VIAJE SIN RETORNO


VIAJE SIN RETORNO



Son muchas las cosas que surgen inesperadamente. Siendo las cinco  de la tarde del día martes 17 de Mayo de 2005, mientras departíamos agradablemente en casa, se presentó una vecina para pedir ayuda de transporte al hospital, para José Domiciano, el menor de los hermanos de dos señoritas mayores y tío de una tercera, las tres de avanzada edad.  José presentaba una crisis asmática y requería, de inmediato, atención hospitalaria.             

Rápidamente procedimos. El médico de turno lo examinó y manifestó que a las siete y treinta de la noche podríamos volver por el enfermo. Regresé a casa a gozar del buen jolgorio y pedí a mi hija Yolanda que, a la hora indicada por el médico, fuera por José. Así se hizo, y continuamos con alegría nuestra algo alcohólica tertulia, hasta las once de la noche. Todo marchó bien y nos despreocupamos del enfermo.

Al día siguiente, miércoles, habríamos de viajar a Sandoná. A las nueve de la mañana nos dirigimos a la capital panelera y sombrerera de Colombia, directamente a un almacén de artesanías, ya muy conocido por mi esposa. Compramos bellas piezas artesanales que agradarían enormemente a una amiguita de Hamburgo, Alemania. Lo inesperado aún no había sucedido. Pasado el mediodía estuvimos de regreso en nuestro hogar.

A las dos de la tarde, del mismo día miércoles, mi esposa estaba notoriamente asustada y preocupada. Por toda la población buscó un vehículo que trasladase de urgencia a José Domiciano, al precio más cómodo posible, a Guaytarilla, región de origen de la familia del vecino enfermo. Imposible lograrse. Era necesario hacer algo y ya.

Siempre es preciso ayudar a quien lo requiera, con mayor razón a las amistades, esto lo teníamos muy claro en la familia, y esa habría de ser la solución. El enfermo tenía sus papeles en Guaytarilla, localidad en la que mejor podrían atenderlo, y, además, había manifestado el deseo de morir en su tierra. Decidimos trasladarlo. Con mi esposa, mi amigo Luis Pasaje y mi hija Yolanda, también muy solícitos, lo ubicamos de la mejor manera, con cojines y abrigo. Después de acomodarlo en el asiento trasero del Wolksvagen, el enfermo parecía muy agitado; en su mirada se podía observar que el final de su existencia se aproximaba, que su vida se agotaba, mas sin comentario alguno, siendo las dos y media de la tarde, iniciamos el viaje, sin retorno, de José.

Genith, mi esposa, lo observaba procurándole tranquilidad y comodidad. José cerró los ojos y durmió, aparentemente, con profundidad. A la altura de Yacuanquer apagamos el pasacintas y tomamos los signos vitales. J. Domiciano, de apenas sesenta y seis años de edad, parecía haber muerto. Difícil situación para nosotros, pero era necesario cumplir con la jornada hasta el lugar del destino. En el cruce de la carretera central hacia Guaytarilla, antes de Túquerres, comprobamos definitivamente la muerte de José. A su vez recogimos una señora, quien dijo llamarse Joselina y manifestó: “yo, en un cuchito me acomodo, más miedo le tengo a los vivos que a los muertos”, y sin sentir temor de viajar junto a un difunto, estuvo presta a colaborarnos en la población final. Así fue y, en medio de la angustia, dolor y tristeza de los deudos, entregábamos el cadáver  a su familia. No sabemos si llamar esta acción atrevida, peligrosa, insólita o qué más, pero sí desconcertante.

El reloj del carro marcaba las cinco; la tarde se presentaba oscura y fría; no sé si el clima o la frialdad del más allá, pero un hielo petrificante, parecía desgarrar nuestras almas, recordándonos el regreso a casa. Así terminaba una experiencia más en nuestras vidas.



Jusavi

Consacá, Julio de 2005


No hay comentarios:

Publicar un comentario