evidente. Todos estaban plenamente de acuerdo y las limitaciones eran obvias, en una familia que siempre había tenido un comportamiento sano.
Heriberto, por estas divergencias, no podía desmayar en su empeño; ya se ha manifestado antes que su personalidad, consecuente con su formación, era la de un triunfador; además, Alda, pese a algunas diferencias de ser, tal como la conoció años atrás, era una muchacha digna, todavía inocente en muchas cosas.
Vistas de este modo las circunstancias, cotidianamente se fortalecía la relación, en los siguientes, quizá, seis meses de noviazgo, sin que, como es natural, dejaran de presentarse, a menudo, algunas diferencias que nunca desmejoraron sus planes; al contrario, mediante charlas telefónicas, el sendero que llevaba a la construcción de su cometido, en todos los instantes, se hacía más atractivo y era seguro su caminar hacia un nuevo destino.
Pronto, sin saber el motivo, don Tulio, padre de Alda, llegó a Bogotá y, por insinuación de todos en este entorno, Heriberto le pidió la mano de su hija, pero advirtió en él, sin dificultad, la sorpresa, al expresar entrecortadamente la existencia de su compromiso anterior. Al final de cuentas, nada tuvo que oponer y estuvo de acuerdo con el querer de su hija; fue idea de sus hijos que el matrimonio se realizara con la presencia de su padre, para, tal vez, alcanzar una ayuda pecuniaria para la celebración.
Este deseo no fue posible de cumplir, por cuanto era preciso planear con mayor tiempo y cuidado el cumplimiento de los requisitos implícitos en este tipo de ceremonias y don Tulio tenía urgencia de regresar a su tierra natal. Lo importante se había resuelto, esto es, la aceptación de las familias de los contrayentes; en seguida, se fijó el 29 de junio de 1961 para la boda; se habló con el cura de la parroquia pertinente y así empezó la preparación del caso.
Heriberto buscó, en vano, a su amigo y director espiritual, el padre Jorge Vélez, sacerdote jesuita, quien, en la época del Bachillerato, en el Colegio San Francisco Javier, había sido su protector desinteresado, ante algunas dificultades que, por algunos hechos debidos a su temperamento violento, había enfrentado. Lo buscó con el ferviente deseo de que él fuese quien bendijera su matrimonio, pero sin conseguir su cometido.
Alda constituía, para el contrayente, una muchacha de casi 18 años de edad, hermosa, diferente a cómo la había visto, por primera vez a su arribo a la capital, a la que siempre consideraron, en su pueblo natal, como la niña más hermosa de la región, tanto por su espiritualidad como por su presencia física; los pequeños deslices cometidos no habían sido otra cosa que frecuentes apreciaciones equívocas, propias de la adolescencia. El hombre, en ese entonces, le daba mucho valor a la belleza física de una mujer y su carácter lo había llevado a considerar, sea quien fuere, que tenía el derecho de proponerle lo que quisiera a las representantes del género femenino.
La mujer, en cambio, entre más inocente fuera, no observaba en el hombre quién fuera o de dónde viniera; es muy cierto que el amor es ciego, por tanto no procuraba determinar su moral, su comportamiento; en una palabra, su personalidad; no obstante, se reservaba el derecho de disponer, con acierto o equivocación y, con mayor razón, ante el incumplimiento al compromiso jurado, solo quedaría el recuerdo de “no me olvides nunca”.  En su caso de contrayente, la formación de su niñez y la naturaleza le habían otorgado todas las virtualidades requeridas para la constitución de un hogar, las que fueron evidentes durante toda su vida; esta vez parecía no haberse equivocado, porque, de modo diferente, su prometido gozaba también de las virtudes que un joven debía tener, quien aspiraba a ser su esposo.
En la época, era casi natural el interés de todos los novios llegar, lo más pronto posible, al altar que bendijese su unión; los familiares de ella, en tal instancia, determinaron los padrinos, que el contrayente desconocía y solo se los presentaron a último momento. Los gastos, por costumbre a cargo de la familia de la novia, los asumió, en su totalidad, el contrayente.
Así, llegó el día señalado, tan esperado por Heriberto, con muy pocos invitados; ningún familiar por parte de él, pero sí sus amigos, los compañeros de trabajo, tanto de Braniff como de Avianca y, después de una sencilla recepción, en la residencia de la familia de ella, viajaron, por el sendero de su luna de miel, hacia Girardot, donde pudieron permanecer durante quizá tres días, de los que él disponía de permiso.
No podía faltar, como imprudente acompañante, «El Sapo», quien, reconstituido de su embriaguez, regresó a Bogotá. Mientras tanto, parece, por lo menos, de parte del esposo, que había satisfecho sus ilusiones, se podía considerar el hombre más feliz de la tierra, pues había logrado su cometido, que había existido desde cuando era un adolescente. En este momento, contaba con 23 años de edad y se consideraba muy capaz de asumir con responsabilidad todo lo que viniese, en el espacio y en el tiempo, del futuro.




















XII

De regreso a Bogotá, se instalaron, primero, en la casa de los familiares de Alda; luego, en el apartamento de él, en la residencia de La Viejita, durante muy corto tiempo, mientras conseguían una casa en arrendamiento en el Barrio Ciudad Jardín, compartido con su compadre Fernando y esposa, y su hermano Memo.
Sería difícil negar que la felicidad podía, con facilidad, advertirse; incluso, la compañera no dudaba en salir con prontitud a abrirle la puerta, todos los días, a la hora en que su esposo regresaba del trabajo, aunque no fue por mucho tiempo que esta agradable y feliz estadía durase, pues Braniff, al conocer las actuaciones de Heriberto, en la compra y venta de los dólares que ingresaban sus clientes pasajeros, decidió despedirlo; habían transcurrido solamente seis meses de bonanza.
Era costumbre de la empresa obsequiar con un pasaje de ida y regreso, al norte, a Estados Unidos, si el funcionario había permanecido, mínimo un año, o al sur, hasta Buenos Aires, Argentina, si su permanencia hubiera sido al menos de seis meses. Este fue el caso y la empresa le ofreció, a su saliente funcionario, un tiquete a Buenos Aires, que no aceptó, sin consultarlo con su esposa, porque estaba ya encinta y temió por la vida de su retoño, dadas las dificultades que observaba en el embarazo; de haberlo hecho, la hubiera sometido a un vuelo, para entonces, demasiado largo, ya que no se vivía aún la era de los jets, que hoy son tan veloces.
Al quedar sin trabajo en Braniff y, al tener en cuenta el aprecio y los excelentes amigos que había dejado en Avianca, solicitó su retorno, el que, sin dificultades, le aceptaron, en el mismo cargo que había tenido cuando renunció; obviamente, su salario se redujo y quizá no devengaba más de 500 pesos mensuales, cantidad que desmejoraba notablemente sus ingresos para hacer frente a las nuevas responsabilidades que se sumaban a su hogar, ahora con compromisos mayores junto a su familia.
En cuanto a sus relaciones de amistad se refiere, sus vínculos no habrían de desaparecer; por el contrario, se fortalecieron más, en especial con su jefe, Jaime Vanegas, y con Ernesto Sánchez, al principio, su protector. No obstante, desde Braniff, lo implicarían en algunos conflictos jurídicos que, desde su labor en tal empresa, se habían suscitado por el manejo de los dólares, en sus transacciones con los pasajeros; pese a todo, no interfirieron, por el momento, en sus relaciones, pero sí en el futuro, ante Covinoc, entidad encargada de restar posibilidades crediticias a sus demandados; quizá esto no llevó a Heriberto, en gran medida, a la obtención de lo que fuera necesario a través del crédito oneroso, sino a la adquisición de lo que requería en pago en efectivo. 
Para entonces, ya había nacido su primera hija, Alenita, la felicidad era mayor y los propósitos, tras dejar el apartamento que compartían con sus compadres, la familia Jaulin, cambiarían. Sí, evidentemente, y después de conseguir una amplia casa, también en alquiler, por insinuación de Memo, llevaron a su madre y hermanos a Bogotá, lo que todavía desmejoró más sus cortos ingresos, dados los gastos que esto significaba.
El salario mensual que recibía de Avianca, en muchas oportunidades, se redujo a cero, por los descuentos de Cooperativa, el importe de los mercados para el hogar, ampliado notablemente con la llegada de la familia. Se necesitaba, en alguna oportunidad, tener más dinero para el pago de matrículas y pensiones de sus hermanos, no obstante todo el apoyo de Memo.
Precisó buscar la forma de que lo retiraran de Avianca, para lograr lo que, jurídicamente, se denominaba pre-aviso, consistente en 45 días de salario. Así sucedió y, con ese valor, pudo pagar lo que adeudaba, pero constituyó un desajuste notable y tuvo que enviar a Alda y a la niña a su pueblo natal, al hogar de sus padres, mientras conseguía un nuevo cargo. Para la época, su padre vivía en Pasto, en su humilde residencia, que esperaba vender para poder, también, viajar a la capital.
Las dificultades aumentaron y Heriberto resolvió viajar al lado de su esposa; permanecieron por corto tiempo en Ricaurte, lugar en el que, después de nadar en el charco Diego, del río Güiza, advirtieron que Alda estaba, por segunda vez, encinta. Regresaron a Pasto, a casa de su padre, donde permanecieron hasta cuando se pudo negociar la casita de don Enrique, dinero con el que Memo pagaría la cuota inicial, posteriormente, de una residencia en Cali.  
Su estadía en Pasto fue aproximadamente de seis meses y llegó el momento, pero con las esperanzas de un cargo en la Caja Agraria, mediante la colaboración de Glauco, excelente persona, primo de Alda y funcionario profesional de la institución en referencia, de viajar, conjuntamente con don Enrique, su padre, quien había negociado ya la vivienda, el último de sus haberes, a Bogotá.
Dicho y hecho, con los pocas pertenencias, utensilios de hogar, en un vuelo de la Fuerza Aérea, conseguido por Memo, iniciaron su viaje a su nuevo hogar en la gran ciudad. Allí todos sus familiares y amigos, con aparente satisfacción, los esperaban.
Entonces, sin que lo notaran los demás, excepto su esposo, empieza el viacrucis de Alda, la hermosa y joven mujer; sus virtudes constituyen un espíritu fuerte y se dedica, a plenitud, a las labores propias de su estado, pese a su embarazo del nuevo retoño; sus ilusiones quizá se habían visto frustradas, pero la entereza de carácter, su formación de niña le permiten sufrir en silencio su nueva vida. A los siete meses aparecen las contracciones propias de su condición y su esposo la traslada a una clínica cercana, en el mismo barrio de su residencia, en la que llega al mundo su segunda criatura, esta vez un varón, al que se llamó Enrique, en honor a su suegro, quien, para la época, había conseguido un cargo en Piedecuesta, Santander, en una tabacalera.
Los hijos crecen en el tiempo y espacio, en medio de las dificultades, pero Heriberto logra su vinculación a la Caja Agraria, en la localidad de Cáqueza, Cundinamarca, a la que, después de llenar los requisitos pertinentes, se traslada de inmediato; su salario, después de la salida de Braniff, había venido en decadencia, pero su lucha había continuado; quiere demasiado a su esposa e hijos, para no seguir en procura de un triunfo. 
Mientras tanto, de nuevo, los suyos cambian de residencia, pero en el mismo barrio, y Heriberto los visita muy poco; su actitud se debía a la imposibilidad de brindarles una ayuda mejor y a saber que su hermano Memo tenía ahora a su cargo a todos, además de contar con lo poco que su padre les enviaba.
Después de algún tiempo, a consecuencia de su buen comportamiento, lo trasladan a la población de San Bernardo, en el mismo Departamento, como auxiliar de contabilidad, lugar en el que muy pronto, dado el conocimiento adquirido, como antes se ha dicho, en la Escuela Nacional de Comercio, Facultad de Contaduría Pública, y las buenas relaciones que había logrado establecer debido a su empatía, con los lugareños y extraños, hace amistad con el rector de la Normal, Licenciado Guillermo Rodríguez, un sincero admirador de su saber.
Luego de algún tiempo en estas funciones, decide traer a su esposa y a sus dos hijos y reinicia así una nueva liberación de su, quizá, accidentada existencia; retorna a la felicidad, supuestamente fundamentada, hacia otro paraje de sus vivencias, pero también sus capacidades inciden en un nuevo traslado, esta vez a Boyacá, a la población de Paipa, lugar turístico, como Secretario Contador de la empresa. Obviamente, esta es una nueva razón para que decidiera trasladar, otra vez, a sus seres queridos a Bogotá.
En esta ocasión, sus labores son más difíciles por cuanto, a más de la intensa cotidianidad, tiene mensualmente que elaborar el balance y presentarlo en la sede principal, sin lugar a cometer errores que desmejorasen sus calidades de buen funcionario; su situación económica, desde luego, ha cambiado y cumple con eficiencia su trabajo. Es tal su buen desempeño que sabe que lo van a nominar para el desempeño del cargo de Director de la agencia de La Calera, población cercana a Bogotá.
En la hermosa tierra boyacense, en Paipa, lo visitan su madre, Carmelita, y el amor de su vida, Alda, quienes llenaron su espíritu de satisfacción por los triunfos de Heriberto y sus ansias de progreso que, de seguro, se convertirían en una realidad; plenas de confianza, dieron por terminada su visita y regresaron a Bogotá, después de conocer con amplitud los hermosos lugares de esta población.
Da la impresión de que a Heriberto lo habían destinado a que permaneciera pocas temporadas en los lugares a los que lo asignaban; Guillermo Rodríguez, su amigo en San Bernardo, lo llamó telefónicamente para ofrecerle la Secretaría Académica de la Normal que él dirigía. Obviamente, ofrecimientos de esta naturaleza ampliaban, cada día, sus expectativas y no podía negarse a aceptarla. En definitiva, Heriberto parece que había nacido para aceptar desafíos, para continuar por el sendero que el Poderoso le brindaba, para caminar por él sin jamás perder la esperanza de que llegaran tiempos mejores para los suyos.
Renunció al cargo en la Caja Agraria, agradeciendo siempre a Glauco, por su solidaridad, y de inmediato viaja a San Bernardo, para asumir, previo el lleno de los requisitos pertinentes, el cargo que le habían ofrecido; con Rodríguez, Rector de la Institución educativa, y su inmediato jefe, estableció una excelente amistad, que nunca saldría de lo más hondo de su ser.
Esta actividad la adelantó de la mejor manera posible y fue del agrado de sus compañeros, de todos quienes dependieron de sus funciones; también le asignaron cátedra como profesor de inglés y de Contabilidad, preparación con la que fortunosamente contaba, ya de tiempo atrás, para poder ejercer su magisterio.





















XIII

Comienza, en el sendero inevitable de un futuro incierto, otra etapa de la vida de Heriberto, que camina en procura del cumplimiento de los ideales que se había forjado desde temprana edad. Jamás podrían desaparecer unos sueños hondos y bien cimentados que, antaño, habrían de consolidar un destino, pero hecho a voluntad y condición de su propio yo, o de otro yo existente en su complejidad.
Fue, otra vez, el tiempo y el espacio para gozar de la presencia de su nunca olvidado amor, Alda debía estar a su lado, permanentemente, si se quiere, en la ya accidentada existencia de su vida, esto es, en las buenas y en las malas, mas nada es preciso aceptar como realidad y cumplimiento de proyectos que no se sujetasen a eventualidades, por fortuna componentes de la proyección del amor. Alda nuevamente estaba encinta de su tercer retoño, siempre resultante del amor y de las condiciones que una naturaleza sin ofensas le brindaba.
Uno de esos días, en San Bernardo, surgió en su mente la necesidad de viajar a Bogotá, fuera como fuere y, porque el impulso fue incontenible, lo hizo. Cuan inmensa alegría al saber que se trataba de la llegada, sin consideraciones, de otro retoño que, seguramente, engalanaría el futuro de su existencia. Inmenso gozo y satisfacción de ver que la felicidad prevalecía por encima de las dificultades. Un nuevo ser de esperanza y futuro abría sus ojos a la luz de las ilusiones de quienes siempre confían y han confiado en la verdadera lucha de su Deber Ser.
No podrían negarse las dificultades que casi imposibilitaban la atención de su esposa e hija en la clínica de La Samaritana, pero la vida de los seres justos es grandiosamente obsecuente y justa. Heriberto, formado ya en la Universidad de la Vida, había constituido una personalidad fuerte, sólida y capaz de afrontar cualquiera de las dificultades que el mundo le deparase; así no le fue difícil legalizar todo lo pertinente a esta nueva experiencia de su ya consolidada variable vida. Una vez más, fuera de estas casi necesarias acciones del sistema, con felicidad y satisfacción pudo llevar a su esposa y a su nueva hija, Anita Lucía, a San Bernardo.
La vida trascurre sin que se evidencie, a veces sin notarlo, la existencia de una mejor vida de la esperanza, constituida, pero atravesada por inconvenientes, que tocan con la politiquería del sistema vigente. En su labor como profesor, también, en alguna ocasión, en que el encargado de la disciplina, los días domingos, no pudo llevar a los alumnos del internado a la misa obligatoria, por la Iglesia Católica en ese entonces, tuvo que reemplazarlo y asistir con ellos al ritual. Cuál fue su sorpresa cuando oyó que el cura celebrante, a la hora del evangelio, desde el púlpito, expresaba: “No estamos bien en nuestra católica población. Un personaje, no bienvenido, está presente con los alumnos, en la santa iglesia y no debemos permitir esto, porque se trata de quien no comulga con los principios religiosos de la Iglesia”.
Palabras más, palabras menos, como era obvio de esperar, el cura le había echado encima a los feligreses y era sano salir antes de que la misa terminase y pusiera en peligro su integridad, puesto que se trataba de pobladores quizá manejados por la derecha, quizá de extrema, como era fácil observar en ese entonces en las instituciones de dirección y los politiqueros, en general. Esto se había dado como consecuencia de los vivas que Heriberto, con algunos tragos encima, había gritado: “¡Viva Cristo y el partido socialista!” Sin embargo, sus relaciones con varios de ellos, incluso con la policía, nunca habían ido más allá del peligro previsto.
El rector del establecimiento no le dio mucha importancia al hecho y siempre compartió muchos de sus ideales con el Secretario Académico; tomaban sus tragos juntos y, en otra ocasión, hasta participaron en apoyo al equipo de basquetbol de la ciudad de Tunja, de la Universidad Pedagógica, en el Departamento de Boyacá. Sus amigos profesores más cercanos jamás dejaron de serlo y algunos eran partidarios, también, de sus principios ideológicos. Gregorio Palomeque y Héctor Rodríguez, oriundos del Chocó y Boyacá, respectivamente, fueron sus contertulios y partícipes de sus sanas parrandas, encabezadas por el Rector. Respecto a los demás compañeros, colegas y empleados, jamás existieron desavenencias; aparentemente, todo marchaba en buena camaradería. El progreso de la institución era muy notorio y el cumplimiento de la parte económica eficiente. 
En cuanto a la zona se refiere, la tenían en cuenta como peligrosa, porque no había sido ajena a la violencia política del país. San Bernardo, como una población altamente dominada por el partido conservador, quería imponer sus criterios a como diera lugar, más todavía si se tiene en cuenta que, en toda la zona del Sumapaz, especialmente Pandi y Cabrera, eran políticamente opuestos; a esta última la dominaba Juan de La cruz Varela, con cinco mil hombres, de fusil al hombro.
No se puede eludir que a Heriberto lo veían bien en estos parajes, dada su convicción de izquierda, pese a que no existía nexo político alguno; de seguro esto explicaba, el pensar oculto o soterrado de los habitantes de la zona de derecha, en esta instancia. Alda se mantenía ajena a estas circunstancias, hasta cuando un día alguien desconocido, muy sutilmente y en su propia residencia, le preguntó que dónde estaba su esposo en ese momento; aún inocente sobre los avatares de la existencia, le manifestó que posiblemente en el parque, pero el infortunio no estaba del lado de Heriberto. Prevenido por sus compañeros, Héctor y Palomeque, conoció del interés de quien lo buscaba y se ocultó, porque en esta ocasión se trataba realmente de matarlo. Y no fue solo esta vez el intento, pues, al salir de la casa Albilio, hijo de los dueños del domicilio en el que vivía Heriberto, en horas tempranas de la noche, lo atacaron con un machete, sin consecuencias fatales, porque, al reconocerlo, le expresaron:
— Disculpe, joven Albilio, lo confundimos. — Ciertamente, Albilio tenía un enorme parecido con Heriberto.
Otras tantas veces, de esta naturaleza, se dieron estas tentativas, pero nunca hubo consecuencias trágicas. La verdad es que existían intereses de matar o asustar a Heriberto para que, pueda entreverse, abandonara la zona; no obstante, la necesidad de la sobrevivencia y el ingreso pecuniario primaban y continuó en su cargo.
Un personaje de apellido Rozo, reconocido y temido delincuente adinerado, un día visitó a Heriberto en su propia residencia para sobornarlo, pues abogaba por su hijo, quien había perdido el año escolar; ante el ofrecimiento, con entereza le respondió que no estaba para esas trampas, de promover a quien no se lo merecía y le pidió, cortés, pero notoriamente disgustado, que se retirase de su casa; no podría dudarse que se había ganado otro enemigo.
Al enterarse del hecho, el Rector y sus colaboradores inmediatos aplaudieron su actitud, sin que dejara de notarse la incomodidad de otros; tanto Guillermo Rodríguez como Heriberto muy pronto cayeron en la cuenta de que ya no los querían en este lugar. Pronto se conoció la noticia de que al Rector lo trasladaban y, en su reemplazo, vendría un miembro del Opus Dei, noticia que puso en peligro la permanencia de Heriberto como Secretario Habilitado y profesor y, al final, habría de significar también su traslado. No tardó mucho tiempo en que se diese el traslado de Guillermo y, por consiguiente, la llegada de su reemplazo.
Heriberto no recuerda el nombre de ese ciudadano porque la antipatía que, desde el principio, fue notoria en todo el personal, tanto de algunos docentes como de varios de los demás trabajadores, él tampoco pudo evitarla, más aun cuando el nuevo Rector, también así la evidenciaba hacia el Secretario y era expreso que lo trasladarían.
Dadas estas circunstancias y al tomar en cuenta que su estadía en la zona se había tornado realmente peligrosa, decidió enviar a su familia, nuevamente, a Bogotá; era el momento, porque incluso se presentó un nuevo ataque, por parte, esta vez, de Rozo, menos mal, sin tragedia personal que lamentar, pero sí con la dureza en las manifestaciones ofensivas, de parte y parte.
Más temprano de lo esperado, llegó la orden de traslado a la población de Útica. Jamás pensó Heriberto aceptar esta orden y decidió, muy equivocado, para el futuro que se le venía encima, abandonar el cargo sin renunciar. Esta actitud, para recurrir a una frase popular, fue darle papaya al Opus Dei, para que no solo lo acusara de abandono del cargo, sino de no presentar cuentas económicas de su labor en la posición que había ocupado.
Sin procurar defensa alguna, vino a su mente, al pensar en lo que habría de suceder, viajar a Santa Marta, ciudad desde la cual podría salir del país hacia Alemania, ilusión que, a menudo, le había surgido; con la anuencia de su esposa, así lo hizo y así se da el comienzo de un nuevo sendero, indudablemente espinoso, para su caminar por el mundo.
Alda y los tres niños, después de algún tiempo en Bogotá, viajaron a Pasto, al hogar de su madre, no sin antes enviarle algún dinero a su esposo, quien sufría dificultades en Santa Marta. Este dinero jamás se lo entregó Castro, un conocido de Heriberto, quien había de viajar también a Santa Marta con la intención, posteriormente, de hacerlo a Alemania.





XIV

La estadía de Heriberto en la Costa Atlántica la pasó en un hotelucho cualquiera, pero cercano a la Avenida de la Playa de Santa Marta y al puerto carguero, el que cotidianamente visitaba, con el interés de poder embarcarse. La situación se le hacía cada vez más difícil, por cuanto no encontraba las posibilidades de viajar a Europa, como era su deseo. Mientras tanto, al escribir uno que otro poema en un grill, lo abordó el bajista del conjunto que allí tocaba y, al darse cuenta de su quehacer, le pidió que le hiciera un acróstico para su novia; así lo hizo y le agradó al músico que, a renglón seguido, le preguntó si sabía cantar; le contestó que sí; entonces, el músico le ofreció que cantara en su conjunto, pero que interpretara la guitarra.
Con sus rones adentro, algo ebrio, lo pensó dos veces y le respondió que nunca había tocado una guitarra eléctrica y tenía desconfianza de poder hacerlo.
— No es difícil, — le dijo el joven artista —; si se anima, estoy seguro que lo logrará, — le insistió.
Animado por tal certeza, aceptó hacerlo; su estado y ausente de sus seres queridos lo impulsaron a lanzarse a la escena; siempre, en sus parrandas, lo había hecho, cantando lo que más le gustaba, Lejos de ti, Borinquén, el bolero, quizá el primer bolero, grabado por el trío Los Panchos, de reconocida fama.
Subió al escenario, tomó la guitarra y, bien acompañado por el conjunto de jóvenes músicos, inició su actuación ante un público que no era costeño, sino del interior del país; en principio, sintió que pisaba un suelo de algodón y le daba la impresión de que se hundiría en él; los primeros aplausos cambiaron el suelo de algodón por acero; lograba, con éxito, el favor del público y del conjunto musical. Por fortuna, las melodías que conocía estaban acordes con el género que gustaba a los asistentes al grill Venecia, lo que le significó que actuara durante quince días, sin que, en ningún momento, faltara el aplauso estimulante a su incipiente vida de artista.
Así las cosas, un día vio la oportunidad de embarcarse como polizón en la bodega de un barco, con destino a su ilusión; llegado que hubo, cerca de las costas de Puerto Rico, lo descubrieron y remitieron sin camiseta, sin blusa, al aire libre, en una embarcación pequeña y veloz, sometido al sol y al viento, que le quemaron las espaladas, casi de gravedad; desembarcado en Santa Marta, fue a un hospital para hacerse las curaciones que lo recuperaran de sus quemaduras.
Transcurrían ya tres meses de su estadía en el puerto y no encontraba otra alternativa sino cambiar de rumbo, esta vez hacia el sur; pensó en el Ecuador y, como debía dinero en el hotel, tomó lo que pudo, pero dejó dos maletas con ropa buena y, lo peor, con el álbum de fotografías de sus seres queridos, de sus tres retoños. Parte de estos enseres los recuperaría su hermano Memo, en uno de sus viajes a esta ciudad costera del Caribe, pero no, y hasta hoy, le ha sido factible volver a tener en sus manos las imágenes de sus seres más queridos, su esposa y sus hijos.
Sin comprar pasaje alguno, abordó el primer bus que saliera hacia el sur, no importaba hasta qué lugar, pues su interés era llegar, lo más pronto posible, a Pasto y de allí continuar su viaje; se bajaba de un bus y, de inmediato, subía a otro, sucesivamente, sin descanso y sin dormir, o muy poco, hasta cuando llegaba a su primer destino. Inmensa fue la felicidad al tomar en sus brazos a su esposa y sus tres retoños y más triste le resultaba pensar que solo esa noche de su llegada gozaría de su presencia, dormiría y continuaría, al día siguiente, su viaje hacia el Ecuador.
Efectivamente, procedió, con mucha pena y dolor, a continuar con otra variable de su existencia; una vez en Ipiales, previo arreglo de su documentación, pasó a Tulcán, primera ciudad del norte ecuatoriano; de inmediato, tomó asiento en un bus que iba directamente a Guayaquil. En esa ciudad, sabía que un amigo, un gran amigo, a quien jamás volvería a ver después de este episodio, Hernán Buchely, se encontraba estudiando Ingeniería, quien, con posterioridad, según algunas informaciones, se habría visto envuelto, quizá, en similares circunstancias y hasta la muerte. Jamás ha podido olvidar a este solidario compañero, quien siempre vivirá en lo más hondo de su corazón.
A él acudió y muy presto a sus desventuras le prestó todo el apoyo que solamente un ser noble, sincero y sano puede brindar; le permitió o, mejor, lo invitó a que se quedara en su apartamento, en el que organizó su lecho sobre periódicos. Pronto, consiguió trabajo en 5, 6 y 7, apuestas del velódromo, y en el Totogol, juego de apuestas que existía en otra hora en ese bello país. Esta fue la forma de desenvolverse mejor y gozar de algunas entradas pecuniarias, que le permitieron mejorar su situación hasta cuando, una mala noche, después de terminar su labor y dado algún desafuero, lo asaltaron y le vaciaron los bolsillos de lo poco que llevaba.
Hecho a los infortunios, en esta intensa época de su vida, este hecho no incidió en su férrea voluntad de seguir el camino por el duro sendero que quizá el destino le había deparado. Luego, conoció a un personaje vallecaucano, oriundo de Sevilla, quien le ofreció trabajo en el Perú, hacia donde él, a menudo, viajaba para inyectar ganado, entre Lima y, su puerto, El Callao. Dispuesto a afrontar lo que se le presentase y al advertir las buenas intenciones de su nuevo conocido, Adalberto, aceptó la oferta y, más temprano que tarde, viajó con él hasta esa zona, en la que no solo aprendió a inyectar vacunos, sino equinos, aprendizaje que, luego, le serviría para hacerlo con seres humanos.
Solo dos o tres veces llevó a cabo esta labor y regresó nuevamente a la ardiente Guayaquil, sobre todo en la época decembrina, otra vez al apartamento de Hernán; no obstante la nostalgia que fatigaba su alma, al no tener a su lado a sus seres impulsores espirituales, de algún modo pudo vivir con alegría las locas festividades guayaquileñas, junto a su excelente amigo.
El tiempo transcurría de modo inexorable y el corazón, atravesado duramente por la ausencia y el deseo de tener cerca, muy cerca, a sus seres del corazón, debilitaba, poco a poco su voluntad, amén de las misivas que había recibido de Alda, quien, por sugerencia de otro amigo, Chepe Maya, lo invitaba a que laborara en Pasto, como profesor.  Ante esta oportunidad, dio por terminada la estadía en el país hermano y se impuso el regreso a Colombia. Después de agradecerle a Hernán y a un compañero venezolano, de apartamento y de estudios, viajó, lo más rápido que pudo, hacia su nuevo destino.
Precisamente en época del Carnaval de Negros y Blancos en Pasto, arribó a la nueva residencia del hogar de doña Leonor, su suegra; la alegría, después de los tres últimos meses de ausencia, fue indescriptible. Gozaba, otra vez, del calor de un hogar, pero sin que obviase su preocupación por una supuesta denuncia, que había interpuesto el Opus Dei, a raíz de lo sucedido en San Bernardo.
Una nueva sorpresa lo esperaba. Alda estaba encinta de un nuevo retoño, Jane Alicia, a quien, como a todos, se esperaba con la ilusión que los hijos les traen a sus padres, pese a las dificultades que se estuviesen viviendo; además, la oferta de nombramiento en el Departamento de Nariño, como profesor de primaria, teniendo en cuenta que gozaba del escalafón requerido, fue una realidad. Chepe Maya, entonces supervisor de educación o, quizá, ya Secretario de Educación Departamental, produjo el nombramiento correspondiente, que lo ubicaba en la población de La Florida, en el cargo de maestro seccional, de la escuela de varones.
Una vez nacido, en casa, su cuarto retoño, se posesionó de su cargo y se trasladó de inmediato a su nuevo lugar de trabajo. Después de conseguir el alojamiento requerido, inició sus labores, por fortuna, con éxito y buen aprecio de sus compañeros y amplia aceptación de los alumnos y padres de familia. Con frecuencia viajaba a Pasto, para visitar a los suyos y así lo haría hasta tanto estuviese en condiciones de poder residir en su compañía. Otra etapa de su existencia había iniciado y, una vez más, sus ilusiones de triunfo parecía que crecían. Nunca desesperó, hasta tal punto que pudiera apartar de su mente el deseo de un mejor porvenir; parecía que el mundo le mostraba una vez más la esperanza de la felicidad.
En el justo tiempo necesario para poder convivir con los suyos, buscó un alojamiento apropiado a sus necesidades y acorde con sus ingresos; no fue difícil y, aunque sin amoblar, lo consiguió; era urgente, hasta alquilar una cama y otros enseres, para que pudieran tener una vida digna. A la edad de tres meses, aproximadamente, de la última hija, sus seres queridos se trasladaron a La Florida, lugar en el que, con gran felicidad, expreso por Alda, se podía vivir. Heriberto, a diario, asistía hasta El Barranquito, sede de la Escuela de Varones, y trabajaba con intensidad, tanto que llevó a sus alumnos, de quinto de primaria, al aprendizaje del béisbol, deporte desconocido, hasta entonces, en la zona.
Sin embargo, alguna vez y a la vista de una radio patrulla de la Policía, que nunca antes había visto en el sector, volvió a su mente al pasado vivido en San Bernardo y el abandono del cargo que ocupara y corrió, con la idea de que era a él a quien buscaban, hacia el monte y, por caminos de a pie, llegó casi hasta Sandoná. En alguna de las viviendas le informaron que regresara, que su familia lo necesitaba; así lo hizo y comprobó que estaba equivocado, con lo que recuperó nuevamente su tranquilidad.
Con el tiempo, consiguió una vivienda cerca de la escuela, al frente, muy adecuada, una estancia campesina en la que todos pudieron realizar, con más felicidad aún, sus labores de hogar y criar algunos animales pequeños de finca. Alda vivía a plenitud y esperaba un nuevo ser en su prolífico vientre. Constantemente los visitaban sus familiares de la ciudad y las relaciones con los lugareños eran excelentes.
Cumplidos los nueve meses de embarazo, nació Sandra, asistida por Heriberto y una enfermera; ahora eran ya cinco hijos: los tres primeros bogotanos, la cuarta pastusa y la última floridana.  No cabe duda que se pueda aceptar el refrán de que “Todo hijo nace con su pan bajo el brazo” y, en verdad, por el momento la situación era cada día mejor, lo que coincidía con la visita de varios familiares, quienes mucho gustaron de la zona. Abrió los ojos al mundo su nuevo retoño, esperado, como todos, con la dicha y la esperanza que traían al hogar, desde la belleza del bendito vientre de una madre incomparable.
Mayor fue la felicidad, en particular para Heriberto, cuando tuvo la grata noticia de que la Universidad de Nariño abría en jornada nocturna el programa en Lenguas Modernas, en la Facultad de Educación, con lo que le había llegado la oportunidad de continuar sus estudios profesionales y, sin dudarlo, consiguió matricularse, al cumplir con todos los requisitos pertinentes.
Con toda la responsabilidad necesaria para cumplir con sus estudios, a diario, después de terminada la jornada de clases en la Escuela, viajaba a Pasto, no sin dificultades, porque, a veces, tenía que caminar varios kilómetros para poder conseguir el transporte; en varias ocasiones, también, tuvo que regresar a su chocita de la felicidad. En Pasto, terminada la jornada nocturna, pernoctaba en casa de su querida tía Irenita y en la mañana, muy temprano, viajaba en la lechera, un camioncito, así denominado porque se encargaba de transportar la leche de la zona hasta la ciudad, a las que separaba una distancia de 27 kilómetros, por carretera destapada.
Después de dos años de permanencia en esta zona y en procura de mejoramiento, el Supervisor de Educación de entonces lo ascendió a Director de la Escuela Urbana de Varones en la localidad de Yacuanquer, de tierra fría, situada al sur-occidente, a solo 20 kilómetros de la capital del Departamento. La posesión del cargo y el viaje fue inmediato y su residencia en la misma escuela, razón clara para entender un mejor estar.
Los pobladores de esta zona de Nariño nunca fueron iguales que los floridanos; sin embargo, Alda, como se verá luego, se ganó la voluntad de muchos, al actuar en varias piezas de teatro, dirigidas por el Juez del municipio, quien siempre fue gestor de cultura y actividades de desarrollo. Heriberto, por su parte, orientó, lo mejor que pudo, tanto a sus colegas como al estudiantado, en el aprendizaje, concepto fundamental, para la formación crítica y creativa del ser humano.
Respecto a la asistencia a la Universidad, las dificultades fueron mayores, pero todo en la vida es solucionable; por entonces, estaba en construcción la Vía Panamericana, entre Pasto y El Cebadal, sitio por el que se llegaba hasta Yacuanquer; por consiguiente, el transporte se dificultaba, pero, por una vía u otra de a pie, a veces con barro hasta casi las rodillas, asistió siempre a la Universidad. Igualmente, pernoctaba en casa de la tía y, en pocas ocasiones, regresaba la misma noche de salida de clases de la Universidad a Yacuanquer, por cuanto, al tratarse de una ruta que une a Pasto con Ipiales, el transporte se hacía, muchas veces, por una vía alterna, pero totalmente destapada y en malas condiciones.
No fue larga la temporada en Yacuanquer y le llegó el traslado a Pasto, a la Escuela Cristo Obrero, esta vez no como director, sino como seccional; nuevamente tuvo un buen desempeño y Alda fue una gran colaboradora, en las festividades de la Escuela, al participar como actriz principal en las presentaciones de obras teatrales, dirigidas por el profesor Degar, también amante del desarrollo cultural, en los espacios donde le hubiere correspondido trabajar.
La consecución de vivienda fue fácil y lograron un buen apartamento, cuyos propietarios resultaron hasta ser sus parientes; en una ciudad se facilitaba más todo; incluso lo invitaron a trabajar hora cátedra, como profesor de inglés, en un colegio privado, lo que le permitió poner en práctica sus conocimientos de idiomas, adquiridos con enorme responsabilidad en el Departamento de Lenguas Modernas de la Universidad, en el que siempre gozó de excelente prestigio.     
De igual manera, fue profesor de idiomas en colegios oficiales nocturnos, de los que goza de inolvidables recuerdos, en especial del grupo de estudiantes con el que inició la instauración del programa de Economía en la Universidad de Nariño, del que, con el tiempo, egresarían varios profesionales reconocidos que hoy ejercen con satisfacción su carrera y han sido, siempre, muy gratos, aún en la distancia.



XV

Así, con todos los logros que había concretado, era de esperar una mejor situación en todos los campos de su actividad pertinente, pero jamás había desaparecido de su imaginación la preocupación por su pasado en San Bernardo. La familia había crecido y esta vez otra hermosa niña engalanaba su hogar, Yolita, la bella niña de “las relaciones públicas”, como ella se autodenominaba.
Su labor en el establecimiento educativo, de propiedad de las Hermanas franciscanas, fue óptima y gozó del aprecio, tanto de las directivas como de las estudiantes, de los varios grados en que adelantaba su docencia.
En el colegio, como en muchas otras partes, nunca aceptó que lo interrumpieran durante la sesión de clase; no obstante, un mal día, desde portería, le anunciaron que lo requería un amigo, con carácter urgente; salió y encontró a un agente del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), que le manifestó que tenía una orden de captura, simplemente una orden, cuyo por qué no sabía, pero que lo obligaba a conducirlo hasta Bogotá.
Heriberto le pidió que le permitiera hacer unas llamadas y llevar lo necesario para viajar; por fortuna, el agente lo admitió y pudo hablar con Norman Alhach, un excelente amigo y profesor de idiomas, quien se encargó de buscar el reemplazo en el colegio e informar a la familia en Bogotá; luego fue hasta su hogar y les manifestó a su esposa y a su querida tía, que estaba con ella, sobre la necesidad imperante de hacer este viaje, como parte de una representación sindical. Sus seres queridos intuyeron qué sucedía y no dejaron de notar su angustia al respecto; por su parte, el agente manifestaba, tanto en el momento de la aprehensión como durante el viaje, que el capturado nada tendría que ver con algo grave, que no podía ser dada su personalidad.
Mientras esto sucedía, su familia solicitaba el permiso correspondiente, en la escuela donde era docente y en la capital sus hermanos lo recibían, desde luego, muy preocupados, sin que el agente que lo acompañaba se opusiese, pues en virtud de la convicción de inocencia del detenido aceptó pernoctar en el hogar de su familia y presentarlo solo al día siguiente en las oficinas del DAS; lo lejanamente esperado en su Persecución Imaginaria se había abierto paso en la realidad y había que esperar, ahora, el desarrollo de más acontecimientos, en la constante lucha por la existencia. La noche fue larga y la vigilia instauraba en el pensamiento un sinnúmero de cosas, muchas ajenas a sus vivencias cotidianas. No se puede detener el tiempo de la naturaleza y es preciso asumir las consecuencias, con valor y decisión; sin acatar en su plenitud la frase filosófica: “Lo que ha de ser, no se puede evitar”, algunas veces, como lenitivo, tranquiliza el espíritu.
Con estos pensamientos, llegó el día y la hora de presentarse ante la dirección del DAS. Después de los trámites del caso, lo condujeron a un calabozo, junto a otro capturado, de nacionalidad peruana, quien, por fortuna, entabló buenas relaciones con su nuevo compañero de celda, la que estaba prevista de dos catres y la letrina, todo rústico e inapropiado para los retenidos. Durante el día, como costumbre del establecimiento, los conducían al patio general, en el que se observaba, sin dificultad analítica, la calidad de personas que allí se hallaban; algunos expresaban que su estadía allí no era otra cosa que un período de descanso vacacional de sus labores cotidianas y que pronto volverían a gozar de su libertad.
Los alimentos se los hacían llegar los familiares y se los entregaban sin ningún tipo de cubiertos; tenían que comer solamente recurriendo a las manos; a Heriberto le llegaban de parte de sus hermanos y el comedor era su propia celda; su hermano menor tuvo la excelente idea de llevarle una obra de Maquiavelo, El Príncipe, la que leyó con detenimiento y luego se la obsequió a su compañero. Así transcurrieron dos días, durante los cuales, por fuera, sus hermanos se encargaban de buscar el abogado que habría de defender su causa; al cabo de ellos, se ordenó su traslado a Fusagasugá, donde se creía se había radicado la denuncia pertinente y que correspondía a los delitos de la zona, lo que incluía a San Bernardo.
El traslado se hizo en un carro particular, que pertenecía al abogado defensor; una vez en el lugar de destino, lo condujeron a la cárcel; previa charla con el director, permitió que su domicilio fuera la celda de retención del recién llegado; no fue duradera su estadía en el lugar, pero vale referir que, en la mañana, en su primera salida al patio general, encontró a Rozo, de San Bernardo, con quien había tenido un conflicto y la sorpresa fue enorme, tanto para el uno como para el otro. Rozo manifestó su extrañeza al ver al profesor en el lugar, porque creía que ya no estuviera vivo y le comentó que a él lo habían juzgado por homicidio, lo que no le pareció raro a Heriberto porque había intuido, cuando lo conoció, que se trataba de un criminal. Llegada la tarde, todos se recluían en sus respectivos calabozos, para continuar con la rutina, día por día.
Transcurrido el tiempo, sin ser indagado en las primeras 72 horas, como entonces lo estipulaba la Ley, le solicitó al carcelero lo llevara ante un juez, para plantear el recurso de Habeas corpus, figura jurídica establecida para tales fines; una vez en las oficinas del funcionario, solicitó una máquina de escribir y procedió a la elaboración del memorial que presentó ante la autoridad competente y de inmediato se lo concedieron. El abogado defensor, al conocer lo que había hecho su defendido, no estuvo de acuerdo, porque consideraba que iba a perjudicar la acción del juez de reparto pertinente, pero existen instancias en la vida en las que tiene validez el dicho: “Primero yo, segundo yo y tercero yo”.
Una vez en libertad, lo primero que hizo fue llamar por teléfono a su madre, luego a su esposa y manifestarles que, sin regresar a Bogotá, de inmediato procedía a viajar a Pasto; las cosas habían salido como todos, posiblemente, lo esperaban. El mismo agente encargado de su captura lo había asegurado, al decir que en unos tres días, Heriberto estaría de regreso a su hogar y a su trabajo; su temperamento, manifiesto antes, era el del triunfador e impulsivo y no podía esperar los turnos de los transportadores para viajar; abordaba el primer vehículo que saliera con destino al sur del país, para así llegar lo más rápido posible para gozar del calor de su hogar. No obstante, nunca, durante el tiempo requerido de prescripción del delito, del que se lo culpase, pudo obviar su preocupación de que no lo juzgaran, para comprobar su inocencia.
Llegado que hubo a su tierra natal y a su residencia, es evidente que asumió con alegría la satisfacción y manifestaciones de gozo que, plenamente, le expresaron todos los suyos. De nuevo se iniciaba así otro pasaje de su vida, al que solo tocaban, en su espiritualidad, las dudas conflictivas del amor, en el que en general, desde cierto punto de su vida, ya nunca pudo creer y que han subsistido por siempre, amén de lo expresado respecto a los años de prescripción que, airosamente, pronto se cumplieron.
Para la temporada anual de promoción de libros, de Editorial Voluntad, lo seleccionaron, a partir de la propuesta hecha por un funcionario, quien siempre creyó en sus capacidades, por el Director de educación primaria del Departamento de Nariño, para desempeñar otra labor que mejoraba su status intelectual y su ingreso económico; con clara satisfacción económica de la entidad referida, en la época de promoción de textos, que desarrollaba incluso con presentaciones tipo conferencia, ante el magisterio tanto de primaria como de secundaria, le ofreció la apertura de una oficina en Pasto, propuesta que aceptó de inmediato. Al organizarse la oficina como se debía y en el centro de la ciudad, inició sus labores, por allá en el año 1969, en la temporada siguiente a su vinculación como promotor, con secretaria y cuatro funcionarios temporales, previamente preparados para los fines pertinentes; para el cabal cumplimiento de sus funciones, se vio obligado a renunciar a su posición como profesor seccional, que, por entonces, ocupaba en la escuela de varones, que dependía del colegio de los jesuitas San Francisco Javier, hoy Javeriano.
El desarrollo de ventas, en la región, se superó ampliamente y a Heriberto, como director seccional, lo felicitaron y le ofrecieron la Dirección general de la región sur-occidental, con sede en Cali, cargo que no podía negarse a aceptar y, a renglón seguido, procedió a la correspondiente posesión, con el respectivo traslado al Valle del Cauca. Una vez allí y con la colaboración del personal de planta existente ya en las oficinas, procedió a la reorganización total del establecimiento, incluso con la realización de entrevistas a profesores, quienes trabajarían en la temporada correspondiente al año 1971.
Se instaló, mientras conseguía una casa para trasladar a su familia, en un hotel cercano a la sede; el desayuno lo tomaba abajo, cerca también a su lugar de trabajo; más exactamente en la cevichera del conocido cantante Lucho Bowen. Transcurridos dos meses de estadía, el 13 de junio sintió un impulso extraño que lo llevó a viajar a Pasto, pues intuyó que ese día iba a nacerle otra hija, por cuanto su esposa había quedado de nuevo encinta; tomó el vuelo correspondiente a la mañana y, en una hora, estaba en su residencia, en su ciudad natal. Una enorme sorpresa lo inundó de alegría al haber acertado en su presentimiento; en verdad, a su esposa la habían hospitalizado y dio a luz una niña, la séptima de sus adorados retoños, Claudia Lorena. Dados los pasos necesarios en esta eventualidad, llevó a su esposa y a su niña a casa, para la atención pertinente, que sus familiares le brindarían.
Cumplida la labor, que su corazón le había anunciado con tanta precisión, retornó a Cali y se entregó de lleno a su trabajo de elaboración, con la mejor precisión y calidad, del proyecto correspondiente para la promoción y venta de los libros producidos por la entidad. Durante un buen tiempo, visitó a los distribuidores de Voluntad, quienes se encargarían de las ventas de los libros que solicitaran los centros educativos de primaria y secundaria, no solamente en Cali, sino en todo el Departamento del Valle y del Cauca. En Pasto, sucedería igual con el personal que ya había contratado previamente; en compañía de los más antiguos promotores de Cali, viajó a varias ciudades del Departamento del Valle, en las que dictaba conferencias, tanto sobre los contenidos, como sobre la calidad de presentación física y elaboración de los textos de estudio. Realizada la promoción, las escuelas y colegios, tanto públicos como privados, elaboraban las listas de textos que solicitarían al estudiantado, quienes procedían a su compra en los almacenes distribuidores o simplemente vendedores.
De nuevo en Cali, en el Barrio Nueva Granada, en el sur, le fue fácil conseguir una vivienda para establecerse con su familia en forma inmediata. La felicidad parecía plena en esta oportunidad, por cuanto era muy favorable la situación pecuniaria, que ampliamente había mejorado; su traslado había coincidido con el cierre de la Universidad de Nariño, temporalmente, hecho que había implicado que aún no pudiera terminar sus estudios. Era necesario solicitar toda la documentación, correspondiente a los nueve semestres que había aprobado, de los diez que componían el programa, con el fin de buscar en la Universidad Santiago de Cali, que ofrecía el programa de Literatura e Idiomas en la noche, su ingreso y matrícula. Tuvo algunas dificultades en este empeño por cuanto un profesor, exactamente Enrique Buenaventura, había manifestado que la Universidad no debería recibir estudiantes especiales. No obstante, y por la ayuda de Norman Alhach, amigo inolvidable, que se había trasladado a ese centro de Educación Superior y desempeñaba el cargo de director del Departamento de Literatura e Idiomas, las dificultades se obviaron, pese a que continuaron durante los estudios, pero las superó debido a su personalidad.
Con posterioridad a la llegada de su familia al Barrio Nueva Granada, por deficiencias presentadas en la casa de habitación, requirió el traslado a otra, de muy buenas condiciones, en el Barrio Santa Isabel; allí fue más grata la estadía, por la llegada de su padre a vivir con los suyos; además, a Memo, su hermano de la fuerza Aérea, lo habían trasladado a la base Marco Fidel Suárez, situación que vino a alegrar todavía más a toda la familia.
En Editorial Voluntad, los resultados de la temporada fueron excelentes en toda la región, excepto en lo correspondiente al Departamento de Nariño, donde se redujeron notablemente las ventas, hasta tal punto que le ordenaron, desde la Dirección administrativa, el cierre inmediato de las oficinas de Pasto. Consideró lamentable tener que despedir al director de la oficina y a la secretaria y aceptar la imposibilidad, por el momento, de impulsar el desarrollo en su Departamento y en su ciudad natal; y triste fue esta situación, porque así como había abierto esta oficina, él mismo tuvo que cerrarla.
De todas maneras, lo reconocieron siempre en la empresa como un buen funcionario, tanto que se dio la magnífica oportunidad, lo que evidenciaba la confianza que habían depositado en él, de programar una visita al Ecuador, para visitar algunas de sus ciudades y promover en ellas, con todo funcionario que tuviera que ver con el sistema educativo, desde el más alto cargo hasta el profesorado en general, la obra El árbol alegre, que se refería a la educación, fundamentada en el método didáctico globalizado. Esta visita tuvo excelentes resultados, tanto en lo personal como para la empresa, pues posibilitó la aceptación del método propuesto, con notorio éxito, y varias librerías, en especial de Quito, hicieron los pedidos pertinentes. Además, le permitió conocer a Monseñor Silvio Luis Haro Alvear, en Ibarra, lingüista, antropólogo y escritor, y a Monseñor Proaño, en Cuenca, lo que constituiría una pródiga relación. 
Así mismo, en otra oportunidad, se le delegó la dirección, desde la ciudad de Manizales, en el Departamento de Caldas, para la promoción de textos y las relaciones con las librerías de la región; los resultados fueron importantes y de suma aceptación por parte de la empresa. Justamente, su labor tuvo los resultados deseados y reconocían mucho su trabajo, lo que lo llevó a participar, también, en la sede principal, en Bogotá, en la que incluso tuvieron muy en cuenta algunas de sus sugerencias a propósito de lograr una mejor elaboración de los textos e introducir algunas correcciones idiomáticas en la serie Nuestra Lengua.





XVI

Aquí, se debe señalar que el Pasado Judicial de Heriberto había caducado, hacía un buen tiempo, y precisaba renovarlo. Para tal fin, una mañana temprano se dirigió a las oficinas del entonces Servicio de Inteligencia de Colombia (SIC), con el objeto de hacer cola, en la Carrera primera con Calle 23; estaba en ella y, desde la entrada, un señor, de mediana estatura, aparentemente indio, lo señaló y lo llamó; su preocupación fue inmediata; se dijo, asimismo, que era algo raro; pese a ello, salió de la cola y se le acercó; ya se ha dicho que jamás había dudado en enfrentar cualquier situación que fuera. El funcionario, que eso era el individuo, lo condujo al interior y procedió a reseñarlo, sin decirle nada; cuando salía, le manifestó que al día siguiente, a tempranas horas, le llevaría el documento a sus oficinas, en la Editorial Voluntad.
— Por ahora, — le dijo —, lo invito a desayunar.
Aún con extrañeza, le aceptó y aprovechó para preguntarle:
— ¿Quién es usted? ¿Por qué esa deferencia conmigo? — Ya en el restaurante, muy cerca al SIC, hoy DAS, se presentó, como Luciano Yarpaz, un detective encargado de seguirlo desde cuando realizaba sus estudios en la Universidad; sin embargo, le dijo:
— Nunca me disgustó escuchar sus planteamientos, como líder estudiantil.  Estuve de acuerdo, porque esa es la realidad colombiana y no puedo negar que es válido cuestionarla públicamente; con mayor razón, en una institución en la que se forma la juventud.
Al día siguiente, a las 9, Luciano llegó a la oficina de Heriberto con el certificado, en óptimas condiciones, sin que su preocupación hubiese sido válida. No era necesario preguntarle más porque un detective con esas funciones debía conocer todo respecto a su supuesto vigilado. En adelante, lo consideró un amigo y tampoco podría olvidarlo.  
Con el nombramiento de una secretaria más, acorde con los intereses del vicepresidente administrativo de Voluntad, y luego de que Heriberto presentara un proyecto para adelantar en las siguientes temporadas, que el señor en cuestión se apropió, las dificultades no tardaron en aparecer; entonces, a Heriberto lo retiraron de la empresa, previo pago de las prestaciones legales.
Esta fue una triste noticia para los suyos; su status otra vez había cambiado; había que tomar medidas de inmediato, para no dejar que decayera su moral y confianza; apresuradamente, se dio a la tarea de buscar otra alternativa de trabajo. Sus relaciones en la Universidad Santiago de Cali habían sido positivas y, por insinuación de alguien, visitó las oficinas de Panamerican Life Insurance Company, con el firme deseo de vincularse, lo más pronto posible; así fue, sin ninguna dificultad. Estas Compañías de Seguros de vida, de objetos intangibles, no le obstaculizan, con demasiados papeleos, su ingreso; ven, en su personal, la posibilidad de aumentar sus ventas y de ser necesario el retiro de su personal, ya sea por voluntad propia o por algún tipo de causalidad, se da, entendido esto como una metodología de mejoramiento y de integridad de sus vendedores.
Todos los lunes, a primera hora de labores, el personal recibía las instrucciones y la preparación mental para que empezara su labor de ventas de tales intangibles, con diversos argumentos para convencer a los compradores, a quienes no entendían como tales, sino como auto-vendedores de supuestas necesidades. De todos modos, se trata de una ocupación muy difícil, más si se tiene en cuenta que recurre a algunos visos aterradores sobre la muerte y otros tantos aspectos, también, de la vida. Heriberto, conocedor de esta filosofía, no comulgaba con estos argumentos; tenía, eso sí, la urgente necesidad de conseguir el dinero requerido para el sustento de su hogar; quizá por eso jamás podría llegar a ser un excelente vendedor de intangibles, lo que, obviamente, incidía en la conciencia de los compradores. Pese a esta realidad, en alguno de los pocos meses de vinculación a esta empresa, alcanzó, entre los vendedores novatos, el segundo puesto, en todo el país. Constituyó este momento un lenitivo para su hogar, en la tarea difícil y ajena a sus convicciones.
Justamente, conocedora de esta situación, Alda logró trasladar a su familia a Jamundí, población muy cercana a Cali; jamás dejó de ser una excelente colaboradora, en los momentos en que más requería de su ayuda.
De tantos ratos de dificultades en la labor de vendedor de seguros, un buen día, precisamente un 9 de mayo, cumpleaños de su segundo hijo, sin un centavo en el bolsillo, se encontraba, muy triste, sentado en una banca del Parque de los Periodistas, al medio día, esperando que se hicieran las dos, para reiniciar su labor, con la esperanza de conseguir algún ingreso que satisficiera su deseo de llevarle algo a su hijo. Inesperadamente, llegó Luciano Yarpaz que, al observar con cuidado el rostro de tristeza de su amigo, le preguntó qué le pasaba y, conocedor de su recia personalidad, al enterarse de lo que le sucedía, lo invitó a que lo acompañase a un almacén y, sin dudarlo un instante, le compró un pantalón y una camiseta para el regalo que tenía que hacer cuando llegase a casa. Actos concluyentes de seres positivos, que todavía existen en nuestro contexto humanitario.
Más adelante, le llevaría un bulto de papas, posiblemente de Pupiales o de Puerres, tierra natal de Luciano. Imposible e injusto olvidar acciones de esta naturaleza, pero, más doloroso le ha resultado el haber perdido sus huellas, porque nunca más lo ha vuelto a ver y esta ausencia pesa hondamente en su corazón.
En la Universidad Santiago de Cali, sus estudios llegaron al término; para poder graduarse tuvo que realizar cuatro trabajos, tipo tesis, que habría de sustentar en público, ante los estudiantes y algunos profesores; no hubo dificultades mayores y pudo hacerlo con éxito. En esta actividad fue de vital importancia la colaboración de Alda, quien lo impulsó, efectivamente, en su elaboración.
En ese trajinar por la vida, daba la apariencia de que la suerte, sin que Heriberto creyese plenamente en ella, porque los actos positivos de la existencia deben lograrse mediante el esfuerzo personal integral, acompañase su caminar por el mundo en pro del bienestar de su familia; además, en estos momentos de continuada transformación, contaba con la grata ayuda de su hermano; así, una vez graduado y con el título de Licenciado en Literatura e Idiomas, uno de los tantos días de ese transcurrir por el sendero muchas veces espinoso, de su devenir, en ocasiones un tanto angustioso y neurótico, Alda oyó que, en el colegio de Jamundí necesitaban un profesor de idiomas; acto seguido, ella manifestó que su esposo gozaba de tal calidad. De inmediato, Heriberto se presentó ante el Rector, quien procedió a solicitar su nombramiento a la Secretaría de Educación del Departamento, era de esperar como profesor de Hora Cátedra, mientras se terminara el ciclo escolar, correspondiente al año 1973.
Para estas fechas, había nacido ya la octava hija, quien, para repetir el dicho popular, al parecer “traía el pan bajo el brazo”; se trataba de Paulita, nacida en el Seguro Social de Cali. Allí, Alda, mujer también de armas tomar e impulsiva, le rechazó, al médico que la asistía, la propuesta, que le hizo antes del parto, de que, como ya eran demasiados hijos los que tenía, debía operarse; de modo que le preguntó que sí él era quien alimentaba  su familia; entonces, procedió, en virtud de lo dicho, luego del alumbramiento, a dejar el hospital de los Seguros Sociales; su decisión era consecuente con su disgusto; coincidía la hora, con la de la visita de su esposo y de su cuñado, quienes, sin contrariar su decisión, la condujeron a su hogar, muy feliz, en Jamundí, población en la que gozaron, a menudo, de las visitas, tanto de sus parientes como las de su esposo,  una vez que fuera trasladado, incluso de un hermano de Heriberto, residente en Alemania; este fue, en verdad, otro pasaje de la historia muy feliz. Con todos, siempre compartieron sus dichas y desdichas y forjaron, aún más, la voluntad de vida plena, sin que nades ni nadie interrumpiese su búsqueda de un bienestar definitivo que, aunque aparecía, de vez en cuando, habría que lograrlo en su totalidad. 
Una vez terminado el año escolar en Jamundí, Heriberto decidió visitar la Secretaría de Educación del Departamento, en procura de un nuevo nombramiento, de ser posible, en propiedad como docente. Cuán grande fue su sorpresa cuando supo que aparecía nombrado por Decreto, norma que lo hacía profesor de tiempo completo, que habían de ubicar en alguna población del Valle. Coincidió esta visita con el encuentro de un compañero de la Universidad, de un curso anterior, quien se posesionaba como Rector del Colegio Gimnasio del Pacífico en Tuluá. Sin mediar otra cosa más que el conocimiento mutuo, este profesor, con evidente seguridad, le propuso que le aceptase su ofrecimiento como profesor del establecimiento que pronto dirigiría; dicho y hecho, lo asignaron como profesor de tiempo completo. Era preciso aceptar esta eventualidad lo más pronto posible y así fue, coincidiendo casi su llegada a Tuluá con la del Rector. Era un nuevo momento de su historia y un nuevo aspecto de su vida comenzaba.  










XVII

Debidamente ubicado en Tuluá, asistía al Gimnasio del Pacífico a dictar clases en el área de Lenguaje, de conformidad con el currículo en español y Literatura, en varios grados, en particular en los superiores. Muy pronto hizo excelente relación con el profesorado, muy especialmente con los profesores líderes de la región y con el Rector, para adelantar con idoneidad su docencia. Se ganaría, entonces, rápidamente, también la estimación del estudiantado, que adelantaba sus estudios de bachillerato en uno de los colegios más acreditados y, en general, con la estimación de las gentes.
Muy a menudo viajaba a la residencia de los suyos en Jamundí, hasta tanto pudiera trasladar a su familia, lo que sería pronto; en una de esas visitas, por fortuna, al estar en casa, pudo librarla de un intento de asalto, por parte de unos delincuentes, hecho que no volvió a suceder. Con la bendición del Señor, primer líder defensor de la Humanidad, en los altos y bajos en este continuado viaje por el sendero de la vida, que le había tocado vivir, esta vez parecía que había obviado los obstáculos, en ese propósito firme de constituir el Deber Ser, que día a día tanto aspiraba conseguir.
De regreso al lugar de su nuevo trabajo, procuraba conseguir la vivienda que le permitiera trasladar a su familia, pero requería de la presencia de su esposa, brazo derecho de sus actividades, para la consecución de la residencia adecuada; así lo hizo y logró, con satisfacción, su cometido en breve tiempo; conseguida la residencia, pudo, entonces, llevarla a su lado y gozar de una temporal plena felicidad. Matriculó a sus hijos en establecimientos muy bien seleccionados, para darles una formación, la mejor posible, siempre acompañada de su guía y orientación, fórmula válida, en colaboración con los instructores, como obligación que debe asumir todo hogar responsable.
Su progreso, en varios aspectos, le produjo gran satisfacción; en el Gimnasio, no solo trabajó la jornada que le habían asignado, para cumplir lo requerido como profesor de tiempo completo, sino también se desempeñó como docente hora cátedra en la jornada de la noche; de igual forma, lo hizo en el Colegio de señoritas de las Hermanas franciscanas de señoritas y en el correspondiente de varones. Su actividad crítica y creativa le permitió llegar a ser miembro del Sindicato de profesores, sub-seccional de la Asociación Colombiana de profesores de educación secundaria (ACPES), en la región. No le fue difícil, en virtud de sus planteamientos críticos al sistema educativo y docente, constituirse en uno de los líderes; incluso, un año lo designaron como Vice-Presidente Nacional de esta Asociación.
Para cumplir con la representación que le asignaron en ACPES, tenía que viajar frecuentemente a Bogotá, donde estaba la sede principal; en principio hubo algunas dificultades, propias de la novatada, con algunos representantes, cuya formación venía de diferentes grupos ideológicos del país; esta etapa fue una experiencia de aprendizaje y de consolidación crítica, respecto a posturas ideales para el futuro.
Su accionar se amplió y, con la fundación de la Universidad Central de Tuluá, hizo parte del personal académico de la nueva institución, en la que tuvo gran aceptación y prestigio como profesional, tanto entre los compañeros como entre el estudiantado. No obstante, estas relaciones y otras indebidas, le causarían, por culpa del chisme, algunas situaciones incómodas en su hogar; no podría negarse que algunas tenían razón de ser, por sus deslices de libertinaje, en una zona propicia para envolverse en estos hechos; pese a todo, jamás cayó definitivamente en ello; el amor a su esposa y a su familia se lo impidieron, pero ha sido esta triste historia un enorme e indetenible conflicto moral en su vida, que le causaría un despertar comprensivo, indiferenciado del amor y del querer, por parte de quien, toda su existencia, ha constituido su único amor, con la certeza de que solo una vez se puede amar, así se dijese lo contrario.
Quizá este díscolo proceder se hubiera debido al amor que siempre le tuvo a la música y a las intervenciones en el Club de profesores, denominado Los Pinos, y a las varias excursiones que realizara durante su permanencia en el Valle del Cauca. Evidentemente las excursiones realizadas con estudiantes, tanto de colegios privados como de estudiantes de la Universidad y del Gimnasio del Pacífico, en especial de este establecimiento, fueron varias, pero muy productivas.
La presencia de su padre en el hogar fue motivo de mucha armonía y amor para sus nietos; con él, como antes en Jamundí, gozaban de su creatividad, de su cariño, de su integridad, jamás olvidada, pero tristemente breve, que forma parte, como todos los aspectos de esta historia, del drama propio y, lo más importante, de una narración de esta naturaleza; sus dolencias aceleraron su cercanía al paso de la muerte, entendida como una continuidad de la existencia en otros lares del infinito cosmos. Ya enfermo, fue necesario trasladarlo a Bogotá, para internarlo en el Hospital Militar; dada su gravedad, Heriberto también viajó y lo acompañó hasta el último instante de su existencia material, que dejaba, para los suyos y para quienes tuvieron la fortuna de conocerlo, toda la grandeza espiritual, de la que siempre gozó y legó a su familia, no obstante su corta permanencia en este mundo material. No puede negarse que fuera una pérdida irreparable, con mayor razón al acaecer a la edad de 62 años, pero que reuniera en comunión a todos los suyos y que, desde entonces, las generaciones que le han sucedido, hayan cultivado, a partir de sus ricos ideales, una unidad psicosomática integral.
En virtud de lo expreso, su hermano Memo, de incansable preocupación por su familia, siempre estuvo atento a los movimientos de Heriberto y jamás faltó su presencia, ya fuera en viajes a Pasto o expresamente a Tuluá, no obstante ya hubiera desaparecido su padre. Un año después de su adiós, no definitivo, abrió los ojos al mundo una nueva descendiente; se trata de la última hija biológica, Ivana, y, como de costumbre, vino a traer más felicidad a la vida. Tristemente, quizá a los diez meses de edad, sufrió un accidente, al caer desde el segundo piso de la casa, sobre terreno destapado; fue un impresionante y doloroso suceso, que trastornó, en principio, a sus padres, pero, al tomar las medidas pertinentes, la trasladaron al hospital de Tuluá y posteriormente a Cali. Los primeros auxilios recibidos de un excelente médico, en Tuluá, la salvaron, apreciación que expresó un especialista en el Hospital de Cali; su cráneo, aún cartilaginoso, al decir del profesor de biología humana, en el Gimnasio, había llevado a que solamente sufriera una fisura, que se auto-repararía con el crecimiento.
A Alda, la madre, muy afectada por este hecho, también tuvieron que hospitalizarla y, algo recuperada, se reunió con su esposo, en el hospital de Cali; por su parte, Heriberto, tal vez más realista, pero con un discutible pesimismo, mientras viajaba, pensaba en elaborarle una hermosa tumba, que llenaría de las flores más bellas y brillantes. Nada es permanente y el cambio acontece con el tiempo, sin detenerse; los sucesos siguen y la vida continúa sin fin; el drama avanza y supera, quizá, el mismo entorno de la escritura.
En una de sus visitas a Tuluá, su hermano Memo, lo invitó, y a los suyos, a un viaje a Coveñas, a la Costa Atlántica, lugar en el que la oficialidad de la Fuerza Aérea disponía de unas cabañas vacacionales. Sin ningún reparo, le aceptaron la invitación y Alda y sus retoños viajaron desde Cali y dejaron a Ivanita, que era muy pequeña, en Bogotá, en manos de Carmelita, en el hogar de Quique y Estelita; por su parte, Heriberto viajó por tierra desde Tuluá hasta Medellín y, luego, a Sincelejo y Coveñas.
Pese a las aguas malas o medusas, abundantes en esos parajes de hermosas playas, la alegría fue inmensa y un momento valioso para remediar las penas sufridas y antes referidas; más fortalecidos, en su mente y en su cuerpo, retornaron a Bogotá, en un vuelo de la Fuerza Aérea, donde sus familiares los atendieron con mucho afecto; de allí, pronto se dio el regreso a Tuluá.
Por supuesto, ya en el trabajo, las excursiones desde Tuluá, para que no trastornaran el desarrollo de la vida académica, se adelantaban solamente en el periodo de las vacaciones escolares; se realizaron a diferentes regiones del país: al Departamento del Putumayo, al Cauca, al Huila, a Caldas, al nevado del Ruiz, con estudiantes universitarios, de secundaria, tanto con señoritas como con jóvenes.
La última excursión, con estudiantes del Gimnasio del Pacífico, se realizó al Ecuador y hasta el Perú, para lo cual se requirieron dos buses medianos y se aprovechó el cupo disponible, también, para llevar a la familia hasta la ciudad de Pasto, lugar en el que ya estaba parte de los hijos de este hogar tan numeroso, para que disfrutaran de sus vacaciones. Con el objeto de conseguir los fondos necesarios para llevarlas a cabo era la costumbre recolectar fondos, mediante variadas formas, como rifas, bonos, etcétera, acciones que fortalecieran la dinámica de los participantes, en el desenvolvimiento de estrategias para su consecución, sin que nadie más financiase sus viajes.
Esta labor de autofinanciación no se adelantaba solo al principio de sus excursiones, sino durante el viaje y se buscaba, también, la forma de pernoctar en lugares en los que, instituciones que prestaran este servicio, lo permitieran; en Pasto, por ejemplo, después de ubicar a la familia en casa de la tía Irenita, para que luego continuara su viaje hasta la población de Ricaurte, tierra natal de Alda, el grupo consiguió pasar la noche en el Cuartel de Bomberos.
Al día siguiente la ruta fue hacia la frontera con el hermano país del Ecuador, en la que se legalizaron todos los documentos y permisos necesarios; de inmediato, la meta fue la ciudad de Quito, capital de la nación; una vez allí, se hospedaron en las instalaciones de un colegio privado de la comunidad salesiana. En este viaje, Heriberto había considerado necesario llevar a su hijo Enrique, el pequeñín de los excursionistas, porque creía que sería un medio más para que lograra una formación integral. No podría negarse que, en las paradas en varios lugares del país, y aún en el mismo Quito, se presentaban algunas dificultades, pero su director sabía resolverlas y aprovechar como recurso formativo, que sus pupilos supieran acoger comprensivamente. La siguiente ciudad de destino fue Guayaquil, donde, para pernoctar, recurrió a sus calidades y antecedentes de haberse relacionado con algunas personas conocidas, previamente recomendadas y formadas, para que hicieran frente a tales situaciones y prestaran el servicio que de ellas se requería.
Posteriormente, se viajó en dirección hacia Machala y Puerto Bolívar, en la costa del Pacífico ecuatoriano, lugar en el que no se dificultó su estadía, porque quienes más necesitaban economizar sus escasos recursos pernoctaron en la playa. Es importante resaltar, al respecto, que varios de los excursionistas gozaban de mejores medios económicos y tenían libertad, donde fuese, de pasar la noche en un hotel. No podía esperarse que sus recursos resistiesen todo este recorrido y estadía internacionales, pero para reunir algunos fondos utilizaron la venta de bonos, hasta donde se lo impidiesen, como aconteció en Quito, en el Consulado de Colombia, al ofrecer el hijo de Heriberto, también partícipe de estas actividades, los bonos elaborados para recaudar algún dinero que pudiera invertirse en garantizar el sustento de todos; al saber sobre esta prohibición, la situación se hacía más dificultosa, pero no iba a limitar la continuidad del viaje.
En el consulado de Machala, solo se logró el permiso para que visitaran la frontera con el Perú, en Aguas Verdes, en el puente internacional; ya de regreso, lo hicieron por la vía a Cuenca, ciudad de muy grato recuerdo porque pernoctaron en un convento de monjas, quienes recibieron con muy buena voluntad a los viajeros y les ofrecieron un salón para las señoritas y otro para los jóvenes.
Así continuaron con el retorno, sin hechos que lamentar, con plena integridad, salvo pequeños detalles delictivos, no ajenos a los compatriotas, pero muy bien solventados por la dirección, que los utilizaba positivamente para la formación de la muchachada y que hacía uso, como se ha expresado, de recursos al alcance de todos, que les permitieran, en especial, pasar la noche en lugares adecuados.
Una vez en Pasto, ciudad de muy gratos recuerdos y agradecimientos, por la colaboración que les prestaron, en especial la Universidad de Nariño y el Cuerpo de Bomberos, dejaron al pequeñín del grupo, para que luego continuara su ruta a la población de Ricaurte, junto a su madre y a sus hermanas, que residían en casa de sus abuelos maternos. Así llegaba a su fin la inolvidable excursión, para satisfacción de los viajeros, del profesorado del Gimnasio del Pacífico y de los padres de familia.
Cabe traer a colación que Heriberto recuerda siempre con gratitud a sus alumnos, quienes, en muchas ocasiones, le expresaron su admiración, su respeto, amistad y confianza. Varios, posteriormente, lo visitaron, donde estuviese y, en otras ocasiones, cuando no sabían el lugar de su residencia, lo averiguaban y lo invitaban, por ejemplo, a las fiestas de egresados, realizadas para conmemorar la fecha de su grado.
Al finalizar las vacaciones, retornó a sus labores académicas, pero esta vez con la ausencia de los suyos; después de haber vivido en varias residencias en la ciudad, por último, solitario, ubicó todos sus enseres en una alcoba y en otra residió, por algún tiempo, hasta cuando hubiera de presentarse la oportunidad de visitar a su familia, pues no era lejana esa posibilidad.
Cuando pudo viajar, quizá en otras vacaciones, amén de la negativa de regreso, por parte de su esposa, a Tuluá, quien se encontraba muy herida por las supuestas, y en otros casos ciertas, actuaciones de Heriberto en esta ciudad, que ha detestado y su estadía en ella, estuvo en Pasto y de inmediato se dirigió a Ricaurte. Fue tristemente dolorosa su llegada, porque no le agradaba a su amada; no obstante, ya en horas de la noche, al preguntarle si podía seguir, le contestó, con desdén, que si quería lo hiciera o lo que decidiera le era indiferente. Jamás se puede discutir que el amor está por encima de todo y a él solo se le opone el odio, sentimiento que jamás le expresó Alda; entonces, en virtud de esto y al obviar el desprecio, siguió a casa de sus suegros.     
Fue corta su estadía y pronto retornó a Tuluá, dolido, en lo muy hondo, por rumores que le llegaron, quizá solamente chismes, porque jamás pudo dudar del señorío, de la moral e integridad de Alda, pero sí absolutamente convencido de que si bien Alda alguna vez lo había querido, en el fondo de su alma nunca lo había amado. Era preciso fundamentar de nuevo que “solo una vez se ama”, lo que nunca ha sido posible erradicar de su espíritu, así se manifieste que querer es sinónimo de amar.
En su espíritu rondaba una vez aquel episodio del pasado, que ahora hacía sangrar su corazón, al recordar la frase: “Tengo novio y me voy a casar”, que nunca había podido olvidar, más la férrea voluntad luchadora, la personalidad triunfadora y su fortaleza moral, con entereza, propia de su ser, lo impulsaron a remediar todo aquello que hubiese lastimado dolorosamente el orgullo de su esposa, tristemente persistente siempre, hasta en su tercera edad, cuando, en alguna ocasión, al referirse a esta situación, le dijo:
— De alguien tenía que aferrarme o en alguien debía creer; necesitaba, entonces, esto. — A partir de allí, le resultaba claro deducir a quién se refería, pese a que se tratara de un ser carente de valores, pero que gozaba, o había gozado, de su amor.
¿Qué no habría de hacer para lograr que olvidara estos sentimientos? Muchas acciones: unas laudables, otras discutibles, por su carácter impulsivo y, a veces, hasta violento, pero nada ni nadie podría apartarlo de su, ahora, amarga existencia; precisaba la resignación y la continuidad en la lucha por el Deber Ser. Sostenido su espíritu por estas reflexiones, caminaba, sin detenerse, por los senderos que se le abrían a su porvenir. El ir y venir de los acontecimientos sugeriría otros tiempos y otros espacios por recorrer; no había nacido para ser un perdedor. El futuro se hace al reflexionar sobre el pasado; sin aislarlo, vivir el instante fugaz del presente, para consolidarlo hasta cuando llegase el momento de dar el paso a otra existencia sin límites.
La vida va y viene y tiene su razón de ser en la formación adquirida, en la capacidad decisoria de quien asume con confianza y seguridad los retos que se le presentan. Si es preciso dar un paso atrás, debe ser para renovar el avance, para no detenerse en procura de la perfección.
De todas maneras, no sería justo si negara el apoyo de quienes verdaderamente le habían demostrado una amistad desinteresada, a través de distintas épocas, y el interés, desde luego, más de Alda, al insinuar la posibilidad de que Heriberto volviera a Ricaurte, como Rector de la Normal.




























TERCERA PARTE

EN LOS CLAUSTROS
UNIVERSITARIOS









XVIII

Su paso por los claustros universitarios, como docente, lo había iniciado, como se ha dicho, en la Universidad Central de Tuluá, posteriormente, adscrita a la Universidad Nacional de Colombia. Lo que Alda deseaba no le llamaba la atención y, de preferencia, manifestó que le gustaría ser profesor de la Universidad de Nariño, en Pasto.
Dicho y hecho, Alda, con dos de sus amigos, visitaron al jefe del Departamento de Humanidades y Filosofía, en ese entonces el padre Justino Revelo y, luego, a Pedro Pablo Cabezas, Decano de la Facultad de Ciencias de la Educación, quienes, al acoger su deseo, lo invitaron a que enviara su hoja de vida para que se sometiera a concurso. Muy satisfecho por esta noticia, Heriberto procedió de conformidad y esperó el resultado, con optimismo. La noticia no tardaría mucho y su hijo Enrique, un buen día, lo llamó para comentarle que habían aprobado su hoja de vida y había resultado ganador en el concurso. Con la certeza del nombramiento, procedió a solicitar licencia, durante quince días, a la Secretaría de Educación del Departamento del Valle, de su cargo como profesor en el Gimnasio del Pacífico, la que le aprobaron. Entonces, decidió enviar sus enseres a Pasto, a casa de la tía Irenita, mientras Alda conseguía un apartamento o una casa como nueva residencia, todo esto coincidente con la llegada de la época decembrina, período en el que viajó definitivamente, no sin antes llenar una enorme tula con los regalos para los suyos.
Para entonces, y después de pasar de un hogar a otro de sus familiares, Alda había conseguido instalarse en un pequeño apartamento, en el que ya, con todos sus enseres, esperaba su arribo. El mismo día 24 de diciembre empezó su ruta de retorno a su tierra natal, con mucha alegría, no obstante saber que el salario que iba a devengar iba a ser menor que el que había tenido en Tuluá, al que sumaba las horas extras de otros establecimientos, a las que, previamente y ante esta nueva situación, había tenido que renunciar.   
El viaje de retorno no fue fácil; el bus en el que se desplazaba sufrió varios percances mecánicos que retrasaron y apenaron su llegada, porque temía que no iba a estar junto a las suyos en la Nochebuena. No se puede dejar de señalar que un viaje de esta naturaleza, con el afán de que contaran con su presencia en un día tan especial para su familia, se le había convertido en un infierno. Pese a todo, y cuando sus queridos seres del corazón menos lo esperaban, esto es, a las doce de la noche, tocó la puerta, como si fuese el enviado del Niño Jesús con los obsequios que nadie esperaba. La felicidad fue incomparable, inmensa; el niño Jesús, portador de los esperados regalos para los niños, había hecho su aparición y en la hora exacta. Unos gritaban, otros abrazaban a su padre con innegable cariño. La fiesta que en horas anteriores era una falsía, ahora se había convertido en un momento de indescriptible felicidad y comenzaba un nuevo estar en su vida. El 25 de diciembre se considera el principio de restauración de una felicidad deseada y cuántas veces pisoteada por errores propios, de actitudes vengativas, que no habían llevado sino a tristes y angustiosas vivencias, a veces intrínsecas en el espíritu humano, que no comprende algunas  realidades que pueden solucionarse con facilidad y en una forma vivificante, para constituir un estar cotidiano tolerante e inteligente y que, muchas veces, persiste consecuente con una personalidad  neurótica, egoísta, solo posible de superar con la llegada de la tercera edad y la sabia reflexión de los años, pero que deja secuelas difíciles de eliminar que, aunque en muy pocas ocasiones reaparecen, no tratan de ofender a los seres del alma, sino al propio yo, que lucha constantemente, con ahínco, por la diferencia que, en definitiva, lo condujese al encuentro de la total felicidad, destino final del verdadero Deber Ser del ser humano.  
En esta residencia, en realidad un apartamento muy pequeño, junto a una amiguita que los visitaría desde Tuluá, recibió a un niño, hijo de la empleada, con mucho éxito. Heriberto no podía negarse a hacerlo, dada la urgencia, por cuanto su temperamento no le iba a permitir que se negara. Desde aquí se trasladaría, con su familia, a varias casas de habitación, en la ciudad, hasta que tuviera la suya propia, muchos años después, cuando el gobierno ordenó la liquidación de cesantías, para que pasaran a manejarlas unas entidades particulares. Como en efecto sucedió, retiró su cesantía para la adquisición de una vivienda en el conjunto cerrado, Barrio Achalay, con el pago de la cuota inicial, al Banco Central Hipotecario, por el sistema de Unidades de Poder Adquisitivo Constante (UPAC), cuyas cuotas, a la larga, resultarían ser muy onerosas, por cuanto el monto a cancelar estaba en permanente crecimiento.
Su felicidad fue enorme y creyó que, al fin, se iba a librar de tanto trasteo; reunió a sus hijos y a sus yernos, para manifestarles que esta casa sería la de ellos. ¡Qué ilusión tan equivocada! Invirtió en ella bastante dinero y la amplió, para que les diera cabida a todos y poder vivir con más holgura, pero sostener el pago de cuotas mensuales tan altas le iba a resultar imposible; de los 22 millones que era el precio inicial de compra, con el paso de algunos años la deuda había subido a casi a 60, valor que no pagaría sino con muchos años de trabajo; le resultó imposible resistir este sistema capitalista, que atropella los intereses del ciudadano del común y, por consiguiente, la perdió, incluso estando ausente; sus hijas tendrían que afrontar esta injusticia, quienes, por fortuna, supieron asumir con responsabilidad esta triste eventualidad y procurar, de nuevo, trasladarse a otra vivienda. Heriberto jamás regresaría a esta casa y percatarse, a fondo, de lo que había acontecido; lo que ellas hubiesen hecho era bienvenido en su historia.  La licencia que había obtenido del Departamento del Valle, en el cargo de profesor en el Gimnasio del Pacífico, la suspendieron, seguramente al conocer sobre su nueva vinculación. No obstante, agradeció, por escrito, por el período laborado, por fortuna, con bastante éxito. Agradeció, también, con entusiasmo, a los gestores de su nombramiento en la Universidad de Nariño y rápidamente tomó posesión de su cargo como profesor de tiempo completo, adscrito al Departamento de Humanidades y Filosofía, en el área de Lingüística, durante algún tiempo. En el programa de Filosofía y Letras, le correspondió desarrollar materias del área de Lingüística, como Fonética y Fonología del Español, algunas de Literatura y Metodología de la Investigación Científica. Para innovar fue importante, desde el primer semestre, la materia de Introducción a la Lectura, que se creía correspondía a semestres avanzados, sin tener en cuenta que este aprendizaje debía hacerse desde el principio, no como una simple conversión de grafemas en sonidos articulados, sino con una visión más cósmica, que apuntara a efectuar la lectura del mundo.   
Posteriormente, tomó materias de servicio para los diferentes programas de la Institución, en los que siempre tuvo éxito; en general, se relacionaron con la elaboración de proyectos de investigación en el área de Metodología de la Investigación, con el objeto de formar, desde el inicio, al estudiantado, no solamente para la elaboración de su tesis, sino para los proyectos que tuviesen que adelantar en su vida profesional. Durante su estadía en la entidad, participó de muchas actividades, principalmente en las relacionadas con las luchas sindicales, en las que su experiencia era suficientemente cimentada. De igual manera, en cursos relacionados con su formación, como en los idiomas, y hasta se matriculó en el programa de Filosofía y Letras, donde tuvo como profesores a sus propios compañeros de trabajo en el Departamento respectivo.
Al año de estar vinculado, lo ascendieron de profesor auxiliar a asistente, posición que le aseguró su permanencia en propiedad, después del período de prueba del primer año de servicio. Continuó con sus estudios de Filosofía, hasta cuando comprendió que seguir un currículo programado resultaba muy lento para lo que ya sabía y que consolidar un discurso en este campo podía hacerlo sin ese transcurrir, más apropiado para los estudiantes que iniciaban sus estudios.
Por entonces, se presentó la oportunidad de elaborar un proyecto para el Instituto Andino de Artes Populares de Quito, filial del Convenio Andrés Bello, con el objeto de abrir una oficina que se encargara de la investigación del área de su competencia, en Colombia. Heriberto y dos compañeros más, uno de Caldas y otro del Valle, participaron en el concurso nacional y lograron que lo aprobaran. Desde entonces, con la participación de la Universidad, en convenio, y con otras entidades del Departamento de Nariño, como la Gobernación y la Secretaría de Educación, se inició la labor, afortunadamente con éxito, participando de todas las ventajas de que gozaran todos los países partícipes en esta actividad.
Muy pronto fue director del IADAP, desde donde adelantó varias actividades, orientadas a la investigación de los modos de producción artística popular, en todo el Departamento, cuyos resultados se publicaban, en la revista internacional creada para tales fines, amén del desarrollo de las conferencias dictadas en el Paraninfo de la Universidad y publicaciones, también, en los periódicos locales y en revistas nacionales.
En varias ocasiones, lo invitaron a la ciudad de Quito, a realizar cursos cortos y a asistir a reuniones orientadoras de la actividad a desarrollarse; en esa época publicó un libro resultante de investigaciones en la población de Barbacoas, cuya recepción fue buena; su presentación se hizo en Bogotá, en una de las sesiones de la Feria Internacional del Libro, de la que fue varias veces, tal vez siete, conferencista, con temáticas resultantes de su estudio investigativo.
Igualmente, lo invitó Ernesto Samper Pizano, conocedor de su actividad investigativa y de escritura, a la ciudad de Barranquilla, con el objeto de plantear la necesidad de crear el Ministerio de Cultura, como uno de los propósitos de su campaña presidencial; la Rectoría de la Universidad accedió, agradeciendo la invitación, y le otorgó viáticos de su presupuesto para tal finalidad. En esta calidad, viajó, no sin dificultades, que supo obviar oportunamente, para arribar con éxito a su destino; allí sus planteamientos fueron muy claros, contra los eventismos en Colombia, ideas que estuvieron acordes con las que formuló Jacquin de Samper al respecto. No obstante, la nueva historia patria, en la actualidad, expresa lo contrario; como cualquier otro Ministerio, no es otra cosa que burocracia que, por las condiciones, suficientemente conocidas, no favorece a satisfacción los intereses culturales del país.
De regreso a su tierra natal, hizo escala en Bogotá, para visitar a su madre y a todos sus familiares, quienes, como de costumbre, lo acogieron con gran alegría. Una vez retornó a la Universidad, previo informe de su actividad, se reintegró a sus labores, especialmente en lo tocante a la investigación en Etnoliteratura, campo en el que gozaría de prestigio, dentro y fuera del país, lo que le significaría otras invitaciones, como una para que viajara a Cuba, que no podría efectuar por negativa de los viáticos requeridos, por parte del mismo rector, que argumentó que el presupuesto, para tales eventos, se había agotado en el viaje a Barranquilla, pero olvidando, a propósito, que esos gastos no se habían cargado al presupuesto de gastos del Departamento de Humanidades y Filosofía, sino al de la Rectoría.



XIX

La formación, de Heriberto, desde niño, lograda especialmente de su padre, estuvo plena de inquietudes, esperanzas, de voluntad en la lucha, por la consecución de sus ideales, por el logro de un mejor estar, para satisfacción de los suyos y la suya propio, lo que jamás habría de impedirle su recreación que, a menudo, y con sus compañeros músicos, adelantaba en las diversas viviendas por las que transitó. Vale recordar que este tipo de inclinación artística convivió con él desde su niñez y cuando, por ejemplo, vivió en Tuluá, gozó de excelentes compañeros artistas, quienes nunca desaparecerán de su memoria, entre otros, César Tulio y Rogelio López, el último ya extinto.
Consecuentemente y, cuando ya contaba con unos cinco años de labor en la universidad, empezó la preparación de su tesis para el ascenso a profesor asociado, en el escalafón de profesores universitarios, nivel que consiguió con facilidad, dados los conocimientos logrados a través del Instituto Andino, que calificaron con nota aprobatoria. Sus éxitos parecían interminables y la publicación de sus artículos era permanente, al igual que tenía excelentes relaciones con las entidades del gobierno departamental y nacional. En varias ocasiones, lo invitaron a diferentes ciudades del país y del extranjero, en especial al Ecuador, a lugares en los que dictaba conferencias y presentaba videos, preparados con sus compañeros de labor.
No faltó la representación, en nombre del Ministro de Educación de Colombia, a una Reunión internacional del IADAP, cuya sede siempre fue Quito, en la que se estudiaban y se trataban las temáticas propias de la institución, en la que, por unanimidad, acogieron la sugerencia de cambio de nombre, de Instituto Andino de Artes Populares a Instituto Andino de Cultura Popular, que propuso, con la convicción de que sería más ampliamente integradora de los modos de producción popular. Fueron varias las oportunidades de participación en Quito, junto a las directivas, en diversos actos culturales, relativos al desempeño orientado a relievar los valores de la cultura de las diversas etnias y la integración de los países partícipes de la región.
Como profesor asociado, gozaba de mejores prerrogativas de participación en el Alma Mater, sin que nunca hubiese tenido que palanquear para acceder a las  posiciones; así, llegó el momento en que optó por asumir cargos de dirección, como el de Jefe de Departamento de Humanidades y Filosofía, en el que obtuvo, durante su jefatura, el consenso plausible de sus compañeros y de los demás directivos; más  adelante, lo invitaron a que desempeñara el cargo de Secretario General de la Universidad, en el que también adelantó, con la anuencia del Rector, acciones que, en la Historia de la Universidad, antes no se habían logrado; así, se instituyeron, en definitiva, el Programa de Ingeniería Civil; más adelante, la Escuela de Postgrados, el Postgrado en Etnoliteratura, el Sistema de Investigaciones, entre otros. Jamás los compañeros de Departamento se negaron a apoyar estas realizaciones; todo lo contrario, fueron pilares importantes para sustentar estos emprendimientos.
Entonces, cuando laboraba como tal, sufrió, junto a todos los suyos, la triste y dolorosa desaparición, de uno de los seres más queridos, no solamente por él, sino por toda la familia, su tía Irenita, quien vivirá, eternamente, en su corazón; ella había sido como su segunda madre y la inolvidable tía de todos sus hijos y esposa.
Aquí, como intermedio de esta narración, viene a los recuerdos que, en unas vacaciones, en la población de Buesaco, en la vereda Medina Espejo, encontraron a una niña inocente, con algún nivel de retardo, consecuente con su carencia alimenticia, quien, con mirada triste, veía a Alda y a su familia, tal como si quisiera que la auxiliasen en su cruel vida, llena de harapos, sucia y con piojos. Este encuentro, para Alda, ha sido como un milagro de la desparecida tía Irene. Sin mediar, Alda la llamó y le preguntó si deseaba venirse con ellos; su respuesta fue afirmativa y, desde entonces, su vida es diferente y goza de plenitud al lado de quienes considera sus padres y sus hermanos. Al respecto, Heriberto escribió un poema intitulado “Karlita”.
Igualmente, en estas vacaciones, gozaron, su familia y, en particular, él, de la compañía de su madre Carmelita y de una amiga, muy querida, Tine, durante una temporada, tal vez, de dos meses, estadía que le permitió a Carmelita, notablemente, la mejoría de sus dolencias óseas. Los paseos, en esta zona, se hacían a diario, para disfrutar del clima y de la prodigalidad frutal de esta tierra, en especial de la naranja, de superproducción en estos parajes. De igual manera, se recuerda la belleza de sus paisajes; al clima de Buesaco lo han señalado como uno de los mejores de Colombia, hasta el punto de llamarlo “San Buesaco”. Aquí le viene a la mente la imagen de su querido primo Orlando, quien, en esas vacaciones, sufrió una crisis de salud debida a cálculos biliares, lo que requirió una intervención quirúrgica de urgencia; es doloroso recordarlo porque él, todavía joven, a la edad de 59 años, moriría de infarto, en la ciudad de Pasto.
De regreso al claustro universitario, y cuando su cargo como Secretario General tocaba a su fin, sus compañeros de creación del posgrado en Etnoliteratura, lo invitaron a participar de él, a lo que accedió y el tiempo transcurrió sin sentirlo. Fueron dos años de éxitos y fundamentación de sus propósitos positivos de continuidad investigativa, que jamás ha decaído. Al obviar algunas dificultades para la elaboración de la tesis de grado, un día Jaime Guerrero, compañero de estudios y de Departamento, le propuso que la hicieran recurriendo a saberes que ya poseían, acumulados a lo largo de tantos trabajos ya realizados, independiente y conjuntamente, en investigaciones previas. No hubo ninguna razón para negarse y al recurrir, de parte y parte, al conocimiento que tenían, tanto sobre el carnaval de Pasto, como sobre la música popular, entre otras cosas resultante del Festival Luis E. Nieto, excelente compositor y artista nariñense, en cuyo honor se lo realizaba, procedieron a la escritura de su trabajo de tesis, con la transcripción, desde sus archivos, del material apropiado; lo que resultó mejor todavía, si se tiene en cuenta que Heriberto había sido jurado, durante tres años consecutivos, del Festival de Música campesina en el Municipio de Pasto, con óptimos resultados.
Para la edición definitiva del informe de investigación, tuvieron en cuenta fotografías de las diferentes comparsas, carrozas y demás representaciones de la cultura ancestral de la región, al igual que de los personajes autóctonos, que cada pueblo tiene y no pasa desapercibido para sus habitantes. El material era el más adecuado para los estudios adelantados y, si bien, el trabajo fue extenso, no hubo dificultad para titularlo “Implicaciones Etnoliterarias en el Carnaval y Música Populares de Pasto”. A diario, durante varias horas, se entregaron de lleno, con entusiasmo a la escritura.  Para entonces, Jaime venía con algo de agotamiento acumulado, a consecuencia de su intenso trabajo en la elaboración de videos que, por aquella época, se editaban artesanalmente, porque aún no se disponía de la tecnología adecuada, que hoy se conoce; por este inconveniente, después de seis meses de labor, se precisó hacer un alto en su continuación, con mayor razón pues él no aceptó que siguiera solo en la preparación del informe de la tesis.
Para entonces, ya habían transcurrido cerca de cinco años más de vinculación a la Universidad y, al tener, también, acopiado algún material de lo investigado sobre la décima popular, en Tumaco, una forma poética que consta de cuarenta y cuatro versos, en cinco estrofas, una llamada cuarteta o glosa de cuatro versos y cuatro de diez versos, en cada una de las cuales, en cada décimo verso se repite un verso de la glosa, decidió adelantar su trabajo de promoción para acceder a la categoría de profesor titular.
Entonces, Alda, muy cansada de la labor de digitación en el computador y por otros inconvenientes de tipo familiar, se dispuso a dejarlo, lo que duró dos años, sin que, en este periodo, dejara de apoyarla; sin embargo, a pesar de la responsabilidad que había mostrado con ella, procedió a denunciarlo por alimentos, actitud, desde luego, que le confirmaba más la sospecha que se había ido apoderando de su corazón, que Alda no lo amaba, que nunca lo había amado.
Durante este tiempo, con la colaboración de dos estudiantes que, en principio, habían decidido elaborar su trabajo de grado, en Filosofía y Letras, sobre la décima en lo humano y lo divino y que, al final, decidieron cambiar la temática, al aprovechar varias décimas que ya habían recolectado, dio comienzo a la preparación de su trabajo de promoción, mientras Jaime, afectado en su salud, se reponía. Fue, también, un trabajo arduo y dispendioso, por cuanto necesitaba realizar mucha más investigación de la que se tenía de Tumaco, habida cuenta de que esta forma poética era universal y se encontraba en diferentes lugares del mundo, con presencia especialmente en España, país en el que los jesuitas la utilizaban como método de aprendizaje, en las denominadas justas poéticas, en los colegios. Así, resolvió el título de su trabajo de promoción como “Interpretación y Contextura Simbólica de la Décima Popular en Tumaco”, con el que obtuvo una alta calificación y el ascenso correspondiente a profesor titular, máxima escala que concede cualquiera institución de Educación Superior en el mundo.
Por esta época, y durante unas vacaciones, llegó a su hogar, Alfredo, con su esposa y sus hijos, desde Alemania, con el interés de viajar y desarrollar un recorrido por el Ecuador; coincidió su visita con una erupción del Volcán Galeras, evento que cambió su programa y resolvieron regresar, pero no sin antes visitar a Memo en Villa Hermosa, por lo cual lo invitaron, pues viajarían primero a Buenaventura. Inicialmente, no les aceptó la invitación, pero, al día siguiente, al observar la tristeza de sus hijas, en especial de las menores, Paulita e Ivanita, preparó el viaje de inmediato, con el fin de alcanzarlos en la finca de Memo. Después de una parada en Cali, donde hizo que sus hijas se divirtieran en un Club llamado “Aquí es Miguel”, continuaron con su viaje hasta el destino previsto, donde no fue posible encontrarlos, pero, de inmediato, siguieron hasta Buenaventura, donde los localizaron.
Acto seguido, se embarcaron hacia Ladrilleros, en la costa pacífica del Valle del Cauca, lugar en el que permanecieron durante tres días, hasta cuando tuvo que, por  necesidad, retornar, en vista de que Paulita, insolada en la playa, estaba muy afectada en su salud. Ya en Cali, en casa de Jaime Gutiérrez, buscaron los primeros auxilios y, una vez administrados, volvieron a Pasto, viaje en el que su hija, al recibir el viento en la espalda, mejoró totalmente de sus quemaduras y llegó casi sana a su hogar. Posteriormente y, tras un accidente, por fortuna sin gravedad, que sufriera Ivanita, arrollada por un vehículo, cuando conducía su moto, Alda, como debía ser, regresó al hogar y se ocupó de sus hijas. Se debe recordar, por entonces, que una de sus hijas decía: “Mi papá ha sido padre y madre para nosotras”.
Una vez restablecido Jaime, pudieron terminar el trabajo de investigación en Etnoliteratura, que sustentaron para obtener una calificación de meritorio y la institución les concedió el título de Magister. Así lograba la cristalización de sus sueños, quizá para librarse definitivamente de sus preocupaciones y, en cierto modo, de su debilidad, no eludible al haber sido perseguido, por sus altos y bajos, en el transcurrir por la existencia y, en particular, por sus posiciones ideológicas, las que jamás iban a desaparecer, en el contexto de un país abocado a enfrentar tantas deficiencias, en los órdenes de la Libertad, la Desigualdad, la Democracia y, desde luego, carente de Soberanía.





















XX

Después de casi 19 años de servicio en el Alma Máter y al completar el tiempo faltante, para tener derecho a su pensión, con el de docencia en la educación primaria en el Departamento de Nariño, creyó conveniente solicitar su jubilación. En estos años, Enrique, su segundo hijo, ya no vivía con sus padres, pues adelantaba estudios superiores en Hamburgo, Alemania, estadía, que duró, aproximadamente, de 15 a 17 años, donde contrajo matrimonio con Mari y tiene dos hijos, nacidos allá, Lorenzo y Andrés, que en la actualidad viven con su madre, en Santiago de Chile, y quienes ya han estado, en una temporada, en Intihuasi y en Pasto, donde han gozado de toda la atención y sentido el cariño que les brindan sus familiares.
Al pensar en la jubilación, surgió otra posibilidad de continuar en vista de que, para esta instancia, no se contaba con la carga académica propia de un profesor titular. Los currículos de programas técnicos, en Tumaco, parecía que tocaban a su fin, por múltiples deficiencias. Con su temperamento de lucha por el bienestar de quienes lo necesitasen, ofreció sus servicios con miras a la solución de esta problemática ante el Vicerrector Académico, quien, sin pensarlo dos veces, accedió a su propuesta y le pidió que se trasladase, en el término de la distancia, a esa ciudad y procurara, a como diera lugar, solventar la situación que se había presentado.
Evidentemente, ya la Universidad había decidido cerrar la sede en Tumaco y empezaba a trasladar los enseres de trabajo; al llegar a la zona, empezó su labor de restauración, con el beneplácito de los habitantes. Es obvio que, para poder actuar, necesitaba aplazar su jubilación, lo que aceptó con gusto el Rector. Sin establecer las condiciones propias de su traslado, como el tanto por ciento de sobresueldo, asignado a un cargo directivo, el respectivo nombramiento y sus atribuciones para tal efecto, al confiar en que esto se diese más adelante, con fortuna, inició su labor y todo mejoró. La sede de la Universidad, en Tumaco, dejó de ser un simple programa de Acuacultura y se convirtió, primero que todo, en un programa de Ingeniería en Producción Acuícola y, luego, se abrieron otros programas, que convirtieron a la Institución, en la Sede Regional del Pacífico, entre los que se deben mencionar los de Ingeniería Agrícola y Forestal, Economía, Comercio Internacional y Mercadeo, Administración e Ingeniería Acuícola, cuyos primeros semestres se realizarían en la subsede y los siguientes en la sede de Pasto; además, se anunció que, más adelante, se abriría el programa de Derecho. En cuanto a la infraestructura física se refiere, los cambios fueron altamente notorios y de consenso aprobatorio, tanto de los gobernantes regionales, como de los nuevos estudiantes matriculados. Fue vox populi, en la zona, que la Institución Universitaria había reiniciado su justo avance, para quienes mucho la necesitaban en su medio.
Transcurría el año 1996 y, en el anterior, había llegado en Pasto, al hogar, una hermosa niña adoptada, que había llenado de felicidad a los dos, viejos en estas vicisitudes, ya solos en su cabaña, en la ciudadela, barrio de Tumaco, diagonal al edificio de la Universidad.  Por esta época, y antes, los visitaron, en una temporada, Edgar, su hermano menor, y, en otra, Memo, como siempre había sido su costumbre, pues siempre había gozado del aprecio de sus hermanos, quienes, donde estuviese, habían ido a pasar algunos días con él. Muchos cambios se habían llevado a cabo, pero se aproximaba ya la hora de retiro. Precisamente, un día cualquiera, del mes de noviembre, le anunciaron que debía jubilarse a partir del primero del mismo mes, no obstante haber trabajado hasta el 20 de noviembre; pareció que esta decisión de la dirección se relacionaba con un oficio del jefe de Recursos Humanos, que le había expresado que podía continuar en su cargo, hasta nueva orden.
En la liquidación de sus prestaciones, no se tuvieron en cuenta el sobresueldo que le correspondía como director de la subsede, el tiempo laborado hasta el 20 de noviembre, amén del desconocimiento que se evidenciaba, con claridad, por parte de la oficina de archivo, que no podía explicar muchos aspectos de su nombramiento y estadía en Tumaco, todo explícito en las respuestas a los constantes oficios que dirigió a Rectoría, para solicitar su reliquidación. A hoy, año de 2014, esta situación subsiste y ha sido preciso que interpusiera, primero, una tutela que, aunque acepta las razones expuestas, recomienda que lo hiciera por la vía administrativa, acción que está en proceso, ahora en Procuraduría.
Por entonces, también lo había nombrado el poder judicial para que desarrollara cursos de Técnicas jurídicas, dirigidos a funcionarios de la rama y a otros que quisieran hacerlo, con resultados siempre exitosos, donde consiguió, entre los estudiantes, buenos amigos, igual que con varios jueces y fiscales. Coincidía esta época con un viaje que tuvo que hacer Alda a Bogotá; en consecuencia, permaneció solo, durante una buena temporada, pero de desagradable recordación, porque pasó un grave inconveniente cuando lo asaltaron unos delincuentes, mediante el famoso sistema del paseo millonario, lo que le ocasionó la pérdida de unos dos millones de pesos.
Al regreso de Alda a Pasto, le solicitó que, también, volviera; así lo hizo y, de común acuerdo, decidieron buscar un lugar donde pudieran vivir su tercera edad, con más tranquilidad y armonía, en alguna población cercana. Por ello, viajaron a Buesaco, a La Florida, lugar de gratos recuerdos, a El Pedregal, a Pilcuán y a Consacá. Desde Ricaurte, la familia de Alda consiguió una vivienda adecuada y, de pleno acuerdo, accedieron a residenciarse en esta población, por lo que procedieron a trasladar desde Tumaco los enseres requeridos. Una vez jubilado, se instaló, entonces, con los suyos, con su última hija, Ana Gabriela. Esta zona le traía recuerdos no gratos, amén de los chismes que se tejían, para tratar de desvirtuar, quizá, su enlace; no podría negar que lo afectaran y que lo llevaran a que le diera continuidad a su discutible comportamiento.
Alenita, por dificultades que sufriera en Mocoa, había trasladado sus muebles a Tumaco, lugar en el que permaneció por algún tiempo, hasta tanto se arreglase su situación. De igual modo, sus hijos, Gustavito y Fabianita, viajaron a Ricaurte, para quedarse junto a sus abuelos; así decidido, se hizo necesario matricularlos en la escuela, también con Anita Gabriela, en la que realizaron su primaria. Muy pronto volverían al lado de su madre, solventadas, en principio, las dificultades antes mencionadas; pero la difícil situación parecía que persistía y era necesario tomar otras medidas, en pro de su hija y de sus retoños, eventualidades de las que se va a hablar más adelante.
Para entonces, en la sede de Tumaco, se abría el programa de Derecho, el que lo nombró, por medio del Decano, como profesor hora cátedra y, por secretaría, se le anunciaba que debía presentarse, para recibir la orientación necesaria a los nuevos profesores; así lo hizo y laboró, quizá un semestre, con estudiantes, quienes mostraron excelentes calidades, al menos en su cátedra de Metodología de la Investigación.
De Ricaurte decidió regresar a Pasto, a su casa, en el Barrio Achalay, la que compartía con algunas de sus hijas; muy pronto Alda también lo hizo, sin previo aviso, y surgió, entonces, de nuevo, el deseo de vivir en otro lugar del Departamento, porque sentían que la ciudad ya no era su lugar apropiado.
Para esta época gozaban de un carrito de placas ecuatorianas, marca Volkswagen, modelo 1969, en el que disfrutaron de algunas salidas recreativas a varios lugares, entre esos a su cabaña, de la ciudadela de Tumaco; de igual manera, a Quito, ciudad en la que su hijo adquirió una camioneta Ford Courier, después de su regreso de Hamburgo, Alemania, ciudad en la que había hecho sus estudios como geólogo.
Así las cosas, en Consacá, población situada al pie del célebre volcán Galeras, consiguieron una vivienda suficientemente cómoda y allí empezaría la vida que habían deseado para estos años, con la felicidad deseada; por cierto, así fue; sus hijos los visitaban a menudo y se dio, con enorme satisfacción, la consecución de muy buenos amigos. En especial Alda quiere mucho a este municipio y tiene amigas que a diario recuerda y añora su amistad.
Por cuanto la salud de Alenita había empeorado, hasta tal punto de que la hospitalizaron por algún tiempo, a su salida se la trasladó a Consacá, para que residiera en compañía de sus padres y con sus dos niños. Por algún tiempo permaneció allí, con cambio de residencia y, dada su inestabilidad, pronto decidió trasladarse a Chachagüí, precisamente al hogar que hoy se denomina Intihuasi. Resuelto uno de sus problemas, abandonó Chachagüí y, ya jubilada, dado su estado de depresión, que la hacía inestable, viajó a Cali, a donde llevó, también, a Ana Gabriela, para que estudiase, junto a Gustavo y Fabiana, en un colegio particular. Luego, después del regreso de Ana Gabriela para que estudiara en Pasto, viajó a Tuluá, donde permaneció un buen tiempo, con sus hijos, que estudiaban en el Gimnasio del Pacífico. Coincidía, entonces, la residencia de Anita Lucía en Cali, mientras Raquelita, su hija mayor, adelantaba estudios profesionales en la Universidad del Valle. Heriberto, unas dos veces, las visitó en Cali. Cansada de tanto viaje, Alenita retornó a Pasto, donde hoy reside, más calmada, gracias a haber encontrado la vía de una enorme espiritualidad, conseguida a través de un amigo pentecostal de Chachagüí.
El dejar la casa de Chachagüí, fue el origen de la compra, por parte de Heriberto de la residencia en esta población. Ellos, sus queridos retoños, en especial Enrique, como geólogo, le insistían, permanentemente, en que salieran de la zona, por el temor que mantenían ante el volcán que, pese a varias de las erupciones, jamás ha perjudicado a Consacá y, al contrario, significaba, todos los días, un bello espectáculo que presenciar, tanto cuando estaba despejado como con sus fumarolas, que surgían tanto de los pequeños como del gran cráter, cuyos gases ascendían varios kilómetros de altura, todavía más en las erupciones.  
No tardaron en convencerlos para que se trasladaran a Chachagüí, lugar en el que podrían comprar una vivienda, tal como se había previsto, al dejar la casa Alenita; no hubo oposición que valiera y con dolor, tristeza y enorme deseo de retorno, aceptaron. La despedida constituyó un momento para jamás olvidar, una situación que dejaría historia en su pensamiento. El llanto, tanto de quienes se despedían como de quienes despedían, fue grande y muy triste; jamás les pasó por la mente que se pudiera querer tanto a un lugar, como a su gente. Habían sido seis años felices de permanencia que conviven en sus recuerdos y, a menudo, piensan en volver, lo que han hecho ya, en varias oportunidades, para instalarse en casa de una excelente amiga, Carmencita.
En Pasto, ya no eran propietarios de la casa del Barrio Achalay y su llegada se hizo a una casa arrendada por sus hijas, las que aún estaban juntas, porque es bueno decir que se había levantado una familia eminentemente unida, sólida y solidaria. Heriberto y Alda, sin dejar a un lado su tristeza por haber salido de Consacá, se trasladaron a Chachagüí y ahora su distracción fue la restauración de la vivienda que, en siete años de estadía, no se ha terminado y hoy aparece, a los ojos de los visitantes, como un verdadero palacio. Poco a poco y por no estar cerca de la población, se han acostumbrado y Heriberto, dedicado a reactivar la escritura, lucha no solo con su variada producción, sino con la consecución de una perfección integral, que le permita recibir con armonía y la perfección posible la quizá pronta llegada de la muerte física.
Jamás sus hijos, incluso quienes estuvieran ausentes, los han olvidado y, cada semana, los visitan y llevan a cabo bellas reuniones en los días de festejo de sus vidas y, al igual que otros parientes, disfrutan de su estadía, con música, con baile, con medido licor, pero, fundamentalmente, con una incomparable alegría. La llegada de su hijo Enrique, por lo general cada mes, representa un tiempo de enorme satisfacción y goce, al escuchar su música, que interpreta con gran propiedad artística, y su presencia constituye la plena felicidad de su madre.
Mientras haya vida y salud, subsiste en el pensamiento de ambos el permanente deseo de visitar a Consacá y a sus amigos, por fortuna con mejores medios, incluso de transporte, porque ahora cuentan con un auto, de propiedad de su hijo, un Nissan 1800, 2012, que permanece en Intihuasi, durante su ausencia.  Así parece que llegara al final parte de esta historia autobiográfica, en la que el autor se ha propuesto resaltar más el drama que cualquiera otra cosa, de todos modos muy significativa de una vida que aún sufre con una imaginación persecutoria, que viaja por los senderos y los confines del mundo de la trashumancia.












CUARTA PARTE

DE LA ADOLESCENCIA
A LA MADUREZ









XXI

Vigilia: sueño viviente de compulsión creativa, en noches cortas de creación, del territorio imaginario de la mente conducente a la producción poética.

Senderos del recuerdo implica la posibilidad de una complementación, para retornar a algunos espacios y tiempos aludidos, en los que no se ha profundizado lo suficiente, por las variables instancias de un vivir, casi siempre, digno y armonioso, que requiere la inclusión de un mayor detalle.
Heriberto, ahora ya a los 76 años de edad, muchas noches las pasa en residencias diversas, de todas sus hijas preferidas, quienes consolidan sus años, con la bondad, el aprecio y el amor desinteresado hacia su padre. En una de esas tantas noches de vigilia, desde lo más hondo de contextos virtuales de la imaginación creadora, evoca una de sus vivencias, más frágiles al corazón y al espíritu, para revisar, en un drama histórico, sus eventos felices en los espacios floridos de su ya larga existencia.
De paso por senderos veredales, plenos de belleza y armonía, de contenidos naturales que iluminan la espiritualidad más desprotegida de sensibilidad, el corazón palpita, con mayor intensidad, en la contemplación de su entorno. El viejo Volkswagen, 1969, recorre, en principio, las destapadas carreteras que conducen al amplio occidente de la ciudad de Pasto, que insinúa, a sus veras, multitud de inapreciables productos, en campos trabajados por las ingentes y callosas manos de los campesinos, fuente inagotable de la despensa del morador citadino.
Por el camino, se abren las vías a lugares veredales, como Tacuaya y Moechiza, ricos en yacimientos de arena, amén de cultivos de tierra fría y ganadería, recordables por el paso, sobre el viejo puente, del general Bolívar, que libraba la batalla para lograr la entrada a Pasto, por las dificultades que siempre opusieron sus habitantes, seguidores de las causas realistas, esto es, de la corona española. A sus veras, el inmenso horizonte lleva, hasta el pensamiento y el verbo, los floridos y montañosos espacios, unos explotados y otros hostiles y de presencia aún primigenia y silvestre, comprensibles, quizá solo, en el contexto de la virtualidad terrenal.
A la izquierda del camino, al pie del sendero recorrido se observa la pródiga región de Chapacual, que limita sus campos y viviendas con el inmenso cañón del Guáitara, inicio de la continuidad montañosa de su otro extremo, que se complementa, desde la vera diestra, por los campos de cultivos incipientes, por el impulso agreste del hombre que trabaja la tierra, sin que le importasen las dificultades que le depare. Al orientar la mirada a las lejanas profundidades de los ríos y a las imponentes montañas continuadas, de esta parte grandiosa del planeta, es posible conducir, a la distancia, hacia tantas poblaciones a la espera, como Linares, Ancuya y otras que transponen su dirección hasta los inmensos, aparentemente interminables, confines de la inmensidad del Pacífico. 
El recorrido no deja de mostrar la hermosura de las veredas, pobladas por seres humanos capaces de romper la tierra, para solventar la necesidad vital de su existencia. Zaragoza, Cariaco y Bomboná, lugares de históricos recuerdos, de luchas por la liberación del dominio extranjero, deparan instancias de contemplación ilimitada, que aquilatan, cotidianamente, la grandiosidad de nuestros héroes libertarios.
Entrar a Bomboná, el espacio solemne y recordatorio de la difícil batalla que lleva su nombre y que simboliza la visión bolivariana, es de moral obligatoria. Allí, el 7 de abril de 1822, el máximo líder y héroe Simón Bolívar selló, con éxito, no obstante la supuesta derrota, la liberación de muchas instancias, partes de la Patria Grande, sueño intangible que hoy muchos proponen como la revolución bolivariana. El eterno símbolo de la grandeza guerrera es la piedra de Bolívar, que recuerda, con la inscripción impresa de algunas palabras de su contrincante, Basilio García, la impresionante notabilidad y altura del caudillo, precursor futurista de América, por ejemplo en su ideal escrito en la “Carta de Jamaica”, que dice, en nota que le había escrito:
Remito A. V. E. las banderas de los batallones de Bogotá y Vargas. Yo no quiero conservar un trofeo que empaña las glorias de dos batallones, de los cuales se puede decir que si fue fácil destruirlos ha sido imposible vencerlos.
Abril 7 de 1822 — Abril 7 de 1922
En este momento, se debe mencionar que, a la entrada a occidente, por la vía recorrida, está la población de Yacuanquer, punto estratégico de la fundación de Pasto, lugar donde se recuerda, por haber fallecido allí, el espíritu del líder y héroe venezolano Pedro León Torres, herido en Bomboná. Vía a Consacá, más adelante, se precisa cruzar el río Azufral, antes lugar de recreación de los bañistas en veraneo, quienes, en vacaciones escolares, permanecían dos meses en esta hermosa, solidaria y acogedora zona; su cruce se hace por el pequeño, pero indestructible, puente Alfonso López, denominado así, tal vez, por la historia de la retención del, entonces, Presidente de la República, Alfonso López Pumarejo, en la hacienda consaqueña de la familia Buchely, según lo refiere la Historia Verdadera.
El periodista y escritor nariñense, ya extinto, Jaime Quintero, refiere, con certeza y calidad, este acontecimiento de la Patria, del 10 de Julio de 1944,  al expresar que este hecho “partió en dos partes la Historia de Colombia”, cuando Pasto fue, por un breve tiempo, capital de Colombia y amenazado por un gobernante, quizá Ministro del Estado, de bombardear a los indomables pastusos, con quienes Bolívar ya había luchado, con su ejército patiano y venezolano, en la famosa Batalla de Bomboná, ya aludida.    
Consacá, uno de los espacios de este drama, siempre ha sido, y seguirá siendo, el lugar de afecto y cálidos recuerdos para el hogar de Heriberto y de quienes, de su familia, muchos ya desaparecidos, gozaron de la sana e inconmensurable bondadosa acogida de sus pobladores y de su incomparable clima y parajes paradisíacos. Ubicada en las estribaciones del majestuoso volcán Galeras y de las hondonadas de sus ríos, hacen que, en todos sus espacios, no solo se contemplase su belleza, sino que es sitio de pan coger, para sus coterráneos y los visitantes cotidianos, amantes de estar en un Olimpo de mentes creadoras, imaginativas, que luchan por el bienestar de sus ilusiones; no faltan quienes consideran a esta saludable y hermosa tierra como un paraíso terrenal. Personalmente, Heriberto se autodenomina hijo adoptivo de Consacá, en la que, desde niño, en su adolescencia, su juventud y su madurez, ha podido vivir, plenamente, un status de libertad y de autonomía formativa, de una mirada perenne hacia el Deber Ser de su patria. 
Fueron muchos los momentos y las instancias felices de su acontecer por senderos fructuosos, jardines de esperanza, vitales e inolvidables, de su yo, en el caminar de su existencia, no obstante las dificultades que hubieren de aparecer, en búsqueda de la trascendencia hacia otros hechos continuados, en sus cometidos permanentes para constituir lo humano. En diferentes épocas, junto a sus padres y a otros parientes, tuvo la suerte de convivir, con la dicha de asistir a un mundo que jamás desaparecerá de su imaginación y de su recia voluntad, del reconocimiento humanitario y del medio; incontables los lugares, unos reales y armoniosos y otros fantasmagóricos y tristes de su geografía y geohumananidad, del celeste espacio de sus, unas cortas y otras largas, estadías en el tiempo de la posibilidad de su ser.
De niño, con sus hermanos y sus padres, caminó por abruptos parajes hacia el hondo cañón del río grande de la región, incluso sin atender al peligro, para gozar de un baño fabuloso en sus torrentosas aguas, acciones que se evidencian en el álbum de los recuerdos. Cuántas otras, en compañía de los amigos veraneantes, se lanzó a atravesar las aguas verdes del Azufral, río que baja de las alturas del volcán, recurriendo a vados organizados con piedras, muchas difíciles de mover, por su padre, en los mejores sitios del río.
Los paseos a Bomboná, principal vereda del municipio, no fueron menos agradables, ni menos dignos de grabar en la mentalidad satisfactoria de sus andanzas. La frondosidad, riqueza y calidad de sus naranjos tentaron, casi cotidianamente, para la recolección de sus frutos y el goce de su dulce sabor, hasta el punto de, una tras otra, amén de las que se llevaban a casa, consumir, con alegría y satisfacción, sus jugos, de máxima calidad de ese entonces.
Caminando por el carreteable y después de un saludable baño en el río, subían la ladera o pasaban por el puente de piedra, para convivir con la espectacular presencia de tal monumento. En algunas temporadas del verano, convivían con parientes, en las que era gracioso observar las pilatunas de uno de los hermanos, de Quique, quien gozaba cuando le escondía los zapatos a su tío Eugenio, a su primo Afranio y a su propio padre, en la calle, arrumando piedras encima de ellos, para que, en las mañanas, al levantarse, no los encontraran.
En otras oportunidades, al vivir en una casa junto a la cárcel de entonces y junto a los famosos chorros de abundante agua, en los que los veraneantes, frecuentemente, tomaban un agradable baño, Heriberto compartía, con los presos, la caza de raposas o llamadas también chuchas, con las que hacían deliciosos caldos, muy conocidos por su excelente sabor y fama de curativos. En la calle, el menor de sus hermanos, Edgar, jugaba montando caballitos de palo, lo que también se evidencia en los álbumes de la familia. Fueron frecuentes, además, los paseos a las fincas vecinas, de propietarios pastusos, de muchos naranjos, en las que, en sus piscinas, departían, con la natación, lo que incluía su aprendizaje, con las dificultades que se les presentasen, pero, por fortuna, sin tragedias que lamentar; el gozo siempre fue de jamás olvidar, como tampoco faltaron los paseos a las laderas del Galeras y quienes estuvieran en mejores condiciones y edad para hacerlo subieron hasta la cima, de aproximadamente 4270 m, y, es más, una vez superada, avanzaron para llegar hasta Pasto.
En las calles de la población, casi todas las noches, veraneantes de todas las edades y sexos, compartían diversidad de juegos, como el de la sortijita, la gallina ciega y tantos otros, difíciles de recordar, pero que constituyeron la armonía de unos y otros, de lugareños y de visitantes, actitud muy destacable que ha hecho, históricamente, la amabilidad, cortesía y acogida universal de sus habitantes, en todas las épocas; nunca hubo diferencia de clases, razas o desafueros antisociales, por lo que Heriberto guarda imperecederos recuerdos de varios que, por esa época, fueron sus amigos y que no ha vuelto a ver, incluso en muchos de sus retornos al lugar: son dignos de recordar: Campo “el pite ’e diablo”, el duro sastre, el maestro Huertas y toda su familia, los hermanos León y más, pero ya extintos, por múltiples razones.
La participación deportiva de Heriberto y de su primo Afranio fue activa, hasta el punto de que este último triunfó en una doble de ciclismo, Consacá-Sandoná, pese a las dificultades que los vecinos municipales le impusieran por no ser consaqueño; en otra oportunidad, también Heriberto ganó una australiana de ciclismo en Sandoná, junto a Vicente, en equipo. Jamás vino a su mente que, luego, habría de volver y llenar su espiritualidad, tal vez con lo más feliz de sus experiencias, hacia el encuentro, primero, de su tercera edad, junto a su único amor, de su andar por el sendero, a veces con espinas, pero de las más bellas del camino, porque siempre hubo rosales a su vera.
Hay otras instancias que recordar en la vida de un adolescente, que tendía a la juventud, que supo gozar a plenitud, pero que faltaría aún traer a la memoria, como otras vacaciones que vivió en Popayán, junto a su tía materna, Tinita, su esposo y algunas primas, por parte de su madre. En esta ciudad, de belleza colonial y sede de la más destacada celebración de la Semana Santa en el país, por primera vez afloró, en su incipiente juventud, lo que se ha denominado, con la certeza de no serlo, el primer amor, en su proceso de formación viril; no obstante, ella, dos años mayor, atraía, de algún modo, su mirada y buscaba con frecuencia, durante su permanencia, estar a su lado, en su propia casa, la de sus familiares; su hermanita, a su vez, requería la amistad de los adolescentes supuestamente enamorados.
La grata estadía vacacional se acompañaba felizmente de salidas ocasionales campestres, a la localidad de Puelejen, al sur de la ciudad, en la que sus parientes tenían una pequeña finca paradisíaca, de excelente clima, floridos campos y piscina, para el aprendizaje y disfrute de la natación, necesidad ineludible de todo niño, en su sano proceso formativo.
Las temporadas intermedias de los estudios son cortas, pero fijan en la mente del ser humano, el drama incomparable de sus vivencias, para retornar pronto a su período de estudios, adelantados en la ciudad sorpresa, de entonces, Pasto, capital del Departamento de Nariño, donde, como resultado de una siempre aludida formación en la niñez, también gozaría de la compañía de seres queridos, comprensivos y tolerantes, como sus abuelas paterna y materna y la nunca olvidada, y preferida de los corazones, tía Irenita, que jamás morirá en la memoria de sus descendientes; de la compañía de ella, y de su esposo, en diferentes épocas, habría de gozar, por su ternura, amor y respeto, muchos de los varios instantes de su existencia, lo que, para sí mismo y los retoños del futuro hogar, consolidaría sus amores y las remembranzas de paseos campesinos y estancias en Hortensia, su rica finca.
Tampoco podría olvidar que, en las alegrías de su pueblo adoptivo, una chiquilla, sana y buena, pretendía llenar su corazón de muchacho, sin lograrlo, porque el destino le había deparado que encontrara otro amor, quien sería, por eterno, el único poseedor de sus virtualidades, de entonces, y las reales en la transparencia de su ancianidad.











XXII

En 1967, para poder ejercer la docencia, en La Florida, Heriberto había obtenido su título de Maestro, otorgado por el Ministerio de Educación Nacional por intermedio del Instituto Nacional de Capacitación, INCADELMA, y la Secretaría de Educación, registrado legalmente el 4 de Septiembre de 1968. A la vuelta de esta labor institucional, lo habían nombrado Director de la Escuela de Varones de Yacuanquer, cercana a Pasto y en el tiempo en que realizaba sus estudios universitarios en la Universidad de Nariño.
Otra instancia, aunque no muy larga, daría principio al dramático accionar ante una comunidad con las variables idiosincrásicas, propias de la diversidad que, da la impresión, se entienden con el paso de los años, en los espacios del final de las anualidades, muy útiles para tales eventualidades del vivir, considerablemente activo. Afrontar las circunstancias múltiples del recorrido por tantos espacios diferentes de lo humano, simplemente humano, no es del todo fácil. Es preciso, día a día, reflexionarlos, para calificar el desarrollo, el mejor deseado, en este transigir, no solo con contingencias, ajenas a una integración, sino con la vida misma, como acción justa del transcurrir del ser, en el contexto de toda la comunidad y propia de la naturaleza educativa, en la que habría, en lo fundamental, que constituirse como prioridad el niño.
Yacuanquer, diferente a otros lares, en los que la pobreza es proeza de la continuidad vital, gozaba, o quizá aún goce, de un status socio-económico mejor que, en gran parte, habría de no forjar y fijar una formación más firme de sus educandos, quienes evidenciaban debilidades ante exigencias nuevas, de compromisos con el acontecer esperado. No obstante, y gracias a personajes ajenos al lugar, como el juez promiscuo de entonces, se abrían caminos formativos en los que la familia entera fue partícipe; Alda, ahora ya, de tiempo atrás, su esposa, brillaba por sus calidades artísticas, como actriz, en especial, al convertirse en integradora de las festividades de la región; fueron varias y de calidad sus presentaciones, dignas del aplauso del público, sorprendido y generoso en la estimación de días universales, como el de la Madre y otros. El grupo artístico teatral, dirigido por el juez, Edgardo Mutis, entre otras cosas, cofundador del colegio oficial de Yacuanquer, era muy operante y transformador; cada vez, sus habitantes solicitaban otras presentaciones teatrales que, además, trascendieron la región. Estos frentes de colaboración cimentaban, cada día más, las acciones educativas y formativas de los estudiantes, quienes iniciaban, así, la conformación del grupo teatral de la Escuela, para futuras presentaciones.
Se impulsaba el deporte en diferentes áreas, pese a las dificultades expresas, incluso de alguno o alguna de los seccionales, cuando se tratara, por ejemplo, de caminatas extensas que, para ellos, sentían exageradas. En fin, hasta quejas se tuvieron, por parte de los padres de familia, de que en la escuela había un muchacho, hijo del Director, que golpeaba a sus hijos, con guantes de boxeo; lo cierto era que Enrique, quien tenía unos cinco años, aproximadamente, insinuaba boxear con los estudiantes, con guantes que su padre le había traído desde Cuenca, Ecuador. Este tipo de actitud, de excesivo consentimiento, en su breve paso por la zona, le trajo, a menudo, odiosas dificultades que, por fortuna, acabaron cuando lo trasladaron a Pasto, a la Escuela de varones Cristo Obrero. Allí, tuvo, también, la colaboración de Alda, en lo que se refiere a la actuación teatral, en las diversas festividades de la Institución, con mucho agrado de los seccionales, de los alumnos y de los padres de familia.     
El haber viajado a otros lares del país, por largas temporadas, había impedido el regreso, que solo se daría, mucho después, cuando su estado, en la madurez, había cambiado y gozaba de un hogar que ha podido disfrutar, más adelante, de la solidaridad, bondad y sinceridad de los pobladores de Consacá, lo que ocurría por allá en el año 2000, después de buscar, en diferentes zonas del Departamento, un sitio digno de su estar en la tercera edad, que les permitiera llevar una vida con tranquilidad, holgada y llena de armonía, como evidentemente aconteció. Para entonces, la mayor parte de la vía de acceso se había asfaltado y su hijo, después de sus estudios en Alemania y de vuelta al país, en uno de los viajes a Ecuador, había adquirido un vehículo que, después de ser suficientemente utilizado en Pasto, le había entregado a su padre para que lo conservara. Los hijos, con frecuencia, visitaban su hogar y organizaban paseos recreativos, fundamentales para la consolidación de su existencia, apropiada a su status; fueron muchas las regiones que, desde allí, visitarían y recordarían con alegría su paso por ellas, en sus años mozos, tales como Ancuya, Linares, Sandoná, La Florida, lugar, en especial, que era motivo de imperecederos recuerdos.
Muchas de las personas que habría de conocer y, con gran fortuna, disfrutar de su hospitalidad; en todos los campos de la actividad humana, sus habitantes fueron solícitos y generosos; nunca faltó el cariño que les brindaron, en particular a Alda, quien, con su temperamento bondadoso y solidario, se había convertido en el eje de la hermandad y solícita se aprestaba, cada vez que fuera necesario, no solo a compartir las penas de sus congéneres, sino a actuar y a dirigir múltiples actividades. La comunidad, constituida en organizaciones en pro del bienestar de su pueblo, con frecuencia realizaba eventos, en los varios campos organizativos del desarrollo de la zona; jamás ella fue ajena a estos intereses y, con sabiduría y gran capacidad de dirección, adelantó obras benéficas que, sin lugar a dudas, habrían de convertirla en líder, por lo menos de su sector. Es connatural que sus actividades no solo le proporcionaron la satisfacción, sino el afecto de muchos de los lugareños, quienes vieron, en su acción, toda la credibilidad y el reconocimiento de su altruista conducta y comportamiento; no había labor que se adelantara, que no contara con su aceptación y aprobación.
Por su parte, Heriberto lograría el reconocimiento y el aprecio de todos quienes requirieran de su participación en organismos de dirección y de servicio, en particular más cuando se tratara de las sanas, siempre sanas, festividades anuales de Consacá; es muy digno de recordar que, en su realización, nunca se advirtieron dificultades que afectaran, de algún modo, la probidad y positiva actitud de sus habitantes; tan valiosa ha sido la zona, que ni siquiera cárcel existía, como se pudo conocer en otra hora de esta historia.
Otra de las características de profundo aprecio, quizá de orden hereditario, lo ha sido la inclinación artística de muchos compositores y cantores de reconocimiento nacional; con varios de ellos, tendría la oportunidad, casi por semana, de gozar de sus melodías, hasta el punto de sentir, en su intimidad, el complemento de su espiritualidad, ineludiblemente impregnada en lo más hondo de su ser. Desde el balcón a la calle, de la casa de la única residencia, de esta época, observaba que subían y bajaban los chicos, los adultos y ancianos, todos atentos, con sus ¡buenos días!, ¡buenas tardes!, siempre solícitos, lo que evidenciaba, quizá, la buena formación recibida en su niñez, en el hogar y en la escuela, lo que habría de construir, en su mente, un acercamiento crítico psicológico a ellos que, más tarde, en sus escritos, le permitiría elaborar un breve relato, intitulado “Desde el Balcón”.
Por ese entonces, su hermano Memo llegó a Consacá con el objeto de invitar a su hermano y esposa a que realizaran un viaje a la Costa Atlántica, por tierra, en su camioneta Chevrolet 2300; todos, de pleno acuerdo, lo llevaron a cabo, y Heriberto lo refiere así:
“Quisiera tener toda la inteligencia necesaria para poder describir el viaje que, a través de Colombia, realizamos, junto a mi esposa, a mi cuñada y a mi hermano; siempre ha sido la ilusión de Alda conocer tierras, y especialmente Colombia, entre otros sentimientos, también difíciles. No obstante lo intentaré.
Transcurría el 10 de enero, cuando lo iniciamos. Con el mejor ánimo y el espíritu en pleno, desde la población de Consacá, Departamento de Nariño, región de grato descanso para quienes abordamos la vejez, lugar de tranquilidad, sin delincuencia común, paramilitares o guerrilla, partimos, con la convicción de que nuestra buena fortuna nos acompañaría. En efecto así fue. No sería posible ni referir, ni describir brevemente, todas las regiones y poblaciones que encontraríamos a nuestro paso, solamente aquellas que, de una u otra manera, hubiesen causado mayor impresión. Mas sí, ligeramente, las que, por su importancia o por su tamaño, hubieran afectado mejor la memoria. Pasto, la capital del Departamento y tierra de nuestros afectos, por consiguiente, era la primera en nuestro encuentro y, fuera de descripción por ser la tierra natal, otra oportunidad habría para referir su singular belleza, su entorno de pintados paisajes y contexto integral de cultura; en otras, pasadas, épocas, la capital de la paz.
A nuestro paso, encontramos la población de El Bordo, en el Departamento del Cauca, zona de calor y movimiento comercial, pero, como tantas otras pequeñas ciudades de Colombia, víctima de las múltiples formas de violencia. Así, arribamos a Popayán, capital del Cauca, distinguida por sus ancestros culturales y su arquitectura colonial, siempre señorial y distinguida, buen lugar para el almuerzo. Acto seguido, continuamos hasta la ciudad de Cali, después de disfrutar las variedades geográficas y la belleza de las regiones intermedias vallecaucanas. Sin lugar a dudas, esta bella y gran ciudad, conocida popularmente como “la sucursal del cielo”, despierta en el ánimo actitudes positivas, que invitaban a volver y disfrutarla más detenidamente, amén de los recuerdos que afloran a la memoria del pasado vivido en ella.  El Zoológico de Cali sería el centro de recepción de nuestra mascota, un cuatí, al que habíamos bautizado como Goyo, y el que se había ganado un enorme cariño por parte de toda la familia, mas no podíamos limitar su libertad, por lo menos en parte. Quizá, lo avanzado de la hora, las seis de la tarde, la incomprensión de un funcionario y nuestro afán por llegar a la ladrillera, Villa Hermosa, finca de mi hermano Memo, no permitieron la nueva residencia de Goyo. Continuamos, entonces, y a las siete y treinta de la noche nos ubicamos en nuestro primer destino, la casa arreglada, cambiada y muy acogedora, en medio de una naturaleza abundante, que sirvió, de inmediato, como hábitat para Goyo. Allí nos esperaban el matrimonio de César y Liliana, su hija Laurita, y mi cuñada Alicia, esposa de mi hermano, padres de Liliana.
César, un joven extrovertido, alegre, no tardó en obsequiarnos, con un buen vino chileno, que beberíamos con entusiasmo, al gozar de la viveza y los afectos de Laurita, de la charla de Memo, sus anécdotas, los recuerdos, la alegría de los encuentros, los hitos del pasado, suficientes acciones para tenerlas en nuestros recuerdos y, desde luego, el nuevo momento vivido. Mi esposa, obviamente, feliz al lado de Alicia, tenía una razón más para el mejor disfrute de la aventura, porque, en adelante, ella nos acompañaría. Permanecimos, en este pequeño paraíso, la noche de nuestra llegada, lunes, y los días martes y miércoles, durante los cuales visitaríamos Cali, Dagua, y reconocimos la finca con sus gansos, ladrillera, peces y naturaleza, en general.
El día miércoles viajaron mi sobrina, su esposo e hija para continuar su ruta por la zona cafetera. Siempre estuvimos en comunicación con nuestras hijas e hijo. Ellos animaban todavía más la aventura, de tal manera que el jueves, muy temprano, desde la ladrillera, reiniciaríamos viaje con destino seguido a Medellín. Cuán admirable el Departamento del Valle, por sus vías de doble calzada, sus planicies cultivadas de caña de azúcar y la vitalidad, en síntesis, de su naturaleza. La camioneta, una Chevrolet-Luv, de ensamble chileno, se portaba a la altura de las circunstancias y la velocidad requerida en estas vías, admirable, por cierto, para sus nueve años de servicio; en su conductor, mi hermano, desde luego, no había nada negativo que observar. 
Después de pasar por las afueras de Dagua, y otras poblaciones pequeñas, y apreciar, desde el borde, la belleza del lago Calima, con sus aguas tornasoladas, llegamos a Buga, la justamente denominada “Ciudad Señora”, plena de movimiento, calor y entusiasmo. Allí, consecuentemente, había que visitar al señor patrono de la ciudad, acto que fortalecería más nuestro ánimo y en procura del bienestar de todos los nuestros, quienes constituyen la integralidad de nuestra sangre. Las fotografías no faltaron y en todo el trayecto registraríamos nuestra presencia y sus lugares. Seguidamente, al dejar atrás Tuluá, Bugalagrande, Zarzal y otras, continuamos a Cartago, lugar de un aperitivo, ciudad también muy apreciada y de las principales del Valle del Cauca. Luego, por la vía de la Virginia, Anserma, compartidero de El Cerrito y, dejando atrás Riosucio, Departamentos de Risaralda y Caldas, por una carretera bastante accidentada, llegamos a Supía, lugar de entronque con la Autopista del Café, Manizales-Medellín, la que, al dejar atrás La Pintada, Santa Bárbara, Caldas, la abordamos ya por la noche, tal vez a las seis y treinta; recorrimos algunas avenidas, donde nos sorprendió la intensa iluminación, que aún permanecía de la Navidad; no obstante, y por tomar vías de presencia no muy agradables, después de cargar gasolina, por la hora y quizá con algo de temor por lo observable, decidimos continuar hasta Santa Rosa de Osos, también por carretera no muy fácil. ¡Qué buena decisión!  Encontramos un pesebre, un paraíso, una pequeña ciudad, hermosa, limpia y grata, desde el principio. De igual manera, el hotel magnífico, limpio y de gente cortés y atenta. Sería, sin lugar a dudas, el lugar de nuestro reposo.
Después de un merecido descanso, el viernes, por la mañana, reanudamos el viaje por una vía casi destrozada, llena de baches, despedazada, partida, en muchas partes, con la banca a punto de caer y, lo peor, en sus orillas con construcciones de madera podrida, otras de cartón, plásticos, completos cambuches, de desplazados de la violencia, en diferentes partes,  que pedían dinero por la tierra, con la que pretendían llenar los huecos, nuevo hábitat, en el que se había de  transformar la bella naturaleza antioqueña, lo que, como era de esperarse, nos produjo malestar, tristeza y comprensión evidente de las consecuencias de la guerra. Antioquia, un Departamento conocido por su empuje, había sido muy maltratado y su reconstrucción, seguramente, tardaría un buen tiempo. Al pasar por Yarumal, pueblo de grandes edificios, no obstante sus dificultades geográficas, edificado en la cima de la cordillera, y por Valdivia y otras pequeñas poblaciones, llegamos a Tarazá, desde donde la carretera cambiaba, mejoraba y, así, continuamos hasta Caucasia.  
Allí, previo reabastecimiento de gasolina, descansamos unos minutos, para tomar un refrigerio y seguimos, con la ilusión de llegar el mismo día hasta Coveñas, en el Departamento de Sucre. Continuamos nuestro intento, ya vía a la Costa Atlántica, por la ruta desde Planeta Rica hasta Montería, a la que se arribó temprano. Ahí, dadas nuestras circunstancias económicas, ya en vía de agotamiento, es de anotar, por el alto costo de la gasolina y los interminables y múltiples peajes, que en nada evidenciaban el arreglo de las carreteras, necesitamos sacar dinero del banco y mejorar mi cámara fotográfica, la que no habíamos podido manejar como se debía, hasta el momento. Era apreciable el desarrollo y el poblamiento de la ciudad y su continuidad constructiva; en los lugares que observábamos y conocíamos, la gente nos atendió con prontitud y elegancia. Es preciso mencionar, ahora, que el pueblo colombiano, quizá por la claridad de conciencia, que poco a poco y con la experiencia de los horrores de la guerra, ha ido adquiriendo, ha mejorado notablemente las relaciones con sus semejantes, lo que hemos notado a lo largo de nuestro recorrido por los diversos Departamentos. Seguimos, por Córdoba, nuestro viaje, y dejamos atrás a Cereté, San Pelayo, Lorica y otras regiones, hasta llegar, en horas de la noche, a Coveñas, lugar turístico y de excelentes playas, donde no fue posible encontrar un buen hotel y decidimos hacerlo en Tolú, en el Golfo de Morrosquillo, en el hotel del mismo nombre, en el que, después de recorrer sus playas, descansamos esa noche.
Al día siguiente, sábado en la mañana, desde tempranas horas, visitamos los lugares artesanales, en los que adquirimos algunos recuerdos para nuestros hijos y amigos. La mañana de este día transcurrió rápidamente y, en la tarde, pudimos gozar de las aguas cristalinas y cálidas de Coveñas, que ofrecieron suaves masajes y descanso a estos viejos cuerpos. Regresamos al hotel en horas de la noche, para recorrer nuevamente Tolú, en toda su amplitud, para admirar su movimiento, sus playas y el horizonte, en la plenitud e infinitud que ofrece, a las miradas cuidadosas, el mar.
Nuestra próxima meta era ahora, después de pasar por San Onofre, María La Baja, llegar a Cartagena, la ciudad heroica, en el Departamento de Bolívar, que nos recibió con un excelente clima; por fortuna, en todo nuestro recorrido, habíamos gozado de buen tiempo, soleado, que invitaba a vivir con intensidad la belleza extraordinaria de Colombia, múltiple en su geografía, que, sin lugar a dudas, la hace diferente y hermosa. La ciudad turística, por excelencia, nos invitaba a recorrer, infortunadamente, por pocas horas, sus calles, pero suficientes para llenar el espíritu de mucha armonía. Visitamos la ciudad antigua, el castillo de San Felipe, el Palacio de la Inquisición, y sus principales calles, que brindaron ánimo, alegría y  gozo al ver tanta belleza y, a la vez, sentir el orgullo de ser colombianos, para luego continuar, por la Vía de la Cordialidad, a Barranquilla, Departamento del Atlántico. Teníamos muchos deseos de detenernos allí, pero las informaciones que nos habían dado sobre su peligrosidad, al estilo de Medellín, hicieron que nuestro viaje continuara, después de observar con detenimiento la estructura consolidada del puente Pumarejo.
Así, y con mayor expresividad, se nos aparecía nuestro camino por tierras bajas, planas, colmadas de valles de mucha riqueza y, a lo largo de la Ciénaga Grande de Santa Marta, dejamos atrás a Pueblo Viejo y Ciénaga y llegamos a El Rodadero, lugar de nuestro último posiblemente destino, al norte de Colombia. Sin dificultad alguna, conseguimos residencia, debidamente amoblada, con cocina, televisión, todas las comodidades de un buen apartamento y a un buen precio; esto es, barato. Otro justo descanso del viaje, que nos daría fuerza para continuar en el goce de las bellezas de Colombia. Al día siguiente, era nuestra visita obligatoria a la ciudad de Santa Marta, que abordamos con todo el entusiasmo y cariño, porque la habíamos vivido muchos años atrás: señorial y magnificente, nos ofrecía la sorpresa de su desarrollo.
Visitamos la Quinta de Bolívar, sus calles principales; cambié el rollo de la cámara e hicimos algunas compras; para mi esposa, constituía, quizá, la sorpresa más agradable; la observaba con detenimiento, con aprecio; era, decía, el lugar más bello de Colombia, que hasta ahora había conocido. Inobjetable, Santa Marta, sus playas, la Avenida del mismo nombre, su estilo colonial, sus gentes, no podrían identificarla de otro modo. Cerca del mediodía, regresamos a El Rodadero, para disponernos a disfrutar de sus playas y a gozar de un baño que, aunque de aguas frías, en horas de la tarde, el mar nos ofrendaba con su tranquilidad y hermosura, y toda la armonía de esos días en el Mar Caribe. Regresamos al apartamento en horas de la noche, a prepararnos para seguir nuestro camino de regreso, ahora por la troncal del Magdalena. Apreciamos, también El Rodadero en toda su amplitud; se disfrutaba de un excelente clima, brisa en la noche, avenidas, edificios, supermercados, todo lo requerido en una gran ciudad. Sí, es que ya es una ciudad, muy diferente a la que yo había conocido, treinta y ocho o cuarenta años atrás.
El día martes, muy temprano, iniciamos nuestra aventura de regreso, al recorrer entre llanuras y planicies, después de la Y de Ciénaga, Departamento del Magdalena, nuevamente las tierras fértiles e inmensas de Colombia. Grandes ganaderías, a lado y lado de una excelente carretera. Nuestro primer cometido era llegar hasta Aracataca, tierra natal del Maestro Gabriel García Márquez, en la que visitamos su residencia, lugar de nacimiento, se registró fotográficamente su casa, declarada centro de cultura. Su nuevo director nos atendió cordialmente.
Seguidamente, pasamos por Fundación, El Copey, ya en el Cesar, Bosconia, lugar de intersección de carreteras, hasta Aguachica, donde abastecimos nuestro carro de gasolina, que, por su precio, mil pesos menos que en otras bombas, creímos se tratara de gasolina venezolana. Al dejar atrás a San Martín, llegamos, a buena hora, a San Alberto, lugar de descanso, en otra intersección, aún en el Departamento del Cesar. La suerte no nos abandonaba; el encuentro de una residencia, cafetería, restaurante y hasta bomba de gasolina y parqueadero fue fácil y, después de una abundante comida, nos entregamos al descanso. A tempranas horas, el día miércoles, reanudamos el viaje y avanzamos hasta Puerto Araujo, en el Departamento de Santander, lugar ideal para el desayuno; con el afán de llegar pronto a Melgar, lugar de separación de mi cuñada Alicia, quien debía dirigirse a Bogotá, reemprendimos la aventura hacia Puerto Boyacá, en el Departamento de Boyacá, Caño Alegre, Puerto Salgar, La Dorada, sobre el río Magdalena, entre los Departamentos de Cundinamarca y Caldas; Honda y Mariquita en el Tolima, hasta llegar a Guayabal y Armero (la antigua Armero), la que, por su desafortunada historia, era digna de que se visitara y registrara; allí, estuvimos en la tumba de la niña Omaira Sánchez, santa, por su sacrificio, en la catástrofe causada por el Nevado del Ruiz, así caracterizada por su valor y fortaleza moral a la hora de la muerte, que les insinuaba, a sus frustrados salvadores, que los hicieran primero con los demás sobrevivientes, porque ella se encontraba tranquila y dispuesta al sacrificio; su monumento mostraba mucha iluminación de veladoras y placas de agradecimiento por los milagros ya realizados.
Visitamos, también, el monumento de la Policía, con una placa de treinta y tres policías sacrificados, tumbas, y otros monumentos de iglesias y bancos desaparecidos. No puedo pasar por alto las historias que los lugareños nos refirieron, como la que decía que: “en épocas indígenas, por el mal comportamiento de los pobladores, el volcán y el nevado se enfurecieron y arrasaron la zona”. También contaron que, otrora, “las gentes de Armero culparon a un sacerdote de irresponsabilidad y comportamiento inmoral, por lo que lo arrastraron por toda la ciudad; el curita acusado maldijo a la región y a sus habitantes, manifestándoles que, igual, habría un día de la justicia, en que pagarían su delito, arrasados por la naturaleza, porque él era inocente. No obstante, las mujeres, llamadas de la vida alegre, de la región, lo defendieron escondiéndolo en el lugar de ‘libertinaje’”. Esta avalancha había sido, entonces, el castigo por la maldición del sacerdote; más sorprendente aún, las mujeres se salvaron; el curita ya no vivía allí. Así, supimos sobre otras leyendas, menos importantes respecto a este hecho.
Al continuar el viaje, encontramos a Lérida, Venadillo y, sin entrar a Ibagué, llegamos a Girardot, por carretera nueva, donde nos reabastecimos de dinero y un licor, para quien narra y llevaba, ya, varios días de abstinencia. Acto seguido, avanzamos a Melgar y, en el Club Militar, por invitación de mi hermano Memo, nos hospedamos. Era de esperar, desde luego, un excelente sitio para descansar, cómodo, aseado, con buena ventilación, buen restaurante, piscinas que, obviamente, alegraran más nuestro espíritu, no obstante, y sobre todo para Alda, la tristeza de separarse al día siguiente de Alicia, con quien había disfrutado muchísimo todo el viaje y quien significaba, en su vida, una profunda estima. 
A las nueve de la mañana, del jueves, Alicia partió, desde Melgar, hacia Bogotá y nosotros al sur, por Ibagué y Armenia. Se trata de regiones muy bonitas, pese a la neblina del recorrido por La Línea. Así, llegamos a Calarcá y almorzamos en Armenia, las dos ciudades del Departamento del Quindío; después de haber recorrido grandes extensiones de territorio plano, por los Departamentos del Magdalena, Cesar, Santander, etcétera, tocábamos otra vez la montaña, pero, igual, la belleza colombiana afloraba, por todos sus rincones y, una vez más, nos acercábamos a las planicies vallecaucanas. Efectivamente, después de La Tebaida, llegamos a La Uribe, Bugalagrande, Andalucía; pasamos por Tuluá y, en Buga, tomamos la ruta de la Costa Pacífica, hasta llegar a Loboguerrero, luego Dagua; aquí descansamos un momento, mercamos y, en la noche, estábamos nuevamente en La Ladrillera, Villa Hermosa, finca de mi hermano y su destino final de esta aventura.
Viernes y Sábado descanso, justo, para esta larga jornada, días en los que, en todo momento, ansiábamos el regreso a nuestro terruño, a nuestro hogar, cerca de nuestros hijos. Preguntamos por Goyo, lo buscamos, pero en vano, pues, al parecer, había reencontrado su hábitat en los árboles frondosos de fincas vecinas. En observación calmada de la naturaleza y comentario tras comentario de la vida y las experiencias, transcurrió el tiempo y se asomó el domingo, día de regreso, ya sin la compañía de mi hermano Memo.
Muy temprano en la mañana, Memo nos condujo hasta el terminal de Cali, desde donde, en una buseta de Transipiales, viajamos con destino Pasto, siendo las nueve y treinta. Transcurrió el tiempo y, entre charlas de vivencias con mi esposa Alda, llegamos a la añorada ciudad, cuna de la familia. Pernoctamos, en medio de atenciones de las hijas e hijo, de los yernos, y el lunes avanzamos hasta el hogar de los años, al lugar del descanso en la vejez, a Consacá. Allí, con gran júbilo, nos recibieron nuestras hijas, Alena, Yolanda y Ana Gabriela y nuestros nietos residentes. Todos ansiaban oír que les narráramos nuestra aventura y, así, empezó un nuevo relato sobre el inmediato pasado.
Gracias, Jesucristo, todo salió bien y permite que recordemos siempre lo bueno y olvidemos los pequeños detalles, sin importancia, que en toda acción se presentan. Gracias a mi hermano Memo, gracias a mi cuñada, gracias a sus hijos, gracias a mi esposa”.
Así, habría de construir, en el sendero de su positividad, una instancia perenne de recordación, sin posibilidad de erradicar de su corazón ese espacio de gratitud y gozo vividos en hondo sentimiento vital, en sus años de sabia vejez, orientación inequívoca de madurez.
Personas, como don Jesús Pantoja, su esposa, sus hijos, su hermano Jobito; toda la familia Noguera, en especial su madre, doña Jesús; músicos, como Silvio Pantoja, su hermano Orlando, Héctor Jojoa, excelente cantante, Carmencita Narváez, su hermana, y familia; muchos más, inundan con nobles sentimientos de bondad, cariño y recuerdos, los corazones de Alda y Heriberto. Carmencita, su extinto esposo e hijo, siempre ha sido, y continúa siendo, la generosa dama, dueña de los corazones de ambos; aún, tiempo después, esto es, ya no presencial físico, sino desde otros lares es, virtualmente, la familia quien los acoge y les ofrece con sinceridad su casa para sus estadías en la zona. No fueron pocas las instancias en que el servicio habría de prestárseles, incluso en viajes largos de transporte, a quien lo necesitara, dentro y fuera del municipio; a Rosita Checa, a Blanquita, servidoras desinteresadas de la familia; a Luis, del monta llantas; a las hermanitas, dos ancianas, María y Célima, a todos quienes requirieran de que los sirvieran, con amor se les brindaba. Valga la ocasión para recordar el viaje a Guaitarilla, para llevar a su hermanito, quien murió en el viaje y motivó la escritura de un relato, “Viaje sin Retorno”. Muchas cosas bellas sucedieron y permanecen en la memoria constante que, a su vez, construyeron motivo para otros tantos escritos.
Varias serían las oportunidades, después de su despedida de Consacá, para regresar y gozar de la hospitalidad de Carmencita, en su hogar; volver siempre ha existido en la espiritualidad de ambos, una constante que desaparecerá, tal vez, cuando sea preciso el viaje físico, sin retorno, a la eternidad. Consiguientemente, vale la pena decir que fue triste y dolorosa la despedida, al dejar la región, necesidad insinuada por sus hijos, en especial por el geólogo, por temor al volcán. Decidido el cambio de residencia, hacia Chachagüí, llegó el momento del adiós; no faltó el llanto, el abrazo sincero, de quienes más los estimaron y apreciaron. Realmente, era fácil observar que había transcurrido un tiempo de felicidad, antes, en la adolescencia, en la juventud y ahora en la madurez.
















XXIII

Empieza así otro momento de la historia de Heriberto y sus seres queridos. Justamente, en la tercera edad, muy cerca de la vejez y de la ancianidad, pero quizá aún vital y llena de esperanzas para sus hijos, para todos sus descendientes y para sí. Inicia la nueva vida con la compra, a base de sacrificios económicos, de una vivienda en los alrededores de Chachagüí, una vivienda que, aún siete años después de vivir en ella, todavía no se ha terminado de refaccionar. Intihuasi es el nuevo hogar. Allí concurren todos: hijos, nietos, biznietos, familiares y amigos. Nunca está desocupada, siempre está repleta de esperanzas, de ilusiones, de flores, de jardines, de belleza, de amor y, más, en ella concurren todos los recuerdos, no obstante, algunos tristes, pero todos complementan la felicidad soñada y alcanzada.
En su refacción, la participación ha sido de todos; ninguno de sus descendientes, y hasta su hermano Memo, se ha negado jamás al apoyo desinteresado de convertir este hogar, como él bien lo ha expresado, en un paraíso, en el que, al final de la jornada, se ha logrado implementar y complementar, definitivamente, la solidez, la consolidación de una unidad familiar que marcha al unísono, autónoma y plena de felicidad, en la convergencia de una familia, de parte y parte, de Alda y Heriberto, que la observa, goza y define como un triunfo, quizá al final de sus años de vida, en el contexto de una visión cósmica.
Quique, hermano de Heriberto, y ahora ya desaparecido, para continuar su viaje a la eternidad, desde donde, con certeza, contempla con satisfacción la vitalidad Sico-somática de su familia, él siempre fue el más asiduo visitante de quienes no viven cerca. También, con frecuencia, Memo vive, con alegría y satisfacción, temporadas gratas para quienes los amamos. No han faltado las visitas alegres, festivas y cariñosas de las sobrinas de Heriberto, sus primas, quienes no lo olvidan y piensan pronto volver. No es vano repetir que Intihuasi nunca está vacía; a lo largo y ancho de sus corredores, de sus patios, de sus alcobas, se escuchan, con alborozo, los gritos, las carreras de los niños, que juegan con la inmensa libertad de sus contenidos inocentes y llenan a plenitud de alegría la nueva Estancia, como la de ayer, la de los Capulíes, en Botana, y la casona de Ricaurte, otros espacios, que fueran, para sus mayores, también, el rincón inolvidable de una felicidad, convertida hoy en la continuidad de la existencia.  
Enrique, cada mes, permanece hasta diez días y sonoriza el ambiente con la interpretación de su guitarra y los cantos melodiosos de su voz. Las hijas, todas profesionales, menos la menor, que ya empieza, casi semanalmente, al lado de los respectivos componentes de hogar, fortalecen aún más la alegría y la unidad de una familia realmente única. Una de las hijas, la que más permanece con su pequeña Lalita en casa, Anita Lucía, Ingeniera Civil, tiene una bella casita en Chapacual, Municipio de Yacuanquer, de la que ha hecho un centro vacacional y de recreación para todos sus parientes, en especialmente para sus hermanas, lugar rodeado de bellos paisajes, de potreros, con pastizales, para ganado vacuno, surtidor de la leche para la región y de quesos para la venta, en la cabaña, a la vera de la carretera, a menudo, visitado por Alda y Heriberto, que disfrutan de su clima y de los paseos por los campos que colindan, por el occidente, con el río Guáitara y, a sus lados, con propiedades de vecinos.
De igual manera, en otras oportunidades, con Memo, su hermano, y con Enrique, su hijo; con Quique y su esposa, pasaron días muy divertidos, en los que gozaron de la hospitalidad generosa de Anita Lucía, su esposo e hijos, momentos que vivirán por siempre en la memoria de todos. Muchas satisfacciones en sus estadías, a veces por varios días, contribuyeron a la felicidad del hogar de todos y a la alegría y el sano esparcimiento; fueron, estos momentos, siempre el apoyo para el trajinar cotidiano de unas voluntades ansiosas por la consecución de mejores días, en este viaje por el sendero de esperanzas, de innovaciones tendientes a la cristalización definitiva de sus ilusiones. Viajes y paseos como este fueron frecuentes, desde Chachagüí, a otros lares hermosos de la naturaleza colombiana. Con Memo, de retorno, en alguna otra ocasión, a su finca de Villa Hermosa y en compañía de Sandra, la floridana, viajarían a Buenaventura, a Jamundí y, desde su finca, también se hizo un recorrido por sus alrededores, por el llamado 30 o Borrero Ayerbe, lugares todos, de florida y fértil naturaleza. Los campos del Valle del Cauca, al occidente, como en todo su territorio, son dignos de admiración y de vida recreativa; sus bosques, sus lagos, sus poblaciones, todo el esplendor de Natura engalana su presencia planetaria. Lástima que no todo el tiempo se pudiera gozar de su hermosura, porque la cotidianidad exige la presencia de los viajeros y paseantes en sus sitios de origen, también acogedores y que surten de sueños y de esperanzas en este caminar por el mundo.
Nuevamente con Memo, era preciso volver al hogar, dulce hogar. La vida no termina, ni las ocasiones tampoco. Cuando la unidad constituye la fortaleza de las familias, jamás están ausentes unas de otras y Nariño es una fuente inagotable de ocasiones y lugares para el turismo, que permanentemente invitan a que los visiten. Entonces, así como este volver, implica retorno, también este será un nuevo partir, para luego venir, en procura de un vivir satisfactorio, de las cosas que se deben ver, mirar y observar, de la grandiosa naturaleza.
El carnaval de Pasto no podría pasar desapercibido y, con mayor razón, al contar con un estar que respira sinceridad y alegría en el hogar; ha sido ya lugar de encuentro, y lo seguirá siendo, quién sabe por cuánto tiempo, en la existencia de las familias que lo aman; desde allí, se ha gozado y se seguirá gozando el incomparable carnaval. No obstante, en el transcurrir del tiempo, no todo puede ser felicidad, así se viva ahora una vida diferente. Si bien el sendero inmortal de la existencia guarda, en la imaginación creadora, gratos recuerdos, aún continúan los instantes de dolor y de tristeza, en la medida en que los protagonistas recorren la vía inexorable hacia la muerte.
La dolorosa noticia de que a Quique lo habían hospitalizado en Fusagasugá, al sufrir una enfermedad terminal, para su débil contextura, una neumonía, hizo que Alda, en el término de la distancia, viajara a su lado, con la esperanza de poder despedirlo hacia los otros espacios infinitos de la inmortalidad espiritual. Así, a los pocos días, Heriberto, en su hogar de Chachagüí, recibe la noticia telefónica de su muerte, prematura muerte, a la edad de 69 años, que interfiere con el deseo de continuidad de un querer ser feliz, sin tropiezos; sus hermanos, sus sobrinos, todos quienes habían admirado sus innegables virtudes, no podían estar menos que angustiados y afligidos por tal suceso. La misma tarde del día de su deceso, previa información a sus hermanos, Heriberto viaja en avión a Bogotá y, luego, por vía terrestre, con una de sus sobrinas, a Fusa. Enrique, su hijo, desde la capital, quiso acompañarlo, pero no era posible, porque él, a su vez, sufría calamidad doméstica que afectaba delicadamente su salud; en la noche, arribó, lleno de tristeza, para lograr la visión del cadáver de su hermano, ya en el ataúd, pero con un rostro de tranquilidad y sin expresión de agonía. Pese a que las lágrimas de Heriberto inundaban sus ojos, le expresó, con sentimiento, ante todos los dolientes, sus palabras de despedida, para retornar, espiritualmente, a los momentos que habían vivido juntos. Memo, también, casi a la misma hora, llegó para acompañar a su hermano. Acto seguido, la velación y, al día siguiente, quizá un domingo de penas, se procedía a viajar a Girardot, para proceder a su incineración; se debe decir que la despedida fue profundamente dolorosa para todos. Aparece, entonces, en la mente de Heriberto un relato, denominado Quique, para honrarlo, en su ausencia: “Definitivamente, ni el colorido de las flores exóticas, de las blancas, amarillas y rojas rosas y claveles multicolores; los florecientes anturios, ni las palmas exigentes por tocar el espacio libre; ni la amplitud de las plantas cultivadas del jardín, nada de lo que, en la armonía y belleza de nuestros cultivos, podría incidir; ni el aroma de los jazmines nocturnos, ni el verdor de las chilanguas y de los platanales de pan coger de la huerta, ni el cultivo cariñoso de las pequeñas avecillas, ni los dulces y largos sueños en los estares de la casa cubiertos por la claridad y calor, a veces del policarbonato; pienso que nada, ni nadie podría internar e interesar el organismo de quien se denominara el famoso Quique.
El chiquitín culeco de las gallinas ponedoras en la finca, Estancia de los Capulíes, de variadas producciones, con una pequeña cicatriz en su rostro, hecha por un gallo celoso; el travieso picaresco de los juegos, a veces pesados, con sus hermanos, y hasta con sus padres, el correlón de tres añitos quemado en agua hirviendo por su natural curiosidad y travesuras, el adorable chiquillo para los suyos y quienes lo rodeasen.
El bailarín simpático, agradable y jocoso de las fiestas de familia, que invadía la alegría y las risas de quienes lo observábamos; el alma, tantas veces cómica, de niños y mayores, el goloso de los manjares y curioso por aprender recetas de platos sofisticados: empanadas, tamales y deliciosos dulces. El inapreciable tierno alcahuete de sobrinos y nietos sobrinos, con todas las golosinas que ellos quisieren, el amén de los cuentos tiernos de los niños.
El generoso tío de sus sobrinas, en la consecución de sus profesiones, el amante incansable de sus hermanos y cuñadas; él, quien jamás olvidó los cumpleaños, en especial de su hermano mayor; el incomparable esposo, novio y amante de su dulce, tierna y bella compañera.
El Maradona del fútbol en la empresa de trabajo, a quien no solamente respetaron por el deporte, sino por su labor y por su simpatía inigualable para compañeros y deportistas. Sí, él, quien sacrificó largos años de su vida, al retiro de Upjhon, en procura de medios de subsistencia; él, a  quien hasta la guerrilla, ELN, lo estimó y jugó basquetbol, en su retención, sin que mermase su capacidad síquica y sicológica, a  él tiene que referirse este relato. Él se había ido, quizá definitivamente, de este mundo”
A él, después de una corta enfermedad, en Fusagasugá, tuvimos que cremarlo en Girardot; su cuerpo dentro de un ataúd y vestido elegantemente, como siempre lo fue, ardió y ascendió en humo blanco, como transparente y pura avecilla, hasta los confines del infinito cosmos.  De vuelta a Fusagasugá, Heriberto y Memo pernoctaron en casa de su cuñada, Estelita, ahora viuda, para, al día siguiente, viajar juntos, de regreso, hasta Villa Hermosa, finca de Memo, en su carro particular. Alda, por el contrario, lo haría a Bogotá, para atender a su hijo, durante dos meses, dadas las complicaciones que se le presentaron; por fortuna, su salud mejoró lo suficiente y pudo volver a su hogar, desconsolada, pero muy dispuesta a olvidar las penas, decidida a inscribir en los recuerdos al querido Quique.
Heriberto y Memo, después de permanecer algunos días en la finca, decidieron lo mismo y retornaron al hogar de todos, al paraíso construido para recreación de su gran familia, a Intihuasi. Varios días, con la presencia de su hermano Memo, quien, frecuentemente, visita esta hermosa región, fueron el lenitivo a los irremediables momentos vividos ante la ausencia de Quique. Memo habría de regresar a Villa Hermosa y la narración continúa, fortalecida por el recuerdo de tantos hechos, hasta cuando llegue el instante de la reflexión final de este trajinar en la cotidianidad biográfica de una familia.

XXIV

En la ruta hacia el final de esta narración, viene a la mente de Heriberto un triste momento de su historia, que ha significado tanto en su alma y le ha restado sus aptitudes materiales en lo que concierne a sus relaciones con su amada. Hace 10 años, en Consacá, en una discusión, ella le expresó que debería avergonzarse de ser como es, un “sujeto que le ha mentido a sus estudiantes, a sus profesores, compañeros de trabajo, un falso, que de nada le ha servido haber estudiado”.
Desde entonces, pese a vivir en su propia casa, mejor aún, la de su esposa, porque sus teneres, lo poco que existe, están a nombre de ella, ha sido inevitable, para él, compartir su alcoba y, sin ninguna oposición, afectando, de algún modo, su integridad. No importa, los seres por quienes se ha luchado, hasta donde alcanzase su capacidad, han sido y seguirán siendo sus hijos; para ninguno es falsa esta aseveración; ellos viven plenamente en su corazón, sin distingos de ninguna especie y constituyen su orgullo y su ilimitado amor. En ellos ha encontrado el verdadero amor que tanto quiso tener en toda su existencia.
Mas, olvidemos, de ser posible, lo negativo y continuemos el sendero de lo positivo. Hace muy poco tiempo, Paulita y su esposo les propusieron a sus padres viajar hasta Mompiche, situado en las playas del Pacífico ecuatoriano, al Royal Decamerón. Alda, sin pensarlo dos veces, le insinuó que aceptaran y manifestó que se hiciese en el carro de su hijo, el Nissan, 2012, de 1800 CC. Así se hizo, previa legalización de documentos requeridos para ingresar al Ecuador con vehículos.
Por alguna circunstancia, Alda y Heriberto empezaron el viaje adelante, para pernoctar en la ciudad de Ibarra y encontrarse, al día siguiente, a la entrada a la vía a la costa, hacia Salinas, situada al término del Valle del Chota. Excelente primera etapa, que les permitía observar, objetivamente, el enorme desarrollo del país hermano, que, poco a poco, se ha logrado con el cambio de modelo de Estado, propuesto por su presidente, Rafael Correa.
Al continuar, algunas leves dificultades, de Paulita y su esposo y, con su anuencia, Alda y Heriberto, continuaron su viaje, vía San Lorenzo, para llegar hasta la playa de Peñas, donde pernoctarían, después del encuentro ya con sus hijos, en el hotel, bien distribuido y con excelente piscina. No obstante la hora, se bañaron en la playa y gozaron de una excelente comida de mar, con pescado fresco. Paulita y Alejandro viajaban con sus hijos y doña Gloria, la madre de Alejandro. Se hace necesario recordar que, en otra hora, habían conocido este sitio, lo que facilitó su arribo.
Al día siguiente, muy temprano, pero después del desayuno, continuaron su viaje hacia el sur, con una detención de una o dos horas, en Esmeraldas, ciudad que ha crecido notablemente, y siguieron hacia Mompiche, donde arribaron a buena hora, para hacer la correspondiente inscripción en el hermoso hotel, Royal Decamerón y playa, que se mostraba a sus ojos. Infortunadamente, por tratarse de temporada baja, razón que explicaba la economía de su estar, no fue posible bañarse en sus playas, porque el agua estaba muy fría. No obstante, durante los días de permanencia, recorrieron la totalidad de las instalaciones del hotel y sus alrededores, incluyendo la isla turística. De todos modos, gozaron de su estadía, de excelente atención y de la variedad de sus platos, los que escogían a su gusto, al igual que de sus excelentes piscinas de agua fría y caliente, que también disfrutaron.
De regreso, sin volver a Esmeraldas, con el objeto de tomar una vía que los condujera al interior del país, subieron unos pocos kilómetros hacia el norte y se desviaron luego hasta el sur, para tomar la vía a oriente, que los condujera a Santo Domingo de los Colorados. Antes de Santo Domingo y después de pasar por varias poblaciones, que les llamaron la atención por su desarrollo, con carreteras veredales asfaltadas, a lado y lado de la principal, encontraron una ye que, al seguir hacia el norte, permitía llegar hasta Quito norte, al centro del mundo y antiguo aeropuerto, vía por la que continuaron, por cierto muy solitaria.
Cerca de las siete de la noche, llegaron al norte de Quito y buscaron la salida que los conectara con la Panamericana, vía al norte. Después de dar algunas vueltas, lo lograron y siguieron su viaje hasta Cayambe, muy bella ciudad, situada al pie del nevado de su mismo nombre, en la que se hicieron a un refrigerio y, pese al intenso frío, su parada fue, de algo así como una hora, donde apreciaron la belleza de una excelente autopista, iluminada arriba y abajo, por la que arribaron a la ciudad de Ibarra, casi a media noche; allí no fue difícil encontrar un buen hotel, cómodo y barato, para pasar la noche y descansar de su largo viaje, por la vía escogida, para evitar atravesar Quito de sur a norte, de haber tomado la ruta hacia Santo Domingo, más corta, por tratarse de la autopista.
Al día siguiente, con entusiasmo, al observar el excelente desarrollo de la ciudad, en el recorrido que hicieran, resolvieron regresar al sur, hasta Atuntaqui, muy cerca de la capital de la Provincia de Imbabura, con el objeto de comprar algunas artesanías, lo que no fue posible, por encontrarse cerrados los almacenes, por día de descanso, de la actividad del domingo, de feria en esta ciudad. Aprovecharon este viaje para almorzar en un excelente restaurante y aprovisionarse de combustible. Es muy interesante expresar que el costo de la gasolina, de la más alta calidad, esto es, extra, es de solo dos dólares en Ecuador, y los peajes de un dólar.
Regresaron a Ibarra para retornar a Colombia, no sin antes, Heriberto y Alda, informarse sobre el costo de la vivienda, en esta ciudad, con el objeto, en el futuro inmediato, de vivir allí o pasar temporadas cortas de descanso, que ha sido una idea de vieja data, dada la seguridad, en todos los órdenes, del país ecuatoriano. En vista de que doña Gloria requería realizar alguna otra actividad, de común acuerdo, Heriberto y Alda continuaron el viaje, no muy acelerado, para poder encontrarse en la frontera.  
Fue oportuno, nuevamente, observar, con satisfacción, el desarrollo del Ecuador, que se evidencia a través de todos sus espacios, tanto en carreteras, como en los campos y poblaciones. Por ejemplo, en el Valle del Chota, hermoso territorio de clima caliente, se construía, entonces, una enorme autopista que, en la fecha de esta narración, debe estar terminada y digna de ser, otra vez, visitada, porque, ciertamente, viajar al país hermano constituye un excelente descanso.
Una vez llegaron a la frontera, por comunicación telefónica, con Alejandro y Paulita, decidieron continuar a Colombia. Igualmente, al llegar a Pasto, siguieron a Intihuasi, su paraíso en Chachagüí, muy agradecidos con la Providencia, por haber realizado un viaje sin contratiempos y pleno de satisfacciones.
Este es el momento de la narración, que se espera nunca llegue a su fin, en que, hasta que otras alternativas de la vida permitan su continuidad, mientras se asome el instante de despedirse de un mundo que, como se ha podido observar, ha sido, quizá, complejo, se debe señalar que es evidente que los cambios, en todos los aspectos de la existencia, son susceptibles de vivirse, de luchar por la felicidad y de inscribir en la historia de los recuerdos la virtualidad espiritual de sus protagonistas, conducidos a los territorios imaginarios de la Literatura que, jamás, va a romper su cordón umbilical con lo real.
Justamente, no es preciso despedirse del mundo objetivo sin asumir con enorme satisfacción todos los recursos al alcance de lo que podría denominarse vivir intensamente la felicidad. De nuevo, se dio la oportunidad de viajar a Ecuador como muestra de satisfacción por el solidario comportamiento de su hija Sandra, mano derecha de la actividad de Alda. Junto a Yolanda y a su hijo Pipe, durante dieciséis días se llevó a cabo este recorrido por todo el hermano país ecuatoriano, para evidenciar, otra vez, el extraordinario desarrollo de un país que acepta la revolución desde la base popular.
Tristemente, hoy empieza el final de esta narración. Después de un accidente, por fortuna sin consecuencias que lamentar, Heriberto sufre un desplome, nunca imaginado y esperado. Una de sus hijas, al dejar de lado la prudencia necesaria, sin contar con las evidencias requeridas, trae a colación un triste error cometido, supuestamente, por su padre, hace alrededor de 39 años. Le hace el comentario a su madre, que le causa, y a su padre, un daño inimaginable, que llevó a la descomposición definitiva del hogar. Heriberto cae en una total depresión, que lo impulsa a cometer no se sabe qué tipo de errores. El caso es que, después de recuperarse algo, de visitar a su hija mayor, en la ciudad de Pereira, desaparece del mapa, posiblemente a la edad de ochenta años, término que, casualmente, había decidido con anterioridad.
Es posible, teniendo en cuenta sus observaciones al infinito horizonte, que hubiese tomado los senderos que conduzcan a ese soñado espacio cósmico, sueño permanente, incluso muy evidenciado en sus poemas. De todos modos, lo único seguro, es que su existencia, algún día habría de terminar.
Hechas las investigaciones del caso, se piensa que está recluido en el Cotelengo, en el Valle del Cauca, o quizá haya resuelto desaparecer físicamente de este planeta, después de sufrir muchas cosas y gozar, por lo menos, de todo el cariño de sus hijos y de su familia. Siempre tuvo en mente el gran río Juanambú, para que sus cenizas se lanzasen a sus profundidades, convirtiendo su fondo en su Sarcófago.









    


           
 







 







        

Senderos
Inmortales
del Recuerdo




Julio Ernesto Salas Viteri






Windmills International Editions Inc.
California - USA – 2015




          


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